Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.
Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte.
El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia.
(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)