5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)

31 de mayo de 2019

La evolución del Arte fue en la mirada y en el fondo de la obra, no en los detalles.



Con un siglo casi de diferencia, estas dos obras de Arte nos demuestran ahora la característica fundamental que evolucionaría más que otra cosa en los retratos del Renacimiento. Fue en la mirada, el gesto humano más conseguido artísticamente gracias a la naturalidad que el Barroco implantase en sus creaciones. Atrás quedaría entonces el misterio... Como sucede en el injusto mundo del Arte, existen pinturas muy poco conocidas de pintores ignorados que, al descubrirlas de pronto, nos atraen ahora gracias a un especial modo de haber sido compuestas originalmente. Es el caso del retrato de Catalina de Médici de Domenico Casini (c.a. 1588-1660), obra realizada en el año 1629. Fue un momento de fervor naturalista, es decir, de expresar el rostro humano por ejemplo -elemento representativo junto a las manos propio de la figuración natural- de un modo más real y cercano, lejos de artificialismos manieristas. Pero, ¿quién fue Domenico Casini? Muy poco se sabe de él. Fue un pintor florentino que se dedicó a retratar a los nobles de su tiempo para sobrevivir. No pasó de ser un artista más, no hay grandes ni medianas referencias biográficas o reseñas señaladas ni obras destacadas de él. Pero, navegando por los museos virtuales -en este caso el Museo de Historia del Arte de Viena-, de pronto me impacta la figura elegante, majestuosa, cercana y amable del retrato de una dama florentina. Pero, sobre todo, fue la mirada lo que me sorprendería: ¿la consiguió plasmar el pintor así, con toda la claridad personal y verídica de la modelo?, o ¿la creó el artista de un modo subjetivo, es decir, inventado por él?

Catalina de Medici (1593-1629) fue hija de Fernando I de Médici, hijo éste de una española, Leonor de Toledo. Y el pintor manierista Bronzino retrataría ya a la abuela española de Catalina en el año 1543, casi cien años antes de que Casini retratase a la nieta. Una obra maestra del Arte manierista fue el retrato de Leonor de Toledo, donde Bronzino consiguió destacar la figura noble y bella de la dama española con los rasgos de su estilo manierista. En el retrato de Leonor todo es esplendoroso, menos su mirada. Justo lo contrario que en el de su nieta:  en el retrato de Catalina nada es tan esplendoroso como su mirada... Pero, hay algo más que diferencian a ambos retratos. En el caso de Domenico -un mediocre pintor barroco- fue un retrato de cuerpo entero y un fondo magistral; en el caso de Bronzino -un genio y maestro manierista- fue un retrato de medio cuerpo y fondo neutro. Es una obra maestra la de Bronzino, por supuesto, pero ¿por qué no lo es, o no lo es tanto, la obra de Casini? La obra lo es, aunque desconocida por la propaganda tan azarosa del Arte a veces; el pintor no destacaría frente a Bronzino, cuya extensa y elogiosa obra es mucho más destacada y conocida. ¿Será también, por ejemplo, que el misterio, el sutil gesto indescifrable de la mirada, fue mucho más valorable que el natural gesto de un semblante sin secreto? 

Sin embargo, la obra de Domenico Casini es extraordinaria. Como sucede casi siempre en el Arte, lo importante es la obra concreta no el autor ni su carrera. Y en este retrato consigue el pintor florentino una genial obra desconocida. La composición es sublime: la figura de Catalina es tan equilibrada y sobria que sus brazos forman una hierática simbología de la mejor belleza postural. Como su abuela Leonor, su mano derecha está situada sobre su talle de un modo característico. El pintor conocería la obra manierista de su maestro y, tal vez por el linaje familiar, quiso recrear el gesto tan hispano de su mano, un rasgo que El Greco plasmaría genialmente ya en su obra Caballero de la mano en el pecho. Además, el fondo de la obra de Domenico Casini es muy acertado plástica y artísticamente. La cortina plisada y el mantel rojos ofrecen un contraste dominante, efectivo y sensible frente al personaje vestido de negro. Sin embargo, obviemos todo esto, miremos solo el rostro y la mirada de la mujer del siglo XVII fallecida a los treinta y cinco años de viruela. ¿No es ese gesto y su mirada diferentes ya para un retrato tan sobrio de la primera mitad de ese siglo recargado? A diferencia de su abuela, que tuvo once hijos, Catalina no tuvo descendencia y quedaría viuda de Fernando Gonzaga, duque de Mantua, dos años antes de fallecer ella y posar para el retrato. ¿Cómo es posible que el pintor no reflejase entonces ninguna emoción displicente en su mirada con la vida tan poco afortunada que ella tuviese? La única reseña que se tiene del final de la vida de esta mujer es que acabaría teniendo una gran piedad... Posiblemente fuese este un motivo suficiente para tener la modelo esa mirada tan convincente. Una expresión por entonces quizá tan apropiada para una época barroca -a diferencia de la renacentista- tan mística, tan desprendida o espiritualmente tan autosuficiente.

(Óleo Retrato de Catalina de Medici, 1629, Domenico Casini, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Eleonor de Toledo, 1543, de El Bronzino, Galería Nacional de Praga.)