22 de junio de 2018

Cuando la idealización nos confunde, nos aleja o distorsiona la idea, sin embargo, de la propia realidad.




La hermandad prerrafaelita no fue una tendencia artística propiamente, sino una asociación de creadores que buscaron enfrentarse a la pujante definición académica de lo que por entonces -mediados del siglo XIX- debía ser considerado Arte. Para entenderlo mejor se debe situar esa forma de pintar -como reacción- en el contexto de una sociedad brutalmente industrializada que financiaba y justificaba un tipo de Arte clásico encumbrador de belleza. Porque esa sociedad sofisticada que mantenía y soportaba el clasicismo académico -lo contrario del Prerrafaelismo- combinaba autocomplacencia con falsa belleza ilusoria. Los creadores prerrafaelitas dejaron claro con sus principios estéticos lo que entendían debía ser considerado Arte. Primero, debía expresar ideas auténticas y sinceras, algo que la sociedad había dejado de hacer desde hacía siglos. Segundo, debía fijarse en la naturaleza para componer un escenario natural libre de artificios banales. Tercero, debía buscar las ideas estéticas en las formas del periodo anterior al siglo XVI, cuando el Arte era puro, sin matices de sofisticación artificiosa. Por último, debía buscar la perfección en la creación, pero entendida no desde un punto de vista formal sino conceptual. Es decir, buscaban la perfección en la idealización estética, no en el entramado plástico -ya determinado en el clasicismo-, con el que solo se alcanzaba una meta estética elaborada y sofisticada.

Era evidente que existía por algunos críticos, poetas o artistas un rechazo a la sociedad industrial, que  transformaba la vida, las emociones, la estética y los valores de los humanos, atribulados por una sensación de absorción asfixiante de una estética (paisajes urbanos carentes de belleza junto a una idealización clásica de Arte encorsetado) que sobrepasaba las ideas entusiastas de unos espíritus artísticos que veían en el pasado la mejor alternativa a un mundo insensible e industrialmente vertiginoso. Y entonces una idealización sustituyó a otra...  Se admiraba la Edad Media como modelo de sociedad más sincera, ferviente de principios estéticos, sociales, éticos y económicos elogiosos. El pensador escocés Thomas Carlyle influiría en la idea prerrafaelita. Para este crítico las riquezas materiales son una falsedad porque conducen a una crisis personal de la que solo puede salvar un idealismo espiritual. Así que los prerrafaelitas y sus adeptos llevaron su estética a una idea de rechazo y de amor, es decir, rechazo a una sociedad y amor a una idea.

Cuando en octubre del año 1857 uno de los creadores más insignes de esa hermandad artística, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), viese en un teatro de Oxford a la joven Jane Burden (1839-1914), comprendería que su etérea imagen femenina era parte de aquella idealización estética con la que habían perseguido hallar una belleza elusiva, efusiva y distante. De ese modo se convertiría Jane Burden, una joven de muy bajo extracto social, en la deseada modelo de una nueva forma de componer belleza. Rossetti la pintaría como paradigma de su estética prerrafaelita, pero también otro anhelado creador adepto la pintaría, aunque ahora además con una amorosa admiración personal irresistible. Lo hizo también en un sentido de justificar su estética con una apasionada forma de sugerir una perfección social en la idealización exagerada de una forma de vida diferente. William Morris (1834-1896) era un artista al modo de aquellos renacentistas anteriores a Rafael (lo que es el prerrafaelismo) como, salvando las distancias, el genial Leonardo da Vinci lo fuera. Arquitecto, poeta, escritor, pintor, diseñador y activista social, Morris anhelaba un mundo que nada tenía que ver con el que vivía. Cuando pinta a Jane Burden en su obra La Bella Isolda descubre en ella la belleza idealizada que su idea estética de perfección habría provocado en su pensamiento socialmente progresista. Se comprometen ambos y acabarán viviendo una relación desentonada y desequilibrada tanto en emociones como en pasiones. Ella vió en él la posibilidad de un progreso que su vida necesitaba y él en ella aquella idealización que tanto anhelase y buscase en el mundo. 

En el año 1890 William Morris escribiría una novela utópica, Noticias de ninguna parte o una era de reposo.  En esos años finiseculares del siglo industrial más vertiginoso, Morris deseaba expresar una ensoñación utópica y vital para una humanidad por entonces despiadada, descarrilada e infame socialmente. Y entonces imagina cómo debería ser la sociedad ideal un siglo después, en el año 2000. Es una visión idealizada de un mundo futuro carente de conflictos sociales, sin clases que se enfrenten y sin objetos materiales que condicionen la dulce convivencia. Pero no lo hace desde la evolución sosegada de una mejora sostenida sino desde la transformación absoluta de las cosas: sin industrias, sin escuelas, sin matrimonios, sin grandes ciudades... Algo que para su sensación tan idealizada de la vida conllevaría el enfrentamiento absoluto con la única sociedad que existía. Un escritor británico, Chesterton, elogiaría su deseo, pero, a cambio, pensaría que era del todo inconsistente ya que hacer una reforma de algo que no se ama es difícil de llevar a cabo solo ahora desde el odio...  Porque cuando idealizamos alguna cosa corremos siempre el riesgo de vituperar (des-idealizar) alguna otra. Decía Chesterton de Morris al criticar éste la sociedad tan abrumadora de entonces: A menos que el poeta pueda amar al monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar la bestia en el príncipe encantado... 

Siete años después de su matrimonio con William Morris, Jane Burden comenzaría un discreto romance con Rossetti. Ella había confesado que nunca había estado enamorada de William, aunque tuvo dos hijas con él y vivieran ambos respetuosamente alejados entre sus diferentes emociones personales. Él entregado a su utopía y ella a una sensación desenfrenada e insatisfecha. Con la frustrada elaboración de una tendencia los prerrafaelitas consiguieron, en poco más de cinco años, que su forma de expresar solo pasara a la historia con el mismo impulso temporal de aquella utopía de Morris. Fue una pintura denostada luego y su decadentismo estético no se recuperaría en elogios hasta finales del siglo XX, casi cuando ubicara Morris su sociedad tan idealizada. ¿Qué quedará hoy, sin embargo, de toda aquella gesta idealista? De la estética nada en absoluto, de la idealización una constatación de que la idea no puede ser motivo de un sentido único en el mundo, sea el que sea. La belleza, por ejemplo, no puede configurarse desde la idealización sino desde su propia esencia artística. La sociedad no puede transformarse tampoco desde una idealización sino también desde su propia esencia social. Porque, como decía aquel escritor ufano, nunca puede llevarse a cabo una reforma desde profundas diferencias, ofensas o rechazos, sino desde el amor o la sintonía más auténtica y sincera de mejorar. Como los principios prerrafaelitas..., aunque estos fueran idealizados sin contar con que lo auténtico no es una sola cosa idealizada, sino la amalgama sostenible de un universo más complejo, diverso, también esencial y reformable...

(Óleo La Bella Isolda, 1858, del pintor prerrafaelita William Morris, Tate Gallery; Fotografía de la modelo Jane Burden (Jane Morris), 1865; Lienzo Proserpina, 1874, el pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, Tate Gallery; Óleo Pía de Tolomei, 1880, Dante Gabriel Rossetti, Museo Spencer de Kansas; todas las modelos son Jane Burden.)

11 de junio de 2018

La Arcadia como referente estético de un lugar utópico, paradisíaco, idealizado o incierto.



El Renacimiento fue coetáneo de aquellos hombres y mujeres que comenzaron a descubrir las primeras sensaciones de libertad de la que se gozó en Europa. Con tal fuerza se llegaron a presentir las nuevas fronteras de emociones descubiertas que poetas y pintores trataron de reflejarlo así en sus clásicas obras de Arte. Con la maravillosa justificación clásica grecorromana asociaron lugar y formas idílicas a un paraíso terrenal alejado ahora de ciertas connotaciones religiosas. Y lo ubicaron en la Grecia antigua, donde los versos clásicos habían dominado con su presencia mítica: en la Arcadia, una región helénica más conocida en la Antigüedad por su escasa evolución social, o primitivo entorno, que por líricas ensoñaciones metafóricas. Pero que los poetas griegos y latinos habían reivindicado al representar el escenario natural idílico con la idea más paradisíaca de todas. Es decir, de una idea donde los seres humanos no habían sido aún transformados por la sofisticación, la industria, el comercio o la palabra. Allí vivían entonces pastores con recolectores, dioses con hombres, recuerdos sin nostalgias o afectos sin pudores. El Renacimiento glosaría, sin embargo, la idea idílica más que el lugar idílico. Y, así, pocas representaciones pictóricas, por no decir ninguna, existen en el Renacimiento de una visión de la Arcadia. El pintor Giorgione elaboró una obra, de autoría confusa con su discípulo Tiziano o terminada por éste (Giorgione fallece en 1510, el año de la composición de la obra), donde unos personajes celebran alegres una fiesta campestre. Era una osadía pintar personajes con vestiduras contemporáneas para representar una idealización clásica y bella de la vida; también, la presencia de mujeres desnudas solo se justificaba en el Arte con ninfas o con diosas bellas, y hacerlo ahora así, combinándolas además con personas vulgares, era todo un alarde extraordinario.

El paisaje de Giorgione inspiraba la representación mítica de aquel lugar griego tan paradisíaco. Es una de las pocas pinturas que expresan un atisbo de lo que la idea arcádica ofrecía de un escenario vital maravilloso. No hacía falta componer la Arcadia propiamente, porque la Arcadia era una idea tan fantástica que, a poco que se pronunciara, podía evaporarse su nombre como un susurro y desvanecerse así entre los recuerdos perdidos de los hombres. También todo paisaje accesorio a representaciones sagradas podía hacer referencia a ese maravilloso lugar, aunque ahora con claras connotaciones religiosas o sacras. El Renacimiento había recuperado la idea arcádica y la había asociado a un sentido nuevo y libre del ser humano, a un motivo de felicidad. Nadie dudaría entonces de la veracidad de la idea ni de la posibilidad de vivir una vida placentera, más ilusionada o más esperanzada en este mundo. Y así se pintaron paisajes y momentos, se pintaron cuerpos, cielos, valles y bosques. Se glosaron rimas para elogiar la vida y acercar la sensación de belleza a la realidad, representándola así en el espacio estético de una escena frugal o de una grandiosa, generalmente ambas mitológicas. El siglo XVI terminó y acabaría con el resultado de haber producido en Europa el peor balance más trágico y sangriento con sus terribles guerras religiosas. Así que, ¿dónde estaba entonces esa Arcadia que, noventa años antes, por ejemplo, cantaran los poetas o pintara Giorgione?

En el año 1618, cuando el Barroco acabó para siempre con el sueño tan ingenuo de la Arcadia, el pintor Guercino fue el primero que pintó una representación que tiró ya por los suelos toda aquella idealización de la mítica y maravillosa Arcadia renacentista. Compuso una obra donde ahora no había apenas paisaje, y donde, además, el protagonista no es nadie ni nada especial: solo una calavera sobre el pedestal extemporáneo de un lugar perdido entre los bosques. Sin embargo, es descubierta por los mismos personajes arcádicos, o pastores míticos, representados un siglo antes cuando el mundo celebraba aún la belleza... ¿Adónde había ido la metáfora renacentista y clásica tan bella que asociaba un determinado escenario con la permanente Arcadia? El pintor Guercino solo expresaría lo que, desde hacía años, el mundo sospechaba claramente: si existía un paraíso como ese, tan real como para que algunos lo vivieran en este mundo, no era menos cierto que duraría tan poco como, para todos, duraba la existencia y la vida en esta Tierra. Así que aquellos pastores míticos, cantados por los versos del poeta latino Virgilio, por la literatura del italiano Sannazaro o la del isabelino Sidney, se enfrentaban ahora con la despiadada y mortífera realidad existencial de su extraña metáfora: Et in Arcadia ego (yo también en Arcadia). Es decir, yo, el principal personaje representado en el cuadro de Guercino, la muerte, venía a gritar ahora a los mismos que habían soñado con su Arcadia maravillosa que: nunca había dejado de estar con ellos para siempre...

Doce años después que Guercino, un pintor francés se atreve a pintar la misma metáfora siniestra de la Arcadia. Nicolás Poussin compuso su Pastores en la Arcadia (Et in Arcadia ego) con una extraordinaria genialidad barroca y expresionista... El paisaje aquí también es escaso frente a los personajes. A diferencia de Guercino, los protagonistas son los mismos que llevan a cabo el curioso descubrimiento. Pero ahora no hay solo una calavera, hay un sarcófago tallado en piedra que representa la sensación más grandiosa del hallazgo. Es un monumento funerario más que un sarcófago, es un túmulo entre las rocas y entre la frondosidad bella de un bosque amable. Es la Arcadia... Al contrario de Guercino, que solo pintaba pastores semi-ocultos, Poussin describe en su obra un escenario arcádico donde cuatro personas interactúan con el hallazgo. Es genial la obra porque representa además una cierta psicología metafórica: ninguno de ellos se sorprende, asusta o inquiere, incluso, ningún gesto meditabundo. Son seres felices que, paseando por el bosque, de pronto, descubren el grabado sobre piedra con la talla de un monumento funerario. Y se afanan por entender y leer lo que su epigrama les pueda aclarar del descubrimiento. Uno de los personajes retratados es un dios mítico, Alfeo, que se distrae aquí, sin preocuparse del hallazgo, con el ánfora de agua que derrama sin lamento. De los tres pastores, uno es una hermosa joven arcádica, una bella y sensual mujer que, sin demasiado interés, presencia indolente lo que sus compañeros indagan.

Ocho años más tarde, en 1638, el pintor francés vuelve de nuevo a pintar la misma temática, Et in Arcadia ego, pero, ahora, hace una obra totalmente distinta. Ahora el monumento funerario está en un prado despejado de la Arcadia, a la vista de todos. No hay, por tanto, ningún hallazgo aquí. Todo es principal en la obra: la representación de la inscripción tallada, el túmulo grandioso y los pastores de la Arcadia. Ahora sí están más involucrados todos los personajes en la interpretación de ese mensaje misterioso. Ahora le inquieren a la mujer, que no está como antes distraída o desdeñosa, qué es lo que puede entenderse con esa leyenda inscrita... Realmente Poussin, a diferencia de Guercino, no muestra en ninguna de sus obras de la Arcadia alarma, sorpresa o reflexión trascendente o profunda. Sus personajes o son más ingenuos o más cultivados, porque no muestran la preocupación existencial tan alarmante ante la muerte que Guercino hiciera en su obra. La Arcadia, aquel paraíso idílico en la Tierra donde los hombres y las mujeres vivían felices y no tendrían que pensar, sentir o meditar sobre otra cosa que no fuera la vida maravillosa, había sido derrotado para siempre con la visión racionalista o realista del Barroco. Poussin había comenzado también a pintar con los rasgos destacados de una tendencia menos clásica y más barroca. En su genial obra del año 1630, donde los pastores hallan el túmulo escondido tras unas ramas del bosque, el trazo barroco destaca más que las siluetas renacentistas de algunas de sus figuras clásicas. Pero, poco después, cuando el pintor francés descubriera, fascinado, el valor del clasicismo barroco más elegante, pintaría su otra obra mucho más renacentista, menos ingenua o menos misteriosa. Ahora había un paisaje grandioso en su obra, ahora no había calavera, ni sensualidad, ni deleite fácil ni sorpresa. El pintor francés quiso recuperar aquel sentido renacentista tan idílico y tan irreal de la bella Arcadia. Lucharía toda su vida por mantener el Clasicismo frente a un Barroco poderoso, hábil, genial o más realista. Así que no pudo menos que expresar el pintor más clásico del Barroco, con la última obra sobre este tema que pintara en su vida, que la metáfora arcádica estaba aún viva entre los hombres, que prospería además en el recuerdo maravilloso de los seres humanos con la esperanza ahora de poder transformar toda aquella mitología fatalista, todo aquel sino tan mortífero, en algo muy diferente y bello para siempre. Que lo trascendería además el pintor con el profano, sencillo, colorido y clásico alarde de componer, ahora, la certeza metafísica de que lo inevitable no debía ser más que querer mantener, para siempre, aquel espíritu renacentista tan indeleble, mítico y oculto de la fascinante e ilusoria Arcadia.

(Óleo Los pastores de la Arcadia, 1630, Nicolas Poussin, Museo Chatsworth, Inglaterra; Lienzo del pintor Guercino, Pastores en la Arcadia, 1618, Galería Barberini, Roma; Óleo Et in Arcadia ego (Pastores en la Arcadia), 1638, del pintor Nicolas Poussin, Museo del Louvre, París; Cuadro renacentista Fiesta campestre, 1510, del pintor Giorgione (o Tiziano), Museo del Louvre, París.)