26 de noviembre de 2020

Entre un simbolismo arcaico y un naturalismo estético brillaría una vez el mejor Arte.

 

El Renacimiento llevaría al Arte a una cierta esquizofrenia artística sobre dos formas de poder entenderlo y representarlo. Verdaderamente en el Renacimiento empezaría el sentido más simbólico del Arte. No se trataba sólo de expresar Belleza sino de transmitir mensajes visuales que impactaran el contenido con la forma. Las palabras eran lo que más se había utilizado durante la Edad Media, con ellas se habían comunicado cosas, sentimientos, caracteres, maneras, pensamientos o vileza. Ahora, cuando la habilidad artística alumbrase una perspectiva diferente, algunos pintores llegaron al extremo de configurar la forma con un definitorio simbolismo estético. El pintor andaluz de origen alemán Alejo Fernández comprendería el Arte como un útil simbolismo estético..., a veces, sin embargo, sin ninguna belleza.  Para su obra La Flagelación del año 1505 muestra elementos de comunicación estética con mensajes acusados de rasgos psicológicos o sociales más que con clásica belleza. Para ese simbolismo arcaico no existiría otra cosa más valiosa para representarse en una obra. Ahora Cristo es solo un personaje más del encuadre, donde nadie destaca ahora por encima de nadie. Es este otro simbolismo de la flagelación, que aquí une sufrimiento a vulgaridad: Cristo es insignificante casi, no tiene ningún rasgo estético que le destaque ahora sobre el resto. Hasta su desnudez es extrema en la obra. Los sayones, los hombres que flagelan, son temibles, son grotescos, son realmente horribles, su fealdad estética solo es comparable a su maldición humana. Hasta uno de ellos se permite tirar de los cabellos a Cristo, impúdicamente. El simbolismo de la obra renacentista va más allá de la violenta escena. En el extremo inferior derecho de la pintura un mendigo ciego pide ante los fariseos del templo, y lo hace con un cuenco donde ahora hay un manuscrito oculto. Representa la ceguera judía ante la barbarie tan injusta que se está cometiendo. Preside el flagelo Poncio Pilato, que viste los ropajes de la época del pintor y sostiene, inseguro, la vara de su poder. Está solo y su actitud dubitativa refleja su propia indolencia. Más arriba hay un público que observa alejado e indiferente la cruel escena. Y el propio lugar de toda esa escena muestra además otro simbolismo necesario: son los restos ruinosos de un mundo perdido y violento ante lo que ahora está sucediendo.

Con los años el Arte dejaría el simbolismo a un lado para favorecer la belleza sobre cualquier otra cosa. Los mensajes no eran ya lo importante. Ahora, cuando el Arte tendría todo su sentido en transmitir belleza, los símbolos estéticos no podrían prevalecer el único mensaje necesario: la belleza más estética. Para cuando el pintor academicista William-Adolphe Bouguereau, con el estilo más realista y bello de finales del siglo XIX, deseara representar la iconografía religiosa más violenta, compuso la escena más natural y perfecta que se pudiera por entonces hacer. Las formas eran muy parecidas a la vida real, no había ninguna necesidad de expresar ningún simbolismo añadido. El mundo conocía la leyenda y la historia no tenía secretos para nadie. El deslumbramiento estético era la sola belleza, y la solución era la verdad estética que pasaba por recrear justo la forma más natural de una representación cierta. ¿Qué simbolismo era preciso expresar ahora cuando las formas habían llegado a satisfacer la verdad más realista? Porque en la misma representación natural de la escena violenta radicaba la fuerza del mensaje. Las formas debían ahora representar con belleza a todos por igual, las de los buenos y las de los malos. ¿Qué había pasado con la definición precisa y ética de las cosas? ¿Es que ahora la belleza no participaba ya de esa verdad? ¿Es que ya no tomaba partido ésta por las cosas? La imagen se había completado ya en todas sus formas estéticas. La belleza no servía ya para establecer ahora maneras éticas o formas de pensar o entender el mundo y sus miserias. No, ahora la realidad solo era traducida a la belleza en cuanto representación de las formas, con la mayor naturalidad estética ajena ésta además a cualquier sesgo, no ya de virtud, sino de defecto o maldición, fuese ésta incluso cierta o incierta en la historia. Las cosas podían saberse o no saberse, y el mensaje no importaría ya para nada sino solo la belleza, la más conseguida, la más desdeñosa o la más independiente.

Pero hubo una época extraordinaria en la historia del Arte. Fue en el año 1620 cuando el pintor Pier Francesco Mazzucchelli compuso su obra La Flagelación de Cristo con el equilibrio más estético entre aquellos dos extremos artísticos de la historia. Los simbolismos pictóricos del Renacimiento dejaron ya de ser manifiestos por entonces, principios del Barroco. La verdad ahora era más mística que gnóstica, más intelectual que intuitiva, más sutil que expresiva. Era también un naturalismo estético, como con los años llegaría el Academicismo a ser, pero entonces, a principios del siglo XVII, era más una simbiosis de verdad ética y de belleza que solo de estética y belleza. La verdad en el año 1620 debía ir aparejada con la belleza equilibrada y original más sublime. Así que ahora uno de los sayones que flagelan a Cristo toma su cabeza con una de sus manos con tal delicadeza que parece aquí querer ayudar a sostenérsela. Luego está la composición tan extraordinaria en esta obra, pero ahora no por los detalles o el mensaje: solo por el arrodillamiento tan estético de un Cristo en éxtasis. Ahí estará el único mensaje verdaderamente sutil. No es preciso divagar ahora con rasgos grotescos, ni con ropajes anacrónicos, ni con elementos metafóricos, ni con realidades contrapuestas. El único mensaje ahora es aquí solo el  místico de  la belleza. Y su sentido iconográfico tiene más que ver ahora con la profundidad aceptada de un sacrificio necesario que con la dureza tan salvaje y cruel de una humanidad violenta.

(Óleo sobre tabla La Flagelación, 1505, del pintor renacentista Alejo Fernández, Museo del Prado, Madrid; Pintura barroca La Flagelación de Cristo, 1620, del pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli, Museo del Prado, Madrid; Cuadro academicista La Flagelación de Cristo, 1880, del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Bellas Artes de La Rochelle, Francia.)

19 de noviembre de 2020

La imposibilidad de conciliar el pesimismo con la vida es paralela a la posibilidad de unir el Arte a la verdad.



 En una de las reflexiones más profundas que un pesimista pudiera realizar sobre el mundo, el pensador noruego Peter Zapffe (1899-1990) escribiría en el año 1933: La tragedia de una especie es que se convierta en inadecuada para la vida a causa del super-desarrollo de una gran capacidad. Así, por ejemplo, se cree que cierta clase de ciervos sucumbió en época paleontológica al adquirir cuernos demasiado pesados. Las mutaciones evolutivas han de ser consideradas acciones ciegas que trabajan y se imponen sin conexión con su ambiente. En estados depresivos la mente puede ser considerada como la imagen de aquella gran cornamenta que, aun en su fantástico esplendor de grandiosidad, clavará en el suelo a quien la porte. ¿Por qué entonces la humanidad no se extinguió hace tiempo, durante las grandes epidemias de locura? ¿Por qué sucumbe solo un muy reducido número de individuos al no poder resistir la tensión a causa de un conocimiento que les aporta más de lo que pueden sobrellevar?  Cuando el rey Edipo de Tebas alcanzó a saber -se lo había anticipado el Oráculo de Delfos, aunque no le dijo toda la verdad- que el hombre que había matado en el río camino de Tebas era su propio padre, sin él saberlo, y que la mujer que había desposado luego era su propia madre, ignorándolo por completo, enloquecería de tal modo que acabaría cegándose los ojos para siempre. Desde los inicios de la humanidad el mundo había llevado a la escisión dos cualidades humanas: la de la materia y la del espíritu. Ambas representan la propia vida humana. No podemos desprendernos de la materia sino anulándola violentamente; y no podemos abandonar nuestro intelecto espiritual sino engañándonos ciegamente. Para el momento en que el pintor del Neoclasicismo arrollador de belleza crease su obra Las bodas de Cupido y Psique, el mundo empezaba un arriesgado intento temerario de ruptura que le llevaría al imperio de la materia sobre el espíritu. Era comprensible esto, pues, ¡habían sido casi trece siglos de equilibrio, aunque inestable, entre las dos! Era tiempo de que el ser humano probara otra cosa. Aquella que pensaba, absolutamente equivocado, que podía llevarle mejor a conquistar, si afianzaba la materia, todo su poder sobre el mundo.

Zapffe, en su obra pesimista, nos sigue diciendo: Si en el momento adecuado el ciervo gigante hubiera roto los extremos de su cornamenta, hubiera podido haber sobrevivido -resistido- por más tiempo. Pero lo que hubiera ganado en persistencia lo hubiera perdido en importancia, en grandeza vital. En otras palabras, hubiera supuesto una persistencia sin esperanza, hubiera pervertido su esencia, se hubiera convertido en una raza autodestructiva contra la sagrada voluntad de la sangre. En su enconada afirmación de vida, el último "Cervis Giganticus" portaría orgulloso el escudo de su linaje hasta el final. Pero, a cambio, el ser humano se salva a sí mismo y persevera. Llevará a cabo una represión más o menos consciente de su abrumador excedente de conciencia. Aunque esa represión adquiere una vasta y multifacética variedad de formas, parece legítimo identificar al menos cuatro clases principales de represión: aislamiento, anclaje, distracción y sublimación. Por aislamiento -o ceguera- se entiende la total y arbitraria expulsión de pensamientos o sentimientos preocupantes o destructivos. El mecanismo de anclaje resulta útil desde la niñez: la familia, el hogar, los juegos, por ejemplo, se convierten en asuntos habituales para el niño y le otorgan seguridad. Tal esfera de experiencias es la primera y quizá la más feliz protección contra un cosmos al que no sondeamos nunca del todo. Cuando el niño descubre más tarde que tales bases de seguridad son tan arbitrarias y efímeras como cualquier otra, sufre una crisis de confusión y de ansiedad y buscará algún que otro anclaje. El anclaje puede caracterizarse como la fijación a puntos internos o por la construcción de muros en derredor. Los anclajes útiles en sociedad son vistos con simpatía, pues quien se sacrifica por su anclaje (un proyecto material, una causa social) es idolatrado. Cuando la gente cae en la cuenta de la falsedad de algunos anclajes se esforzará en sustituirlos por otros nuevos (la efímera duración de las verdades), de donde surgen todos y cada uno de los combates espirituales y culturales que, junto con la contienda económica, componen el contenido dinámico de la historia universal.

Y continúa el pensador noruego: El afán por poseer bienes materiales no se explica sin más por los placeres inmediatos que proporciona la riqueza, pues nadie puede sentarse en más de una silla a la vez, ni seguir comiendo cuando ha quedado saciado. Más bien, el valor de una fortuna material consiste en la pluralidad de oportunidades para atarse al anclaje necesario, como las distracciones que ofrece a su dueño. Amamos los anclajes porque nos ofrecen salvación pero, a la vez, los despreciamos porque cercenan nuestro sentido de libertad. Otra forma de protección es la distracción, es decir, cuando se limita la atención hasta niveles mínimos y se la colma continuamente con fascinadoras impresiones abrumadoras. Negar la mayor parte de las opciones de distracción supone un considerable mal de encarcelamiento. Y como las opciones para liberarse -salvarse- de otros modos resultan escasas, el encarcelamiento tiende a permanecer muy próximo a la desesperación.  El cuarto remedio contra el pánico vital es la sublimación, una cuestión más de transformación que de represión. A través de talentos estilísticos o artísticos el consustancial dolor de la vida puede convertirse en una experiencia valiosa. Tales impulsos positivos atacan el mal de la desesperación y lo enfrentan a sus propios límites, mostrándolos en sus aspectos pictóricos, dramáticos, heroicos, líricos o incluso cómicos. Sin embargo, si el más temible aguijón se mantiene por otros medios, o nos está negado el control por parte de la mente, la utilización de la sublimación resulta improbable. Por ejemplo, es como el alpinista, que no puede disfrutar de la vista del abismo maravilloso en tanto permanezca ahogado por el vértigo, sólo cuando tal sentimiento ha sido más o menos superado puede disfrutar anclado en su fascinación. Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará en el mundo. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal y definitivo.

En la obra de Pompeo Batoni vemos una grandiosa representación mitológica del engaño. El dios sensual y material Cupido se vence ahora, dejando que otros dioses bendigan la imposible unión suya con la espiritual Psique. La espectacularidad radiante del escenario de belleza clásica era una demostración efectiva de la necesaria consolidación social por entonces. La materia y el espíritu se unían ya en un enlace universal para siempre. ¿Para siempre? Por mucha belleza que el pintor pudo componer, ninguna sublimación estética de esa mitología confusa podía distraer una terrible amenaza que, pronto, asomaría entre las ambiciones y paradojas pesimistas de una humanidad confundida. La conciencia debía ser contenida para avanzar ante las contradicciones o debilidades de una existencia maldita. En la otra pintura, que el pintor francés Fulchran-Jean Harriet hiciera cuarenta y dos años después, se vislumbra la serena amenaza que la desesperación humana llevó en otro mito. Edipo, junto a su hija Antígona, se muestra vencido pero superado de las dolencias espirituales gracias a la ceguera que se produjo. Ahora, en la misma tendencia artística, otra mitología griega rompe por completo la brillante armonía de una belleza vinculante... Ya no había engaño, había transformación; ya no había mentira habría pesimismo. ¿Es que la verdad no está en ninguna manifestación sino sólo en su reserva? El Arte no podía tomar partido ni por una ni por otra cosa. Destruirse no era la opción, mantenerse equivocado, tampoco. Tal vez sólo pudiera ser la opción estar alejado ahora de la humana intención de querer atar dos cosas tan opuestas con el nudo imposible de sus diferencias...

(Óleo neoclásico Las bodas de Cupido y Psique, 1756, del pintor italiano Pompeo Batoni, Galería Estatal de Berlín; Cuadro Edipo en Colono, 1798, del pintor neoclasicista francés Fulchran-Jean Harriet, Museo de Cleveland, EE.UU.)