8 de octubre de 2020

Todo cambiaría en el mundo desde entonces: dos visiones distintas pintadas en la misma época y en el mismo estilo.




Con una diferencia de apenas cinco años, el Arte tendría la ocasión de expresar dos visiones muy distintas del mundo a través de un mismo estilo y de una misma composición. El Neoclasicismo estaba por entonces, finales del siglo XVIII, en pleno auge artístico y dos de sus grandes creadores en plena cumbre de su carrera. Uno, Goya, en la sosegada corte española, otro, el taller de Jacques Louis David, en la agitada revolución francesa. Pero ambos con la misma fruición por componer escenas donde transmitir, desde el Arte clásico, la metáfora subjetiva que el Arte permita a sus genios elegidos. Aunque la obra Retrato de un hombre con sus hijos (también conocida como El diputado de la Convención Michel Gérard y su familia) no está del todo definida como del propio David sino más bien de su taller, la obra neoclásica del año 1793 refleja la visión absolutamente revolucionaria de una familia burguesa. Es el Neoclasicismo más cercano y fiel a la realidad que se hubiera hecho nunca antes. El diputado electo por la ciudad bretaña de Rennes, Michel Gérard, era un personaje muy popular entonces por su origen rural, aunque acomodado, y por haber sido el primer y único diputado campesino de aquella Convención republicana. El pintor francés compuso una disposición familiar acorde al típico retrato familiar que el Arte clásico había llevado a inmortalizar en otras ocasiones primorosas. Mantuvo la elegancia y la armonía, pero incluyó la austeridad, la sencillez y el desenfado más cercano. Era todo un alarde socio-artístico que los pintores revolucionarios llevaron a cabo en plena euforia transformadora de la sociedad. El Neoclasicismo sería utilizado entonces para hacer algo que el Neoclasicismo nunca había hecho antes... ni después. Los héroes, los grandes, los dioses, las gestas universales, los hechos históricos relevantes, habían sido y serían los elementos que llevarían al Neoclasicismo a triunfar en su gloriosa culminación artística. Pero, ahora, en el momento donde el mundo cambiaría ya para siempre, el mismo estilo artístico que llevara a glosar las hazañas grecolatinas más encumbradoras era utilizado, sin embargo, para elogiar la figura de un desconocido hombre normal y su familia. 

Cinco años antes, el genial Goya compuso su obra Los duques de Osuna y sus hijos. Cuando en el año 1788 Goya pintara su obra neoclásica, el mundo todavía miraba la vida con ojos grandilocuentes y un afán por querer mostrar siempre la atenuada sensación más arcádica que de un mundo se pudiera ofrecer. El Arte reflejaría así el equilibrio de los efectos visuales de ese mundo imaginario, un mundo que sólo algunos seres podrían representar con sus vidas tan alejadas de la realidad. Porque el Arte clásico es imaginación llevada al éxtasis creativo más elaborado de una idea grandiosa. Por eso el Neoclasicismo, émulo paradigmático de esa forma de crear, conseguiría realizar las más brillantes obras al amparo de la subjetividad emotiva de un mundo idealizado. Para el Arte, para el sentido elusivo del Arte, esas representaciones no realistas eran la forma en que el mundo admiraba otra realidad muy distinta. El Arte entonces era la Arcadia poderosa que albergaba un paraíso imposible de conseguir en este mundo. Los pintores neoclásicos obviaron la realidad y glosaron la ilusión de un magisterio existencial que hacía de la vida una dialéctica entre la admiración y los seres admirados. Los seres admirados de ese Arte, los que lo admiraban asombrados, eran los que, desde lejos, creían que el Arte había sido inventado para valorar una forma de equilibrio universal que hacía a la vida una representación platónica sólo alcanzable por la mente. En un lado las Ideas, la admiración sublime, en el otro el mundo terrenal, vil, inarmónico, vulgar y, a veces, maloliente. Con la representación artística elogiosa el mundo resituaba sus valores claramente. En una sociedad tendente cada vez más por entonces a la laicidad, cuando no al ateísmo, era necesario destacar valores que pudieran seguir encarnando la grandeza, la heroicidad de lo formal, de lo más insigne, de lo inalcanzable o de lo mágico. En la obra de Goya, el pintor español consiguió todo eso con genialidad artística además. La fascinación de la atmósfera etérea de la obra neoclásica de Goya es una característica extraordinaria, especialmente destacada de la misma. No parecen seres humanos sino dioses... Son dioses griegos modernizados o vestidos a la alta moda de entonces para ser glosados, ahora, ante la visión puramente terrenal de un anhelo tan necesitado de equilibrio, de sosiego, de virtudes ajenas o de deseadas ensoñaciones vigorosas.

Pero, sin embargo, ambas obras neoclásicas tienen más en común de lo que, aparentemente, parece a primera vista. Primero porque son el reflejo de lo mismo. Si cinco años antes Goya pintaba ese alarde metafísico, cinco años después el taller de David componía una hazaña semejante en su intención. Eran lo mismo, pretendían lo mismo sin quererlo... Ahora los dioses se habían transformado en hombres normales y habían alcanzado a mirar lo mismo con sus ojos representados, aunque ahora de otra forma muy distinta a la de antes. En la obra francesa todos miran ahora al espectador del cuadro menos dos. En la obra española sucederá lo mismo, solo que con uno. Pero, sobre todo, son las miradas, absolutamente diferentes en ambos casos. En una obra son humanas, en la otra parecen de dioses; en una obra son cercanas, en la otra siguen siendo tan alejadas como la imagen idealizada que representan. El Arte había cambiado su misión grandiosa e idealizada pero no había cambiado aún el estilo, que seguía siendo el mismo de antes. Entonces, ¿qué había en lo artístico cambiado realmente? Se había adelantado la obra francesa, como la revolución lo hiciera claramente en el mundo, casi medio siglo en las formas y en las maneras de expresar emoción y semblanzas humanas en el Arte. Un realismo adelantado se transformaría ahora en un clasicismo desubicado... Fue un verso muy suelto en la maraña artística neoclásica de la historia la obra francesa revolucionaria. Pronto los grandes hechos históricos y las grandes figuras neoclásicas serían llevados de nuevo a los geniales lienzos artísticos de los creadores franceses. La visión evolucionada del mundo nuevo había sido reflejada en el Arte en un intento por transformar una estética clásica en otra distinta. Sólo consiguió constatar una realidad social trascendental en el mundo, pero no consiguió, todavía, sustituir la idea artística universal de plasmar una admiración glosada en un cuadro artístico. ¿Es que el Arte habría empezado a dejar de ser una forma de admiración heroica para ser ahora una forma de identificación subjetiva? El tiempo lo diría. Luego del Romanticismo, el mundo artístico acabaría siendo un reflejo de la realidad más que un púlpito glorioso de lo admirable. Con ello, con la identificación de la vida real y de las emociones humanas más cercanas y visibles, el hecho artístico acabaría dejando de ser un anhelo poderoso de lo sublime para transformarse en un remedo soterrado de la vulgaridad. Para cuando el ser humano comprendiese que las admiraciones grandiosas de la vida habían dejado de ser un motivo para justificar un anhelo irrealizable, el mundo empezaría a buscar un sustitutivo en los lúdicos y desaprensivos medios de la psicodelia social más devastadora. Entonces ya nada sería admirado de veras, o lo sería por tan poco tiempo, que las cosas comenzarían a ser valoradas no por lo que eran sino por lo efímero que su valor material pudiera suponer para un sueño.

(Óleo sobre lienzo sin forrar, Los duques de Osuna y sus hijos, 1788, del pintor español Goya, Museo del Prado, Madrid; Lienzo neoclásico Retrato de un hombre con sus hijos, 1793, del taller del pintor francés Jacques Louis David, Museo de Tessé, Le Mans, Francia.)
 

2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)