25 de agosto de 2024

El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...




 Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real.  De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual...  Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes.    Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos. 

En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro  de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.

El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño.  Como el amor...

(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)

15 de agosto de 2024

El centro del mundo es la representación ritual de un orden sagrado, el Arte, cuya expresión sensible es la creación del hombre.


 

En una noche del mes de julio del año 1216, cuando San Francisco rezaba en su pequeña capilla de Asís por el alma de todos los seres, tuvo entonces el santo italiano una exaltación visionaria muy extraordinaria. Fue una visión única y estremecedora, en donde las figuras de Cristo y María, rodeados de muchos ángeles alados, inspiraría al santo medieval rogar así por una renovación espiritual muy universal. De pedir entonces de rodillas a su Dios la indulgencia para todos los que visitaran el templo de Asís, un lugar que apenas cuatro años antes le fuera entregado a San Francisco en muy malas condiciones arquitectónicas, abandonado en un bosque desolado sobre un monte llamado Subasio en la abrupta región de Umbría. Cuatro años después de esa visión sagrada en Asís, los franciscanos llegaron a la ciudad castellana de Segovia y fundaron un convento en la zona parroquial de San Benito, una estancia muy cercana al patio de las Acacias de Segovia. Este recinto conventual franciscano alcanzaría con los siglos una gran importancia por su extensión, suntuosidad y obras de Arte. En el año 1659 los franciscanos de Segovia le encargaron al pintor sevillano Francisco Caro (1624-1667) una pintura muy especial para su claustro: San Francisco de Asís en la Porciúncula. Como casi todas las obras de Arte encargadas por el clero, en general, éstas eran sufragadas por donantes, personajes importantes de la localidad que pagaban al pintor por su obra y que, habitualmente, el autor los retrataba en el lienzo finalizado. Así se compusieron muchas obras de Arte para la Iglesia, pero esta obra barroca (manierista y hasta renacentista también incluso) tiene una maravilloso concepto estético e iconográfico detrás de su aparente religiosidad. Primeramente, es una compleja composición pictórica de un gran tamaño (273 x 330 cm) que representará diferentes espacios, decoraciones, tiempos y sentido histórico. Como buen alumno del pintor granadino Alonso Cano, pero también como seguidor entusiasta de su paisano Francisco Herrera el Mozo, Caro consigue expresar aquí una exaltación estética prodigiosa con su particular visión de San Francisco. 

Dispone de características estéticas especiales la obra barroca: los ángeles renacentistas y barrocos, los manieristas trazos de las figuras de Cristo y de San Francisco, las oblicuas líneas de las baldosas renacentistas, paralelas a los cuadros añadidos en la propia obra artística, tan peculiarmente dibujados además, de los retratos de las figuras de los personajes donantes (Antonio Contreras y su esposa María Amezquita), ya que lo normal era pintar a los donantes incluidos dentro de la iconografía del cuadro, incorporados a la temática de la obra. Pero aquí no es así, aquí los donantes están, además de separados, compuestos en dos retratos de dos cuadros añadidos al lienzo, algo muy extraordinario. Así que, por lo tanto, son tres escenarios iconográficos: el suelo contemporáneo al pintor con los dos retratos contemporáneos, el santo aislado y arrodillado en su capilla franciscana, y, por último, el sagrado celestial lugar divino. Y, por consiguiente, tres tiempos además: el antiguo sagrado, el medieval y el moderno. Y el pintor compone los tres tiempos tan separados como unidos en la genial obra. Y esta unión virtual serán aquí los ángeles, el material espiritual que envuelve así los tres tiempos y los tres escenarios. Aunque, realmente, solo interactúan los ángeles con el terrenal secular mundo profano, quienes verdaderamente necesitarán de su influjo sagrado, ya que el santo y la divinidad no lo requieren, lo ofrecen (como el Arte...). La iconografía llevada a cabo por este desconocido pintor sevillano, cuyo padre, Francisco López Caro, estudió en Sevilla con Velázquez en la escuela de Pacheco, dispone de una especial representación con ciertos tintes antropológicos para aquel que lo quiera ver. Asís, por ejemplo, en esa capilla franciscana tan universal y poderosa, como la propia figura de su santo, representa ahora un lugar en el mundo, un centro sagrado especial en el mundo. Y aquí, en la obra barroca de Caro, se consagraba además la celebración del jubileo de la Porciúncula, una indulgencia divina, un perdón especial, un agradecimiento universal motivado por San Francisco en su capilla fundacional aquella noche de julio. Por otro lado, tenemos en la obra la antigüedad representada por la divinidad sagrada, que expresará un inicio, un advenimiento de algo que justificaría la historia o el principio de ésta. Y luego estarán los hombres, los seres humanos a los que irá dirigida, tiempo después, esa historia. Según el filósofo rumano Mircea Eliade, la historia tiene una representación especial en el rito, en lo sagrado, pero también en lo profano, expresada básicamente entre la antigüedad y la modernidad. En resumen, nos viene a decir el filósofo rumano que los eventos sagrados, míticos, ocurridos una vez, después de ocurrir no tendrían ya ningún valor o realidad. Si la esencia de lo sagrado solo se basa entonces en su primera aparición, toda aparición posterior debería ser en realidad la primera aparición. Por lo tanto, la imitación de un evento mítico es, en efecto, el propio evento mítico que está ocurriendo nuevamente. El filósofo rumano nos sigue diciendo que el mito y el ritual (el Arte) son vehículos de un eterno retorno al tiempo de los orígenes.

Un gesto no es real -continúa Eliade- porque repita una acción efectuada en la época inicial, en la mítica, sino porque adquiere un sentido en el ritual que lo entrega así por medio de una función sagrada (artística...). Esto mismo sucede en el escenario geográfico, particularmente en la ubicación de los templos: porque éstos también se relacionan con un lugar sagrado, con un modelo celeste que es anterior a ellos. Toda vida humana no repite entonces un acto primordial, del mismo modo que no todos los lugares poseen un modelo celeste. Y esto no es así por nada, sino porque estarán fuera del cosmos y pertenecerán al caos... En este sentido no tienen existencia real, puesto que el caos precede siempre a la creación. Sin embargo, un lugar se puede volver sagrado cuando se realizan ritos que repiten, simbólicamente, el acto de la creación. Porque ésta, la creación, ocurre siempre en el lugar donde se encuentran lo celeste (la inspiración) con lo terrenal, es decir, en el centro del mundo...  Así, toda creación humana (el Arte) que se relaciona además con una cosmogonía se vuelve por su parte un centro, ya que repite la creación. Con respecto al paso del tiempo un momento significativo es, por ejemplo, la celebración del año nuevo. El filosofo Eliade nos dice que en todas partes del mundo existe una concepción del fin y del comienzo de algo (del tiempo). Es similar a aquel paso del caos al cosmos. O sea, de la creación. Todo aquello que ha ocurrido antes de esta nueva creación se destruye ahora, desaparecerá para siempre (los pecados se anularán, el sentido de algo cambiará). El ser humano, continúa el filósofo, debe regenerarse en el tiempo mítico, o sagrado, y para esto efectuará ritos (Arte). En la medida en que estos ritos repiten una cosmogonía (una estética, una iconografía), cada nuevo rito es una nueva creación en sí. Los ritos (el Arte) permitirán al hombre abolir el tiempo; indican, por tanto, una intención antihistórica. Por consiguiente la historia lineal (no la cíclica), tal como la modernidad nos la habría hecho entender, acabaría por llegar a cuestionar la historia misma:  si es o no es una falacia y una degeneración. Lo sagrado (lo artístico) históricamente habría participado de la concepción de las dos, de la lineal y de la cíclica. Pero, a partir de finales del siglo XVII (después de la composición de esta obra de Caro), el linealismo histórico se afirmaría decididamente, sobre todo a partir del siglo de las luces. Para entonces, para ese momento histórico tan desconsagrado, el sentido de lo creado frente al caos simbólico habría cambiado ya total y definitivamente. 

(Óleo sobre lienzo, San Francisco de Asís en la Porciúncula, con los donantes Antonio Contreras y María Amezquita, 1659, del pintor barroco español Francisco Caro; Museo del Prado, Madrid.)