18 de diciembre de 2019

La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.



Cuando el pintor francés Jacques Louis David comprendiera que su relación con Francia había terminado luego de que Napoleón cayese bajo el cetro de Luis XVIII, decidió emigrar a Bélgica antes que aceptar la invitación del nuevo rey francés. No podía continuar en París después de haber sido cómplice en la ejecución del rey Luis XVI, del apoyo decidido a la Revolución y luego al seguidor imperio de Bonaparte. Así que se marcharía a Bruselas y allí pintaría los últimos cuadros neoclásicos de su vida. David se había inspirado casi siempre en la mitología grecorromana para sus obras. Para un pintor neoclásico no habría nada mejor;  sin embargo, al final de su vida, suavizaría los colores y perfilaría los contornos con una delicada y sutil delicadeza. Había padecido el pintor una larga vida tumultuosa y cambiante, incluso en algo arrepentida o, cuando menos, decepcionante. Pero, como pintor extraordinario que era, no podía rehuir de su querida teoría neoclásica del Arte, aquella que definía la pintura como el resultado de combinar grandeza, sublime originalidad y excelsa belleza. Para el año 1818 quiso plasmar en un lienzo la escena emotiva de una separación mítica, la de Telémaco y Eucaris. Aunque la Odisea de Homero no hablaba de ninguna relación entre la ninfa Eucaris (sirvienta de Calipso) y el hijo de Ulises, Telémaco, los escritores de los siglos XVII y XVIII compusieron poemas clásicos de la aventura de Telémaco para hallar a su padre, incluyendo algunos amores del afanoso hijo del gran héroe legendario.

El escritor francés Fenelón publicaría su relato Las aventuras de Telémaco en el año 1699, y el escritor español, nacido en Lima, José Bermúdez de la Torre, publicaría en el año 1728 su gran poema clásico Telémaco en la isla de Calipso. El pintor David trató siempre de buscar la inspiración de sus obras en sus propias emociones además de en el relato. Así lo haría con su obra El rapto de las Sabinas en el año 1799, cuando el sentimiento de las luchas fratricidas en Francia, luego de la sangrienta revolución, le llevara a necesitar expresar en un lienzo la salvífica intervención de las sabinas entre las dos huestes romanas enfrentadas. Pero ahora, en su vejez en Bruselas, había algo que le llevaría a componer una escena emotiva que reflejase su sensación más vitalista por entonces. La escena imaginada de Telémaco y Eucaris es la dolida despedida inevitable de dos amantes. La mitología griega ya tenía una despedida así, Venus y  Adonis, pintada magistralmente por Tiziano en el año 1553, o la genial Venus Adonis y Cupido pintada por Annibale Carracci en el año 1590. Pero entonces su representación era más una frivolidad que un deber moral, ya que el Renacimiento no era demasiado moral comparado con el Neoclasicismo posterior, más aún con el clasicismo del obcecado David y su alto sentido del deber, de la rectitud o de la moral republicana. Según la mitología, Adonis se marcha a una cacería a la que había sido llamado por Zeus, una invitación de la que Venus sospecharía, temería que algo le podría suceder a su vulgar amante...  Zeus acabaría con Adonis por la osadía que un simple pastor tuvo de enamorar a una diosa. Pero, con Telémaco, la leyenda y su imaginación poética llevaría al personaje a ser atribuido de un deber moral superior a cualquier cosa, incluso ante el amor que sintiera por Eucaris. La diosa Minerva le había dejado claro a Telémaco que debía continuar su viaje en busca de su padre, Ulises. Así que, ahora, fue el deber frente a la emoción. Ese fue, por tanto, el sentido básico y fundamental del motivo de la obra de David.

Así pintaría su cuadro La despedida de Telémaco y Eucaris, con el emotivo escenario de una cruel despedida romántica, carente ahora de todo romanticismo. Por eso hace fijar la mirada del hijo del héroe homérico hacia el espectador. Lo hace con la complicidad racional de lo clásico frente a lo romántico, y lo hace, además, en pleno momento del Romanticismo más desgarrador. Por eso esta obra refleja, más que ninguna otra, la terrible dicotomía estética entre lo racional y lo emocional de una forma sublime. Es la sempiterna diatriba existencial de los seres humanos: acoplar dos realidades diferentes y enfrentadas en una única realidad existencial. El pintor la sufriría en su propia vida, Francia además en su propia historia, y el Arte no podría ser menos... ante la dificultad de combinar emoción con razón, belleza con mensaje o equilibrio estético con atrevida creatividad. Para su obra el pintor neoclásico no cambiaría mucho su estilo o forma de componer con la grandiosidad de antes. Tal vez, alguna novedad en los colores,  más atenuados ahora, o en el perfilamiento de los contornos, ahora más señalados. Pero ninguna cesión al Romanticismo avasallador. O, tal vez sí. Porque la figura de Eucaris está entregada ahora a  su destino cruel, abrazándose así desolada a Telémaco. ¿Desolada? Porque su gesto no deja de ser el gesto resignado de una mujer fuerte ante la adversidad. ¿Y el gesto de él? Aquí Telémaco está decidido a marcharse porque su deber así se lo exige. Aunque sí deja entrever alguna emoción sentida. Primero, en su mano derecha apoyada en el muslo de Eucaris, y, después, en la inclinada suavidad de su cabeza dirigida hacia ella. Pero, nada más. Sujeta firme la lanza que su mano izquierda dirige hacia arriba, hacia la decisión ineludible e inflexible que su destino vital le obligue frente a cualquier otra sensación o sentido diferente.

¿Era una necesidad existencial que el pintor requería hacer consigo mismo al final de su vida, ante las desavenencias de una conciencia atribulada por los años y la decepción? Porque parece la mirada del personaje la misma del pintor: una mirada dirigida a nosotros, como queriendo justificar una vida entregada a sus pasiones más inevitables, pasiones que no fueron seguramente más que sentidos injustificados por un deber mal entendido. Cuando repasamos las decisiones que hemos tomado en la vida, no podemos más que aceptar que fueron tomadas a pesar de su buen o mal sentido. Hay como una obligación o sensación ajena a nosotros que nos lleva por las intrincadas sendas de una existencia indefinida. Telémaco nunca posaría así en ningún momento de su imaginada vida literaria. El Arte de David, como el de los poetas anteriores, lo utilizaría para justificar una emoción necesitada. Una emoción racional, nada romántica ni sentimental, sino todo lo contrario. Es por esto por lo que el Arte es una maravillosa excusa para comprender la confusa realidad del ser humano. Porque justificaremos casi siempre nuestras debilidades vitales o existenciales por razones sentimentales o emocionales, nunca por las racionales, cuando la realidad es que toda acción motivada, emocional o no, puede conllevar una consecuencia no deseada o no justificada. El pintor David lo sabría y no encontraría un mejor motivo estético que la dulce, sentida, resignada o calmada despedida emotiva de dos amantes.

(Óleo La despedida de Telémaco y Eucaris, 1818, del pintor neoclásico David, Museo Paul Getty, EEUU.)

6 de diciembre de 2019

No estamos salvados..., solo temporalmente confiados.



A finales del siglo XIX, en España surgieron algunos pintores muy bien formados por la Academia de Bellas Artes de San Fernando, entre ellos el catalán Luis García Sampedro (1872-1926). En el año 1892 sería premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes con una obra producida ese año y titulada ¡Siempre incompleta la dicha! Por entonces el realismo en la pintura era todavía la forma de mayor expresión artística, donde el detallismo, la composición equilibrada, el mensaje claro, la ética reconocida y el virtuosismo creativo eran elementos muy considerados. Como gran dibujante, García Sampedro nos abruma aún más en esta impresionante obra llena de emoción, sentido existencial, realismo social y semblanza histórica. Habían pasado las grandes gestas bélicas, pero todavía los conflictos que España mantenía en su desmembrado imperio, hacían de sus soldados expedicionarios una realidad histórica ofuscada por las difíciles condiciones sociales de entonces. En su obra de Arte el pintor consigue expresar el momento más crítico, ese que determina en la dramaturgia el más expresivo instante por su fuerza más trágica. Un soldado español destinado en las colonias -Cuba o Filipinas aún eran en el año 1892 parte de España- regresa a su hogar, después de haber superado la fiereza de la guerra, para hallar fenecida a su esposa ahora tendida en la cama. No hay mejor encuadre para entender una realidad existencial tan inapelable en nuestro mundo: no estaremos salvados nunca, tan solo confiados de que nuestra dicha es ahora, sólo por ahora, una realidad engañosa por la sensación temporal e imprecisa de una vida aparentemente controlable.

Vivimos anestesiados y auto-engañados por la multitud de sensaciones virtuales -hoy en día en exceso- que nos rodean y que nuestra mente provoca además, sosegada, por la frágil realidad material de un mundo profunda y retrasadamente peligroso... Es una huida inconsciente que obtiene un éxito temporal, que requerimos y encontramos siempre, para conseguir así, automáticamente, olvidar por ahora el abismo existencial de nuestro mundo. Es el éxito de nuestra especie y de la evolución científica y tecnológica que ha conseguido. La realidad virtual reforzará aún más ese éxito y, con la vana seguridad de un mundo personal controlado, nuestra mente nos acabará acogiendo en un islote existencial cerrado a las ignotas y tendenciosas fuerzas oscuras de lo inevitable. Es una falsa sensación, como todas las sensaciones, donde la duración de su efecto es tan escasa como efímera la reacción que sucede a su delirio. Por eso el Arte ayudará con obras como estas a reiniciar ese proceso existencial, a volver a resituar la inconsciencia humana en su sentido salvador. Pero la salvación es una falacia, un ardid para poder justificar la existencia y su sentido equivocado. Es tan débil y tan evanescente, tan liviana la realidad, que solo podremos exorcizarla con subjetividades cada vez más sofisticadas o ideadas para transformarla. Pero es un error que atraviesa la existencia, que solo nos aísla en una obcecación personal equivocada y peligrosa. No estamos salvados porque la salvación no es un significado acorde con el mundo en que vivimos. Vivir no es estar a salvo, es sortear con eficacia las olas de un fluir inesperado que la realidad de nuestro mundo hace de él lo que es y no otra cosa. Reconciliarse con este pensamiento nos fortalecerá para confiar en la aceptación existencial de una incertidumbre y no para engañarnos ante la falsa sensación de seguridad de un mundo fatalmente ideado.

Para la escena representada el pintor expone un encuadre cargado de figuras y elementos variados. Con la elección de un habitáculo inclinado consigue el artista dar profundidad y una sensación de vaga seguridad ante la inútil protección de un espacio resguardado. Una pequeña llama brilla al fondo del todo, que apenas ahora ilumina la oscuridad del habitáculo. La luz de la obra está además dividida en su propio origen, parte proviene de una ventana lateral que no vemos, y parte, que no vemos tampoco, nos llega de un pasillo exterior a través de la puerta. Las figuras de los seres humanos retratados configuran el escenario artístico con dos opuestos elementos. Por un lado el soldado arrodillado y su familiar ante la cama, por otro los seres humanos que se agolpan, distanciados, a la entrada. Los separa ahora aquí la figura enhiesta y equidistante de un sacerdote. Esos dos mundos representados son el personal o íntimo y el exterior de cada uno de nosotros. Ambos mundos determinarán una existencia. Pero es, sobre todo, la figura del soldado arrodillado la que nos muestra la expresión más dramática e impactante de esta iconografía. Esta figura es la representación más significativa del mensaje metafísico de la obra. Acaba de regresar el soldado de la guerra salvado, ha conseguido sobrevivir, ha conseguido sortear la realidad de su existencia con la falsa seguridad de una sensación temporal aleatoria... Porque ahora, sin embargo, descubrirá, asolado, aquella falsa sensación en el pequeño espacio inclinado del habitáculo de su vivienda. Una aritmética inapelable resulta ahora de sustraer una mera sensación por otra. Aquella dicha de sobrevivir antes acabará destruida aquí por la sorpresa y la muerte. La misma muerte que dejaría atrás él entre las duras y alejadas escenas sangrientas de una guerra displicente; la misma que superaría él gracias, tal vez, a un saber hacer ante la contienda concreta de una lucha diferente. Pero que, ahora, no superará, ni comprenderá, ni controlará, abatido. Porque ahora aquella salvación anterior no sería ya más que una parte, terriblemente equivocada, de una falsa sensación existencial enajenada, tan errónea, frágil, subjetiva e imaginada, como cruelmente engañosa.

(Óleo ¡Siempre incompleta la dicha!, 1892, del pintor Luis García Sampedro, Museo del Prado, Madrid.)