La hermandad prerrafaelita no fue una tendencia artística propiamente, sino una asociación de creadores que buscaron enfrentarse a la pujante definición académica de lo que por entonces -mediados del siglo XIX- debía ser considerado Arte. Para entenderlo mejor se debe situar esa forma de pintar -como reacción- en el contexto de una sociedad brutalmente industrializada que financiaba y justificaba un tipo de Arte clásico encumbrador de belleza. Porque esa sociedad sofisticada que mantenía y soportaba el clasicismo académico -lo contrario del Prerrafaelismo- combinaba autocomplacencia con falsa belleza ilusoria. Los creadores prerrafaelitas dejaron claro con sus principios estéticos lo que entendían debía ser considerado Arte. Primero, debía expresar ideas auténticas y sinceras, algo que la sociedad había dejado de hacer desde hacía siglos. Segundo, debía fijarse en la naturaleza para componer un escenario natural libre de artificios banales. Tercero, debía buscar las ideas estéticas en las formas del periodo anterior al siglo XVI, cuando el Arte era puro, sin matices de sofisticación artificiosa. Por último, debía buscar la perfección en la creación, pero entendida no desde un punto de vista formal sino conceptual. Es decir, buscaban la perfección en la idealización estética, no en el entramado plástico -ya determinado en el clasicismo-, con el que solo se alcanzaba una meta estética elaborada y sofisticada.
Era evidente que existía por algunos críticos, poetas o artistas un rechazo a la sociedad industrial, que transformaba la vida, las emociones, la estética y los valores de los humanos, atribulados por una sensación de absorción asfixiante de una estética (paisajes urbanos carentes de belleza junto a una idealización clásica de Arte encorsetado) que sobrepasaba las ideas entusiastas de unos espíritus artísticos que veían en el pasado la mejor alternativa a un mundo insensible e industrialmente vertiginoso. Y entonces una idealización sustituyó a otra... Se admiraba la Edad Media como modelo de sociedad más sincera, ferviente de principios estéticos, sociales, éticos y económicos elogiosos. El pensador escocés Thomas Carlyle influiría en la idea prerrafaelita. Para este crítico las riquezas materiales son una falsedad porque conducen a una crisis personal de la que solo puede salvar un idealismo espiritual. Así que los prerrafaelitas y sus adeptos llevaron su estética a una idea de rechazo y de amor, es decir, rechazo a una sociedad y amor a una idea.
Cuando en octubre del año 1857 uno de los creadores más insignes de esa hermandad artística, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), viese en un teatro de Oxford a la joven Jane Burden (1839-1914), comprendería que su etérea imagen femenina era parte de aquella idealización estética con la que habían perseguido hallar una belleza elusiva, efusiva y distante. De ese modo se convertiría Jane Burden, una joven de muy bajo extracto social, en la deseada modelo de una nueva forma de componer belleza. Rossetti la pintaría como paradigma de su estética prerrafaelita, pero también otro anhelado creador adepto la pintaría, aunque ahora además con una amorosa admiración personal irresistible. Lo hizo también en un sentido de justificar su estética con una apasionada forma de sugerir una perfección social en la idealización exagerada de una forma de vida diferente. William Morris (1834-1896) era un artista al modo de aquellos renacentistas anteriores a Rafael (lo que es el prerrafaelismo) como, salvando las distancias, el genial Leonardo da Vinci lo fuera. Arquitecto, poeta, escritor, pintor, diseñador y activista social, Morris anhelaba un mundo que nada tenía que ver con el que vivía. Cuando pinta a Jane Burden en su obra La Bella Isolda descubre en ella la belleza idealizada que su idea estética de perfección habría provocado en su pensamiento socialmente progresista. Se comprometen ambos y acabarán viviendo una relación desentonada y desequilibrada tanto en emociones como en pasiones. Ella vió en él la posibilidad de un progreso que su vida necesitaba y él en ella aquella idealización que tanto anhelase y buscase en el mundo.
En el año 1890 William Morris escribiría una novela utópica, Noticias de ninguna parte o una era de reposo. En esos años finiseculares del siglo industrial más vertiginoso, Morris deseaba expresar una ensoñación utópica y vital para una humanidad por entonces despiadada, descarrilada e infame socialmente. Y entonces imagina cómo debería ser la sociedad ideal un siglo después, en el año 2000. Es una visión idealizada de un mundo futuro carente de conflictos sociales, sin clases que se enfrenten y sin objetos materiales que condicionen la dulce convivencia. Pero no lo hace desde la evolución sosegada de una mejora sostenida sino desde la transformación absoluta de las cosas: sin industrias, sin escuelas, sin matrimonios, sin grandes ciudades... Algo que para su sensación tan idealizada de la vida conllevaría el enfrentamiento absoluto con la única sociedad que existía. Un escritor británico, Chesterton, elogiaría su deseo, pero, a cambio, pensaría que era del todo inconsistente ya que hacer una reforma de algo que no se ama es difícil de llevar a cabo solo ahora desde el odio... Porque cuando idealizamos alguna cosa corremos siempre el riesgo de vituperar (des-idealizar) alguna otra. Decía Chesterton de Morris al criticar éste la sociedad tan abrumadora de entonces: A menos que el poeta pueda amar al monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar la bestia en el príncipe encantado...
Siete años después de su matrimonio con William Morris, Jane Burden comenzaría un discreto romance con Rossetti. Ella había confesado que nunca había estado enamorada de William, aunque tuvo dos hijas con él y vivieran ambos respetuosamente alejados entre sus diferentes emociones personales. Él entregado a su utopía y ella a una sensación desenfrenada e insatisfecha. Con la frustrada elaboración de una tendencia los prerrafaelitas consiguieron, en poco más de cinco años, que su forma de expresar solo pasara a la historia con el mismo impulso temporal de aquella utopía de Morris. Fue una pintura denostada luego y su decadentismo estético no se recuperaría en elogios hasta finales del siglo XX, casi cuando ubicara Morris su sociedad tan idealizada. ¿Qué quedará hoy, sin embargo, de toda aquella gesta idealista? De la estética nada en absoluto, de la idealización una constatación de que la idea no puede ser motivo de un sentido único en el mundo, sea el que sea. La belleza, por ejemplo, no puede configurarse desde la idealización sino desde su propia esencia artística. La sociedad no puede transformarse tampoco desde una idealización sino también desde su propia esencia social. Porque, como decía aquel escritor ufano, nunca puede llevarse a cabo una reforma desde profundas diferencias, ofensas o rechazos, sino desde el amor o la sintonía más auténtica y sincera de mejorar. Como los principios prerrafaelitas..., aunque estos fueran idealizados sin contar con que lo auténtico no es una sola cosa idealizada, sino la amalgama sostenible de un universo más complejo, diverso, también esencial y reformable...
(Óleo La Bella Isolda, 1858, del pintor prerrafaelita William Morris, Tate Gallery; Fotografía de la modelo Jane Burden (Jane Morris), 1865; Lienzo Proserpina, 1874, el pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, Tate Gallery; Óleo Pía de Tolomei, 1880, Dante Gabriel Rossetti, Museo Spencer de Kansas; todas las modelos son Jane Burden.)