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25 de agosto de 2024

El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...




 Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real.  De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual...  Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes.    Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos. 

En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro  de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.

El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño.  Como el amor...

(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)

29 de junio de 2024

La luz, la composición, el color, la emoción incipiente...: un Renacimiento español extraordinario.


 



Encerradas entre las brumas de la historia, de los museos, de las tendencias, de las promociones o de la injusta publicidad, existen ciertas obras de Arte que no han podido enaltecer, por haber sido exclusivas, a su propio autor. Tal vez eso haga la publicidad o el reconocimiento: no una genialidad aislada, sino una continuidad reconocida. No se alcanza la genialidad reconocida por una sola obra excelsa sino por varias. Existieron diferentes renacimientos artísticos entre el siglo XIII y el siglo XVI, pero el del siglo XV fue, verdaderamente, el más preciso de denominar así, en mayúsculas: Renacimiento. Fueron tres focos geográficos en Europa los que lo hicieron posible: Italia, Flandes y España. Y fue además un acontecimiento cultural, fundamentalmente pictórico, que descubrió, básicamente, cuatro cosas o elementos estéticos: la luz, la composición (perspectiva también), el color y una incipiente emoción desgarrada. Como toda combinación de cosas precisas, aquella que alcance el equilibrio donde se refleje mejor la especial cualidad de la intensidad de las cosas combinadas, esa será, decididamente, la mejor combinación de todas. Y para poder vislumbrarlo en el Arte de aquel siglo XV, la iconografía de la Piedad puede ayudarnos algo a comprenderlo. La técnica, el estilema o el rasgo estilístico, es una característica personal que ayudará a los historiadores a ubicar, a registrar o a definir una autoría, pero un estilo personal no es, necesariamente, un estilo o una tendencia artística generacional. Gótico Internacional, Hispano flamenco o Primitivo Flamenco son denominaciones para catalogar en los registros o libros de iconografía. Pero, cuando miramos una obra de Arte lo que veremos serán los rasgos generales de una periodicidad temporal mucho más amplia. Para muestra de lo que expreso selecciono tres obras renacentistas de tres pintores del siglo XV, uno flamenco, Rogier van der Weyden, otro italiano, Perugino, y otro español, Fernando Gallego.

Los tres pintores compusieron su Piedad entre 1441 y 1495. Los tres incluyeron en ellas la luz, la composición renacentista, el color y una emoción incipiente. Pero, desde mi punto de vista, solo Fernando Gallego consiguió la combinación más destacada, equilibrada o conseguida de las tres obras maestras. Veamos cada uno de esos elementos combinatorios. La luz: en el caso de Weyden la luz es focalizada, genialmente, en un fondo primoroso, el resto es dominado por la composición tenebrosa; en el caso de Perugino la luz es suave, como su emoción, apropiada para la sutil tenebrosidad de su original composición sublime; pero la luz en Gallego es primorosa, domina toda la composición y transforma por completo cualquier tenebrosidad en esperanza. La composición: en Weyden el primer plano manifiesta genialmente la temática escatológica con varios personajes, su diagonal (que luego Gallego utilizará) es magistral, trazada por el cadáver de Cristo entre los brazos de su madre; en Perugino la composición trasciende el tema de la Piedad para alcanzar otra cosa, la sublimidad del Renacimiento, la originalidad de éste para componer lo que sea; en Gallego la composición es completada por un paisaje renacentista, que incluye una ciudad como muestra de civilización y cultura, por una cruz geométrica descentrada que matizará el escenario grandioso, por una sola pareja de figuras exclusivas, tan solo Cristo y su madre, que realzará así la sensación expresada de lo que es una Piedad verdaderamente (solo las figuras marginales y empequeñecidas de unos donantes anónimos romperán la soledad de los personajes principales de una Piedad tan clásica). El color: en Weyden el color es matizado por dos tonos predominantes, el rojo de san Juan y el azul de la Virgen, el resto es tenebrosidad oscurecida; en Perugino los colores son magistrales, consigue con ellos el pintor italiano la consumación del Renacimiento más extraordinario; en el pintor Fernando Gallego los colores, menos contrastados que en el italiano, alcanzan con su sutilidad a combinar todo el paisaje en una bella esperanza emotiva. La emotividad: en Weyden la emotividad es dolorosamente rasgada por el, aún, tenebroso mensaje desgarrador y escatológico; en Perugino la emotividad la transmiten los colores, los gestos y la originalidad, solamente; en el pintor español Gallego la emotividad es extraordinariamente expresada en su obra, la veremos en la mirada, la viva y la muerta, en el abrazo cándido, sensible y considerado (su mano cubre incluso la herida de Cristo en un alarde transformador de muerte en vida) de una madre confiada hacia un hijo entregado ahora, relajadamente, a un destino trascendente.

Fernando Gallego fue, tal vez, el pintor, de los tres, menos afortunado en bienes o nivel socioeconómico en su propia vida. El Perugino vivió y pintó de la mejor manera que un creador exitoso pudiera desear para hacer lo que quisiera con su Arte y con su vida. Rogier van der Weyden, como pintor de Bruselas, también dispuso de ventajas sociales para poder desarrollar todo su talento artístico. Pero Fernando Gallego nació en Castilla en el año 1440 y tuvo que superar dificultades personales y sociales en aquellos difíciles años, 1460 y 1470, recorrer además muchos lugares para poder pintar, en iglesias y para iglesias, en un ambiente rígido y muy poco innovador. Por ello el mérito de su obra La Piedad es extraordinario. Consiguió unir el llamado gótico final o estilo hispano-flamenco con el sentido más definidor de lo que el Renacimiento acabaría por ser, años después, con figuras como Leonardo da Vinci, Joachim Patinir o incluso Rafael.  Ese fue el mérito especial de Fernando Gallego, un creador sublime español que solo con su obra La Piedad alcanzaría las cuatro cosas que, juntas y en la misma medida y definición, nos permiten ahora entender mejor el Renacimiento como aquella consecución combinada de esos cuatro elementos iconográficos: una composición genial matizada de luz, de color y de una sutil emoción inspirada y sublime. Formas todas ellas que llevarían al Arte a conseguir la mayor grandeza que pudiera alcanzar entre las tribulaciones temporales de una evolución histórica tan destacada. Pero atisbada también, a veces, de unos sublimes versos sueltos artísticos tan desconocidos como definitorios. 

(Óleo sobre tabla de pino, La Piedad, 1470, Fernando Gallego, Museo del Prado, Madrid; Óleo sobre tabla de roble, La Piedad, 1441, Rogier van der Weyden, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Oleo sobre tabla, Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, Perugino, Galería Nacional de Irlanda, Dublín.)

23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


12 de mayo de 2024

La representación de algo más que estético, trascendente, mágico, rupturista, tuvo en el Manierismo español un genio desconocido.

 



En el año 1799 Goya compuso un retrato encargado por el historiador Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829) para su obra Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Se trataba de un dibujo a sanguina, una técnica llamada así por utilizar un lapicero rojo basado en el óxido férrico, lo cual permitiría tonalidades, contrastes o perfilamientos carnales y luminosos muy atractivos. El retratado lo era el pintor sevillano Luis de Vargas (1505-1567), un renacentista romanista situado, históricamente, en uno de los periodos más significativos para el Arte. Definir cuándo empieza exactamente una tendencia pictórica es complejo. El Renacimiento llevaba ya muchos años cuando el pintor sevillano Luis de Vargas vino al mundo. Fueron dos pintores italianos los que determinaron la culminación del Renacimiento: Miguel Ángel y Rafael. Para cuando el joven Luis de Vargas tendría veintiún años el mundo del Arte comenzaría a cambiar, pero, entonces viaja a Roma y descubre así la maravillosa fascinación de ese cambio extraordinario. ¿Qué había sucedido en el Arte por entonces? Una magia, una extraordinaria epifanía artística nunca antes vivida en el mundo occidental. Algo se añadió además, algo se suplementó entonces, algo nuevo producto de la innovación, del sentimiento, de la sublimación de la belleza tan representada desde hacía siglos; también del elogio, de la virtud, de la gloria, del discernimiento, sobre la forma que el Arte podría disponer para poder alcanzar a representar el mundo sin el mundo; sólo, tal vez, con la recreación de éste llevada por la exageración, el desbordamiento, la sorpresa, la ideación, el símbolo, la belleza... En definitiva, como un sortilegio asombroso para poder describir lo que hay más allá del límite físico o racional de las cosas existentes. Fue apasionante aquel momento artístico, y Roma era entonces el centro del mundo que había llevado a cabo el resorte plástico tan innovador para poder conciliar, además, el pasado clásico con el presente artístico más desgarrado e inspirador. De toda su vida a partir de entonces, año 1526, el pintor manierista español sólo residió en Sevilla siete años desde el año 1534 y diecisiete años desde el año 1550, el resto pintaría y viviría en Roma impregnándose del efusivo ambiente de creación tan fascinante de un Renacimiento ya transformado para siempre. Las obras que más han sido reconocidas, incluso conocidas simplemente, fueron las que compuso en su patria natal. En ellas se observan la combinación impactante, propia de su estilo particular, entre un manierismo italiano exultante y un cierto naturalismo sevillano o andaluz que le añade, asimismo, una gran personalidad. 

En el Museo de Arte de Filadelfia se encuentra su obra del año 1560  Los preparativos para la Crucifixión. En esta obra manierista podemos vislumbrar o, mejor dicho, ver claramente, la manera en que el Manierismo alcanzó a evolucionar hasta poder llegar a componer una sinfonía plástica tan sorprendente. Pero, lo era así porque esa forma de pintar, de crear, de componer, permitiría una forma de digresión, de ruptura limitada, con la grandiosidad clásica de lo que fue el Renacimiento. Pero para hacerlo, para componer eso particularmente ajeno a la norma no escrita, no hacía falta romperlo todo sino variar apenas entonces un gesto, unas líneas, una mirada o una emoción traducible a lo estético. En esta obra sagrada sobre los momentos inmediatamente anteriores a la crucifixión de Cristo, el pintor se atreve y configura una escena diferente, sorpresiva, distorsionadora con la conocida narración, con la leyenda sagrada, con la historia o con la representación formal de una situación tan solemne, tan grave o tan consecuente. La figura de Cristo, sentada ahora en la cruz a la espera de ser crucificado, es una alegoría extraordinaria de la serenidad ascética, de una tranquilidad trascendente tan ajena y distante con la propia idea del sacrificio tan violento y sangrante más aniquilador. Todo lo demás, salvo la figura contemporánea a la obra del donante, es ajustado a lo natural de una representación escatológica, mortífera o ajusticiadora del dios cristiano. Por supuesto que las formas estilísticas del Manierismo están ahí, en las medidas inéditas de las figuras ahora disonantes, por ejemplo, frente a la perspectiva clásica más ajustada a lo real o más natural propia del Renacimiento. Es sencillamente genial la composición tan atrevida estéticamente, tanto como su propia tendencia artística, para poder llegar a transmitir entonces algo más que belleza física, plástica, compositiva, colorista o combinatoria de formas, luces, tonos o sombras detallistas. En el Manierismo hay como un alejamiento o desdén de lo representado, pero esto es sólo aparente, ya que lo que desea el pintor manierista es ir más allá, trascender, sin otro recurso que la transgresión estética o plástica más elaborada. 

Lo que distingue al cristianismo de cualquiera otra gran religión conocida es que su profeta, su dios, su representante sagrado, muere sacrificado de manera brutal, vil, cruel y sanguinaria. Esto la hace especial, y a su figura representativa, Cristo, la configura además como un ser asesinado vilmente sobre la consecución de un designio sacrificatorio por el bien salvífico de los seres humanos. Y esto a su vez determinará toda la teología, la tradición, las formas de culto y la propia antropología de esta religión. Si Jesús, un ser extraordinario atribuido de una gran bondad, de una serena virtud y de una sabiduría ejemplar, incluso más allá de lo humano, no hubiese muerto tan sacrificado vilmente, ¿hubiese sido artífice también de una religión donde la sangre fuese sustituida por la filosofía compasiva o la crueldad por la salvación discursiva y no por la muerte sacrificada...? Hoy incluso se mantiene la tradición con la estética barroca de la cruel muerte y sacrificio con la sagrada y elogiosa escenificación de la Semana Santa. Pero, siglos atrás la devoción cristiana al sacrificio llevaba a algunos seres humanos a imitar las fuertes maneras tan dolorosas y sangrientas de agresión al cuerpo humano. El propio pintor Luis de Vargas mantuvo la costumbre de la humillación dolorosa de la flagelación antes de llevar a cabo sus arrebatados cuadros sagrados. Es cierto que la representación teológica del sacrificio de Jesús tiene una contrapartida de salvación, de vida, de resurrección, de esperanza, pero, no es menos cierto que ese esfuerzo de vanagloriar el dolor, el desgarro, la pasión o la humillación más sangrienta, llevaría a los humanos creyentes a desarrollar una forma de elogio al sacrificio, a la herida o a la fascinación por el padecimiento físico más espantoso. Recuerdo hace años el interés que causó la película de Mel Gibson La Pasión. Quise verla y no pude soportar, por más que me obligase, las terribles escenas de agresión física tan verosímiles y despiadadas, sin limitación estética alguna, donde un ser humano, aunque sea parte de un Dios, sufre en silencio con las peores flagelaciones hirientes que puedan imaginarse. Nunca volví a poder ver esas escenas tan terribles; tan gratuitas, por otra parte.

¿Lleva la violencia a la violencia, aunque aquélla sea justificada por la determinación salvífica de un objetivo grandioso?  En su obra Eminencia gris, el escritor Aldous Huxley nos cuenta: En su retiro de Avignon, el anciano guerrero (Louis de Crillon, apodado El Valiente) estaba oyendo un día el sermón. El tema era la pasión de Cristo; el predicador estaba lleno de fuego y de elocuencia. De pronto, en medio de una patética descripción de la crucifixión, el anciano se levantó de un salto, desenvainó la espada que había usado tan heroicamente contra los hugonotes y, blandiéndola por encima de la cabeza, con el decidido y noble ademán del que corre en defensa de la inocencia perseguida, gritó su llamada de guerra... Más adelante sigue diciendo el escritor británico: La idea del sufrimiento vicario está asociada con la historia de la pasión, y en los espíritus cristianos ha producido efectos no menos ambivalentes. La gratitud por Dios que entró en la humanidad y que sufrió para que los hombres pudieran salvarse trae consigo la tesis de que el sufrimiento es bueno en sí y que, debido a que el autosacrificio voluntario es meritorio y ennoblecedor, debe haber también algo espléndido en el autosacrificio involuntario impuesto desde afuera... Continúa más adelante Huxley: Dios tomó sobre sí los pecados de la humanidad y murió para que los hombres pudieran salvarse. Por lo tanto, podemos hacer la guerra, explotar al pobre o esclavizar, y todo ello sin el menor escrúpulo de conciencia, pues nuestras víctimas están ilustrando el gran principio del sufrimiento vicario (el sufrimiento de otro asumido por otro) y, lejos de perjudicarlas, estamos haciéndoles un verdadero favor al hacerles posible "sufrir y morir" para que otros (que por una feliz coincidencia somos nosotros) puedan vivir, ser felices y estar bien.

(Óleo Los preparativos para la Crucifixión, 1560, del pintor manierista Luis de Vargas, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU.; Dibujo a la sangrina, Retrato de Luis de Vargas, 1799, Goya, Fundación Goya, Aragón.)

17 de septiembre de 2021

La grandeza artística de Tiziano estuvo en la totalidad de su Arte, en la Belleza, pero, también, en la manera de narrarla.

Hubo un pintor veneciano que sorprendería una vez a Tiziano en la primera mitad del siglo XVI. Pintaba de un modo distinto a como antes, sus trazos eran muy diferentes a lo que antes se había hecho en pintura: los colores eran más brillantes, la luz muy diferente y el movimiento innovador. Andrea Meldolla, también conocido como Schiavone (1510-1563), crearía en la historia del Arte algunos lienzos manieristas fascinantes. Sin embargo, no triunfaría en el Olimpo de los Pintores, pasaría sin pena ni gloria por la historia decorando palacios imperiales o castillos vetustos sin muchos visitantes. ¿Es injusta la historia...? No, la historia no; lo es, si acaso, el Arte. Pero el que lo sea el Arte no significa nada, ya que el Arte no admite valoraciones éticas ni morales, solo es Arte. Lo que sucede es que el Arte necesitará escudriñarse, pararse uno a ver, a mirar y a descubrirlo. No es tanto los creadores como la creación lo importante. Aun así, existió un milagro artístico consagrado por todos en su época y en la historia: Tiziano. Si hay que elegir un genio de la pintura, de la pintura nada más, lo cual excluye a grandes como Miguel Ángel o Leonardo, que se dedicaron a más cosas, hay que hablar del veneciano manierista Tiziano. El Manierismo aquí nos ayuda a ser justos, porque clasifica o selecciona el Arte y deja a otros genios sin valorar ahora, consagrados así en otras tendencias. En el Renacimiento, que finaliza cuando Tiziano empieza a pintar de un modo distinto a como antes, brillaría el genio pictórico de Rafael Sanzio. Este pintor italiano alcanzaría la culminación de la belleza renacentista más elaborada: la medida correcta, el gesto perfecto, la composición sublime, la luz adecuada. No hay distracción, ni sagrada ni artística, en Rafael. Sublime del todo. No sería superado en su Arte por nada ni nadie. Pero la historia continuaría su senda injusta, llena luego de sorpresas y deseos emancipadores de algunos nuevos espíritus que necesitarán también brillar y sostenerse. Con Tiziano la pintura alcanzaría a ser un Arte completo. Luego de él todo son imitaciones divergentes o innovaciones artificiosas sobre su manera de componer tan fascinante. Realmente, él fue el modelo artístico sublime en el que se inspirarían todos los creadores posteriores. No se trataba en Tiziano sólo de componer una figura perfecta, con el color perfecto y la luz precisa, no; se trataba de describir una escena artística, de narrarla con belleza, pero, también, con soltura innovadora, con sorpresa, con un cierto desequilibrio efectista muy estético y grandioso.

La figura iconográfica de la Madonna había sido un motivo artístico creado a lo largo de toda la historia del Arte. No es sólo algo sagrado, es además la representación de la vida en su ejemplo más significativo o revelador del inicio y continuación de la misma. En la figura de esa representación sagrada hay un vínculo, una relación, del creador, en este caso creadora -la madre de Jesús-, y de lo creado...  ¿Tendría que ver esa metáfora vinculadora creativa con la querencia artística de los pintores por representarla compulsivamente? En esta muestra de obras de Madonnas he incluido desde el Renacimiento de Rafael hasta el Modernismo de Picasso. Cinco autores que han compuesto la imagen sagrada de la madre y el hijo de Dios en el Arte. Esta vinculación entre el creador y lo creado se ha hecho con el paso de los años más acentuada en el Arte. Si nos fijamos bien observaremos como lo creado, el niño Jesús, es desde los inicios de la historia del Arte una representación que se expresa interactuando con otros seres humanos: o con otro niño (el pequeño san Juan) o con otra mujer (santa Catalina en ocasiones). El creador, la creadora, se muestra satisfecha, metafóricamente, en su sentido participador de vida, de belleza y de Arte con el mundo. No se posesiona de lo creado, no hace suyo en exclusiva el sentido creador de lo que su existencia artística haya podido componer con algo nuevo en el mundo. Hay como una especie de magnanimidad, de conmiseración, de agradecimiento incluso, al mundo. Un mundo que, por otra parte, está ahí en la obra completa representado de alguna manera claramente. En el Modernismo de Picasso eso se diluye, se transforma ahora entre las formas innovadoras de una revolución absoluta en la manera en que se representa lo creado y el creador. Ya no hay intermediarios, ya no existe un mundo que importe: ahora lo creado está posesionado totalmente por el creador. Éste expresa su voluntad absoluta de ser reivindicado unido a su creación, sin fisuras, sin interpretaciones, sin necesidad de satisfacer otra cosa que su propio sentido artístico reivindicado.

Cuando Tiziano alcanzó su vejez creativa, llegaría casi a los noventa años, empezaría a pintar de una forma diferente, muy desgarradora. Ya no se preocuparía tanto de la Belleza, ese concepto que él había logrado llevar a la más alta cota de sublimación, representación, expresión y sentido artístico. No, ahora, al finalizar su larga, decepcionante y brillante vida, el pintor veneciano más grande de la historia empezaría a mostrar un rasgo de innovación expresionista que el Manierismo le permitiría en un momento, finales del siglo XVI, tiempo en el que el Arte entraría en cuestión dado cierto decadentismo artístico, algo propio de las tendencias artísticas, que alcanzarán su culminación y no conseguirán ir más allá sin perder algún sentido o alguna dignidad... Para entonces el Arte no querría saber ya nada de narración, ni de composición desequilibrada ni de gestos. El momento, el paso del siglo XVI al XVII, fue revulsivo y crearía una vuelta a la Belleza per se, sin saber los creadores por entonces que la expresión artística no puede eliminar el componente de lo creado del hecho de que el Arte es una forma de vinculación con el mundo, sea la que sea, para poder transmitir algo más que belleza estética. Hay tres participantes en el hecho artístico: el creador, lo creado y el observador. En el inicio de la historia del Arte, siglos XIII y XIV, el observador importaba poco. Con el Renacimiento empezó a importar, se embelleció todo aditamento compositivo y se esforzaron los creadores por fascinar con sus creaciones a los observadores del Arte. Con Tiziano se alcanzaría la máxima relación artística entre lo creado y el mundo. Luego, esa narración iniciada exitosamente por Tiziano llevaría en el Barroco a su expresión más popular, más terrenal o más naturalista. Tiempo después, cuando el Romanticismo y el Academicismo del siglo XIX quisieron encontrar su sentido artístico, el creador se fue acercando, tímidamente aún, a lo creado de un modo más definitivo. El salto final lo llevaría a cabo la Modernidad de principios del siglo XX. Para entonces el creador necesitaba identificarse con lo creado, hacerlo suyo y desposeer así al mundo de su creación. En su obra del período azul Madre e Hijo, el creador español Picasso rompe por completo con la composición anterior donde lo creado interactuaba con el mundo. Ahora no, ahora la figura creadora, la madre, está unida palpablemente con la figura de su creación y el mundo no aparece por ningún lado. Así cambiaría una cosmovisión del mundo y del Arte, una que aún sigue y que ha llevado, inconscientemente y sin querer, a que un cierto egoísmo artístico, también social y antropológico, se haya posesionado de lo creado y no desee ya participar a éste ni con el mundo ni con los demás ni con la vida. Ejemplo claro, posiblemente, de una sociedad estéticamente insolidaria, ensimismada y limitante con lo humano...

(Óleo La Madonna de Aldobrandini, 1531, del pintor Tiziano, National Gallery, Londres; Pintura del Manierismo, Sagrada Familia con Catalina y San Juan, 1552, del pintor veneciano Andrea Schiavone, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del Renacimiento La Madonna de Aldobrandini, 1510, del pintor Rafael Sanzio, National Gallery, Londres; Cuadro academicista Amor fraternal, 1851, del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Colección Privada; Obra de Arte Modernista de Picasso, Período Azul, Madre e Hijo, 1901, Museo de Arte de Harvard, EE.UU.)

5 de junio de 2021

La gloria, el triunfo y la eternidad más reconocida frente a la historia, la creatividad primera o el sentido más injusto del mundo.



El siglo XVIII, un siglo racionalista y de triunfo intelectual, de pensamiento profundo, conciliador y trascendente, había sido, curiosamente, impregnado por una de las corrientes artísticas más frívolas, mundanas, refinadas o hedonistas de toda la historia, el Rococó.  Fue este un Arte al servicio del lujo, la frivolidad y la fiesta de la aristocracia y de la alta burguesía; al contrario de lo que sería el Arte barroco, que se dirigió más a la monarquía absoluta pero ilustrada. El estilo del Rococó estuvo caracterizado más por las fiestas y las novelas ligeras europeas, libres de preocupaciones, que por las gestas heroicas o los grandes relatos, mitológicos o religiosos, del periodo barroco anterior. El artista británico William Hogarth (1697-1764), grabador, ilustrador y pintor, definiría una teoría de la Belleza para esta tendencia del Arte. En su obra Análisis de la Belleza (1753) escribiría que la curva en S, presente casi siempre en el estilo Rococó, era el reconocimiento de la belleza y de la gracia presente en el Arte y en la Naturaleza. Pero a partir de la década de 1760 algunos pensadores, como el incisivo Voltaire, criticaron el Rococó despiadadamente, llevando su crítica hasta calificar ese estilo denostado con la más tajante superficialidad y decadencia en el Arte. En la década del año 1780 el Rococó en Francia dejaría de estar de moda para siempre, sobre todo gracias al triunfo del gran pintor francés Jacques-Louis David. Pero, poco antes de eso un pintor del sur de Francia, Jean-Francois Pierre Peyron (1744-1814), retrataría a Séneca en su lecho histórico de muerte de una forma nunca antes vista en la historia. 

En el año 1773 ganaría el muy prestigioso Premio de Roma con su pintura La muerte de Séneca (obra desaparecida hoy), donde competía por entonces con el gran pintor David. Un año después, sería elegido Peyron para decorar un hotel parisiense con un estilo declaradamente clásico, tan propio de aquella fervorosa pasión del maestro Poussin por la tradición grecorromana en el Arte, dejando Peyron el Rococó a un lado y llevando así la composición neoclásica a la mayor gloria del Arte. Ese premio le llevaría a pintar en Roma, a aprender de los grandes pintores italianos y a compendiar, además, todos los principios más clásicos del pintor del Barroco clasicista francés Nicolas Poussin. Pero cuando Peyron regresa a París y pinta ahora su nueva obra La muerte de Sócrates en el año 1787, descubriría, asombrado, que aquel pintor que él había desbancado solo catorce años antes, había conseguido ya alcanzar la más grande conquista que el Arte reservará solo a sus instrumentos más exitosos. David había ascendido y obtenido los laureles más admirativos de la Francia de entonces, eclipsando y marginando no sólo la obra sino la carrera artística para siempre de Peyron, relegando el nombre de este pintor y de su innovador clasicismo a un papel muy inferior en la historia del Arte, una de las historias más injustas y desconsideradas de todas las historias del mundo. Fueron las exhibiciones del Salón de París de los años 1785 y 1787 las que certificarían para siempre la defenestración de Peyron y el encumbramiento de David. Al fallecimiento del pintor Peyron, once años antes de la muerte de David, el mayor y más insigne pintor de Francia entonces pagaría, incluso, un homenaje al olvidado Peyron en su funeral, dejando claro así, en su alusión elegíaca, esta clarificadora frase: Y, sin embargo, fue él el que una vez abrió mis ojos...

Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 a.C. - 160 a.C.) fue un general y político romano perteneciente a una de las familias más aristocráticas, ricas e influyentes de Roma. Dos veces Cónsul, lucharía contra Macedonia, el gran reino griego originado por Alejandro Magno, en su segundo consulado, cuando Roma acabaría sojuzgando el último poder de lo que fuera la antigua y grandiosa Grecia. En Roma mantuvo una alianza estratégica y beneficiosa con los Cornelio Escipiones, famosos generales de Roma. En el año 191 a.C. fue procónsul en Hispania, dominando una sublevación de los belicosos turdetanos, aunque, un año después, fuera derrotado por los lusitanos perdiendo hasta seis mil hombres en una batalla. Aun así, se recuperaría venciendo al fiero enemigo hispano y dejando la Hispania Ulterior (el sur y oeste de España) pacificada por algún tiempo. Una de las inscripciones halladas en España de esa época romana describe un decreto de Lucio Emilio Paulo, uno en el que concedería la libertad a unos habitantes de Asta Regia, actual Jerez de la Frontera, que hasta entonces habían sido esclavos. En el año 169 a.C. libraba Roma la tercera guerra macedónica contra el rey Perseo, pero no se acababa de conseguir aún el triunfo definitivo por entonces. Hacía falta un general decidido y algunos nobles romanos le pidieron a Lucio Emilio Paulo que se presentase. Él se negó porque tenía ya sesenta años y no deseaba volver a guerrear tan lejos de su patria. Finalmente, aclamado, acabaría aceptando el cargo para luchar contra el rey macedónico Perseo. Un año después, en la primavera del año 168 a.C., Lucio Emilio Paulo derrotaría el ejército griego del rey Perseo. Este rey se rendiría y sería llevado ante el general romano Lucio, siendo tratado con una amabilidad y cortesía proverbiales. Luego saquearía Emilio Paulo el reino de Epiro, sospechoso de cooperar con Macedonia, enviando a Roma los tesoros tanto de este reino como los propios de Macedonia. Sin embargo, no regresaría a Roma aún, se quedaría en Macedonia como procónsul romano, tiempo que aprovecharía para visitar toda Grecia, reparar algunas injusticias y hacer varias donaciones incluso.

Regresaría definitivamente a Roma en el año 167 a.C., donde sería recibido con honores y aclamado por el pueblo romano. Lucio Emilio se casaría en dos ocasiones. De su primera esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En la antigua Roma las adopciones eran una forma jurídica familiar muy habitual en las clases nobles. Los hijos, aún pequeños, eran entregados a otra familia noble de la que pasaban a ser hijos legítimos para siempre, olvidándose así el vínculo familiar anterior. Fue el caso de los dos hijos varones de Lucio Emilio, el mayor fue adoptado por un hijo de Quinto Fabio Máximo, y el segundo hijo sería adoptado por un hijo del famoso general romano Escipión el Africano, y que llevaría el famoso nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Numancia y el general romano que arrasaría Cartago para siempre. Se divorciaría de su primera mujer Paulo, casándose luego con otra romana con la que tuvo dos hijos y una hija. Estos dos hijos varones murieron, sin embargo, en el año 167 a.C., uno con nueve años cinco días antes del magnífico triunfo que recibió su padre en Roma por sus éxitos en Macedonia, y el otro hijo de catorce años moriría tres días después de ese triunfo. Esta eventualidad suponía en Roma la extinción legal de la familia de Lucio Emilio Paulo. Moriría él mismo en el año 160 a.C. después de una larga enfermedad. Su fortuna era por entonces ya tan reducida (la de aquel gran conquistador de Macedonia) que apenas daría para pagar lo que quedaría de la dote de su segunda mujer.   En el año 1802 el pintor Peyron, derrotado artísticamente por el pintor David, pintaría entonces un cuadro en homenaje al cónsul romano Lucio Emilio Paulo. Fue todo un reconocimiento, mimético y empático, al que, como él, no sería cortejado por el tan azaroso, desconsiderado e injusto de los destinos históricos más misteriosos del mundo. 

(Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jean-Francois Pierre Peyron, Galería Nacional de Dinamarca; Óleo Emilio Paulus y el último rey de Macedonia, 1802, Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de Budapest; Óleo clásico El paria Belisario recibiendo hospitalidad de un campesino, 1779, del pintor Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia.)

21 de mayo de 2021

El Arte es una amalgama estética extraordinaria para acercar la verdad de la historia.


 

Cuando hace veinticinco años viajase por primera vez a México nunca pude imaginar entonces que otro sevillano, cinco siglos antes, había embarcado con rumbo a Nueva España para componer obras de Arte que yo luego, animado por mi pasión al Arte y la historia, comunicaría en un homenaje a este artista hispano de finales del siglo XVI y olvidado injustamente en la historia. Andrés de la Concha había nacido en Sevilla en el año 1540 y contratado tiempo después, en el año 1567, por el hacendado novohispano Gonzalo de las Casas para trasladarse a Santo Domingo de Yanhuitlán, población situada en el estado mexicano de Oaxaca,  para pintar algunas obras del nuevo Arte manierista. Allí, muchos años antes de nacer Andrés, los dominicos habían llegado desde España para evangelizar, enseñar, construir y patrocinar obras de Arte con la cultura europea más avanzada de entonces. Construyeron un templo-convento renacentista en Santo Domingo de Yanhuitlán, edificio que iniciaron en el año 1527, sólo seis años después de que Cortés alcanzara a conquistar la Gran Tenochtitlan, la enorme metrópolis capital del imperio azteca. El templo-convento dominico lo consiguen terminar, sin embargo, en el año 1580, cinco años después de que Andrés de la Concha finalizara los cuadros, retablos y maravillosas obras de Arte manierista por los que fue contratado. El pintor sevillano acabaría además falleciendo en el año 1612 en Nueva España, muy lejos de su ciudad natal. Su extraordinaria obra de Arte El Juicio Final, un óleo sobre tabla para el retablo principal del templo dominico, es una de esas obras maestras que, desgraciadamente, han pasado desapercibidas, desconocidas y marginadas tanto por la crítica, las guías artísticas o las reseñas publicitarias del Arte. Andrés de la Concha fue un pintor del Manierismo tardío sevillano, de gusto y estilo italiano pero de una maravillosa raigambre española, con una gran capacidad para el color y la composición artística. Los pintores sevillanos de la segunda mitad del siglo XVI recibieron influencia de los grandes maestros del Renacimiento italiano. En su obra El Juicio Final consigue el pintor expresar, con sensibilidad extraordinaria, la representación original de las almas de unos condenados al infierno junto a la mítica barca de Caronte; todo un reflejo artístico sublime de, por ejemplo, su admirado Miguel Ángel, que creó la misma representación estética en la famosa capilla Sixtina. Es de apreciar el hecho histórico, único en el mundo de los descubrimientos y la colonización europea, de que este Arte fuese realizado, en tierras tan lejanas y apenas descubiertas, por unos sensibles creadores sin prejuicios, sin sensaciones encontradas por tratarse de un mundo hostil aún por desarrollar, o, también, con unos intereses que no fuesen otros que crear un maravilloso Arte allá donde el mundo y la historia se los permitieran transmitir.

Miguel Mateo Maldonado y Cabrera nació en Antequera de Oaxaca en el año 1695 de padres desconocidos, siendo apadrinado por dos nativos mexicanos de origen mulato. Comenzó muy tarde a pintar, dedicándose sobre todo a la pintura religiosa, concretamente a la vida de la Virgen María, siendo un fervoroso aficionado a la representación de la Virgen de Guadalupe, a la que pintaría en varias ocasiones. En el año 1753 funda la primera Academia de Pintura de México. Se caracterizó como pintor más por la enorme cantidad de obras que compusiera que por la calidad de las mismas, algo que fue ocasionado, tal vez, por el hecho de no haber podido dedicar tiempo y esmero suficiente a su terminación. Escribiría un tratado de Arte, Maravilla americana y conjunto de raras maravillas, donde expuso su parecer sobre el reconocido y antiguo lienzo de la Virgen de Guadalupe, indicando las características del material artístico utilizado así como la técnica de la admirada obra sagrada. Al comenzar el culto a la virgen guadalupana se compusieron varios textos sobre su obra tanto en España como en México. En ellos se trataba de explicar la iconografía de la pintura así como su incierto origen. Uno de los historiadores novohispanos de mediados el siglo XVIII que se dedicaría al tema del origen y rasgos de la imagen guadalupana lo fue Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Nacido en Puebla, México, en el año 1718, fue un importante filósofo, escritor e historiador, descendiente de una antigua familia aristocrática española. Luego de terminar sus estudios de Derecho en México en el año 1737, se traslada a España y recorrería casi toda Europa y Palestina. Se le nombra Caballero de la Orden de Santiago. Más tarde, en el año 1747, se crea en Madrid una Academia que se denominaría "de los Curiosos". Fernández de Echevarría pronunció el discurso de apertura y pertenecería a dicha Academia hasta el año 1749. Fue gran viajero, visitando Marruecos y residiendo algún tiempo en la isla de Malta bajo la dirección del gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Al regresar a México se casa en Puebla con Josefa de Aróstegui Sánchez de la Peña, la cual es retratada en una obra de Arte que nos ha llegado deteriorada por los años y la desidia artística.

La labor cultural y la impronta de civilización que España llevó a cabo en América es incomparable con cualquier otra labor colonizadora europea parecida en toda la historia de la Humanidad. Cuando algunos políticos oportunistas y malintencionados critican la labor que la Corona española desarrolló en América, la única contestación posible que se puede hacer a esos personajes es la siguiente: alcancen a conocer la historia, la cultura y el Arte que entre los años 1500 y 1800 llevó a cabo España en una parte del mundo que nadie, ni antes ni después, fue capaz de igualar con tal grado de exquisitez, sensibilidad, belleza y sentido artístico. 

(Retrato de Josefa de Aróstegui, esposa de Mariano Fernández de Echeverría, siglo XVIII, autor desconocido, colección Privada; Óleo Inmaculada, 1751, del pintor Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Lienzo La Virgen de Guadalupe, 1763, Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Fotografía del Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México; Imagen escultórica Virgen de la Copacabana, 1617, del artista del virreinato del Perú Sebastián Acostopa Inca, Convento Madre de Dios, Sevilla, España; Fotografía del sepulcro de Juana de Zúñiga, esposa de Hernán Cortés, Convento Madre de Dios, Sevilla; Óleo sobre tabla El Juicio Final, 1575, del pintor Andrés de la Concha, Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México.)

28 de diciembre de 2020

La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida? Pues la del momento fugaz añadido a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes habían sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra la parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante excepto esa forma luminosa que ahora vibraba insigne en un lienzo impresionista. Era ahora lo importante el medio transmisor, no el emisor ni el receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que antes no se paraba nadie a mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más radical que se pudiera crear en aquellos años del siglo XIX. Con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que antes los creadores habían mostrado la pasión estética más arrebatadora: el mayor éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente o sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la estética más exitosa que un incipiente Arte moderno pudiera hacer por entonces. El Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría por entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera siquiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar con múltiples variaciones de su propio estilo. 

Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética.  A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica. 

Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)


19 de diciembre de 2020

La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.


El Arte es una forma sutil de abstracción. ¿Pero, qué es la abstracción exactamente en el Arte? Es una manera de expresar las formas representadas para que éstas formen parte de una idea estética más amplia. Sin formas definidas naturales el Arte pierde consistencia mimética y real, lo que sucede con el estilo moderno denominado Abstracción. Pero, sin abstracción el Arte pierde el sentido universal de ser una expresión artística que simbolice, argumente y fortalezca la relación estética entre una representación física y su mensaje metafórico. Porque el Arte para ser artísticamente veraz debe sublimar su sentido iconográfico en modelos estéticos diferentes (escenas inconexas o desligadas) dentro de una única y misma representación artística. Es la manera en que el Arte compendia en un solo plano una narración heterogénea o aparentemente inconexa que una alegoría cualquiera, por ejemplo, pueda representar. Cuando el pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau nos regala las maravillosas instantáneas de historia que pinta con belleza, emoción y ternura, alcanzará a reflejar una forma de expresión grandiosa que, sin embargo, no conseguirá plasmar la profunda, misteriosa, trascendente o prodigiosa manera clásica alegórica de expresar el Arte. Para cuando los pintores barrocos quisieron rozar el firmamento de la creación artística más sublime, entendieron que el Arte debía cumplir con dos requisitos ineludibles: la composición más perfecta y la narrativa metafórica o simbólica más inapelable. Sin ambas cosas el Arte se pierde por otros modelos de expresión, respetables, elogiosos, admirables, pero sin la necesaria forma representativa alegórica que hará al Arte de la Pintura la forma de creatividad más conseguida que existe o haya existido. Porque la escultura o la arquitectura, por ejemplo, consiguen expresar cosas, muchas cosas a veces, pero, sin embargo, no conseguirán nunca llegar a compendiar en tan poco espacio físico, como lo hace la Pintura, la mayor grandiosidad expresiva y comunicativa que se pueda llegar a componer con belleza.

El Arte Barroco sería el que comenzaría verdaderamente a combinar los dos requisitos artísticos que harían del Arte pictórico una de las más maravillosas expresiones culturales del mundo. Y esos requisitos son la forma clásica, entendida ésta como la grecorromana, y el mensaje metafórico más sublime. Antes del Barroco, en el Renacimiento, se acentuaría más la forma que el contenido. Pero fue en el Barroco cuando el mensaje sublime sería alzado a niveles nunca antes conseguido con tanta brillantez, belleza y narrativa plástica. Los siglos y las escuelas artísticas pasarían primando una cosa más que otra. Hasta que llegara el último estilo que, auténticamente, se mantendría fiel a ese sagrado binomio estético. El Romanticismo fue el último estadio artístico que consiguiera reflejar el mundo con esos dos aspectos grandiosos del Arte. Con él el Arte alcanzaría los últimos momentos de belleza y mensaje que fueran todavía admirados por un mundo deseoso entonces de ver algo que le sobrecogiera, sorprendiera o emocionara ante una expresión tan abstracta a veces. Después del Romanticismo se siguió con el Realismo, luego el Impresionismo, etc..., pero el mundo no volvería ya a sentir lo mismo, imposible de conciliar la forma plástica con el sentido metafórico sublime de lo expresado. Cuando el pintor Delacroix fuera solicitado por el rey francés Luis Felipe para pintar un grandioso cuadro de historia, el romántico artista no dudaría en que su Arte debía ensalzar la forma clásica con los rasgos alegóricos más ilusorios que pudiera componer. La pintura de Delacroix sería presentada en el exigente Salón de París del año 1841, recibiendo muestras tanto de admiración como de críticas insensibles. Aducían algunos críticos que la obra tenía una extraña composición que la llenaba de confusión, de aburridos colores terrosos y de falta de perfiles definidos. Tan sólo el poeta Baudelaire la defendería escribiendo: posee una brava abstracción...

Dos siglos antes el barroco Charles Le Brun (1619-1690) había compuesto su obra Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia. Con esta pintura el pintor francés dejaría claro el sentido estético que el Arte universal debía tener para serlo. ¿Cómo podía un conquistador entrar triunfalmente y ser alabado a la vez por los mismos habitantes de la ciudad que acababa de tomar? El mensaje histórico fue que Babilonia y sus ciudadanos quedaron encantados de haber sido conquistados por el rey macedonio. Y así el humo reflejado en la obra no es el de los incendios ocasionados por el ejército griego, sino el producido por las llamas de los fuegos elogiosos en homenaje al conquistador. Apenas lo miran, sin embargo, cuando el gran Alejandro desfila orgulloso por las calles adornadas de Babilonia. El pintor barroco había sido contratado por el rey de Francia Luis XIV, y así el pintor entonces compuso al conquistador griego como al grandioso rey francés, divinizado por sus alardes también poderosos. El encuadre es conforme al sentido nada realista o poco realista de la pintura barroca; el contenido artístico es, del mismo modo, conforme a la metáfora simbólica y abstracta de su sentido único: expresar lo irreal desde presupuestos admirablemente formales. Eugene Delacroix, el mejor pintor que llevase el sentido metafórico a una obra romántica, decidió en su obra, a diferencia de Charles Le Brun, plasmar la clemencia que los habitantes de Constantinopla pidiesen entonces, abrumados, a sus crueles conquistadores venecianos. Estos no eran ni un pueblo ni una raza diferente a los conquistados bizantinos, como sí lo fueron los griegos de sus conquistados babilonios. Eran todos cristianos y europeos, los conquistados y los conquistadores, unos de oriente y otros de occidente. Sin embargo, los cruzados no tuvieron ni la piedad ni la clemencia que los griegos de Alejandro Magno mostraron con los babilonios. La obra de Delacroix muestra la terrible violencia y crueldad que unos oportunistas venecianos tuvieron entonces.  El pintor romántico expresaría con una sensibilidad estética extraordinaria la simbólica compasión que tuviese ahora con su mirada alegórica el caballo, esa misma que, sin embargo, su propio caballero no hubiese sido capaz de tener antes.

(Óleo romántico del pintor Eugène Delacroix, Entrada de los cruzados en Constantinopla, 1840, Museo del Louvre; Lienzo barroco Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, 1665, del pintor francés Charles Le Brun, Museo del Louvre; Cuadro abstracto del pintor ruso Vasili Kandinsky, Composición VII, 1913, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo realista del pintor español Augusto Ferrer-Dalmau, Por España y por el rey, Bernardo de Gálvez en la batalla de Pensacola, 2015, Colección Privada.)

6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco español. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)