17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)