3 de abril de 2022

La Belleza en el Arte es relativa, posee tres causas distintas que producen tres efectos diferentes.





El Impresionismo es la mejor tendencia artística para evaluar la Belleza en el Arte, para discernirla estéticamente, para tratar, en definitiva, de comprenderla mejor.  El Impresionismo tiene la cualidad de ser muy subjetivo, y esto ayudará a distinguir mejor las diferentes formas en que la Belleza pueda reflejarse en un cuadro. En este caso podemos comparar tres pintores de esa etapa, aunque cada uno con los rasgos propios de su formación e inclinación estéticas. Samuel Colman, Claude Monet y John Singer Sargent. Colman (1832-1920) fue un paisajista norteamericano impregnado de las formas románticas de su país y de las nuevas tendencias impresionistas. Monet (1840-1926) es el pintor impresionista por excelencia, verdadero artífice de las teorías impresionistas, de las formas que los colores pueden expresar según el momento del día, del año o del reflejo indeterminado de la luz del sol. Sargent (1856-1925) fue el pintor más atrevido por su versatilidad, por su capacidad de extraer la impresión desde cualquier faceta diferente de la vida. Con ellos podremos comprobar que la Belleza, por ejemplo, tendrá en el Arte al menos tres maneras de considerarse. En el caso de Colman y su obra Torre vieja en Avignon, la Belleza está en la atmósfera de la obra, en sus formas geométricas acordes a la visión romántica de un escenario sugestivo. Está también en el momento elegido por su cualidad de equilibrar el cielo con la tierra, la luz con la oscuridad. Está en la nostalgia y en el sentimiento vaporoso de un instante sobrecogedor. Ahora es el color, son los colores matizados de sombras, ocres y líneas rectas que llevan a producir un efecto embriagador por su onírica sensación placentera y sedante. La Belleza es cultural aquí, es geométrica, es histórica, tiene rasgos que la hacen motivadora de sueños, de acogida temporal, de vivencia, de espíritu indeterminado que vaga ahora por las sosegadas aguas de un remanso de paz y de sosiego. La Belleza es aquí causada por la combinación magistral de elementos humanos y naturales, en una magnífica composición inspirada y sostenida por el tiempo como sentido y como alarde.

En Monet y su obra El río Petite Creuse la Belleza no está en nada de lo anterior, ni en la atmósfera, ni en la geometría ni en las formas. Su causa ahora es otra y los efectos que nos producen también son otros. En esta obra impresionista por excelencia la Belleza no está originada por nada en concreto. De hecho no hay un origen como tal, es solo el efecto que produce lo importante. Pero, no obstante, veamos cuál podría ser su causa, la causa aquí de la Belleza. Es la luz difuminada de la mañana. En la obras genuinamente impresionistas la luz es siempre matutina. Esa podría ser aquí la causa. Pero una luz que no se verá sino reflejada por la multitud de elementos naturales que, combinados sin concierto, acabarán creando la mejor sintonía, sin embargo, que un mundo abundante de reflejos pueda componer en un instante. La Belleza ahora está expansionada totalmente, no hay una parte de Belleza, no hay nada seccionable, es la totalidad la que está ahora expresando, radiante, la Belleza difuminada por todas las áreas estéticas del lienzo. No hay ninguna parte que sea más que otra, no hay contraste, toda tonalidad es la causa y es el efecto que producirá la Belleza, y que será completada en la mente ávida de multiplicidad, de diversidad, de la fascinación por la transformación ahora de la luz reflejada en cada  cosa. Su efecto es el más optimista y el más benéfico por su alejada sensación de cualquier cosa que no tenga ahora nada que ver con la multiplicidad, con la luz reflejada y con las formas mezcladas tan poderosas. Porque aquí no hay separación, no hay oposición, no hay otra cosa que conjunto, que pertenencia, que fortaleza ante la variedad que nos produce la impresión de estar ahora mirando tanta diversidad expresada, sin embargo, como si fuera una única y completada cosa. 

Luego estará la Belleza independiente, la prodigiosa por ser su causa una sola, por no tener otra cosa más que su mera fuerza simbólica. En la obra de Sargent vemos el retrato de una mujer real, Elizabeth Ebsworth. En él hay elementos estéticos de una composición brillante, armoniosa, sugerente. Los trazos impresionistas de una combinación radiante entre el vestido y el decorado tan simple de un retrato. Pero aquí, sin embargo, la Belleza es completamente objetiva, es única, es determinante, es el simbolismo más fiel del reflejo de una mujer y su retrato. La Belleza ahora no es tanto artística como personal, no podemos obviar que es una bella mujer la que, soberanamente, reina ahora por completo entre las formas representadas en la obra. Su causa es ella y su efecto también. Podremos elogiar su pose, podremos elogiar el efecto del vestido sobre su cuerpo, la elección de unos colores semejantes, su combinación y su efímero contraste. Pero no hay más que un lugar para significar la Belleza en esta obra, y es la efigie de una hermosa mujer entre las formas sublimes de su retrato. No es ahora la Belleza subjetiva, como lo era antes, en las dos obras impresionistas de Colman y Monet. No, ahora es la más objetiva de las bellezas, la que no puede sustraerse a otra cosa, la que no necesita otra cosa. La que no nos enseñará nada, la que no nos llevará lejos ni cerca, la que producirá la satisfacción más primigenia por ser la primera, la auténtica, la profunda Belleza. Su fuerza aquí es ella, no otra cosa, aunque lo fuese, aunque quisiésemos mirar otras cosas u otras posibles cosas estéticas. ¿Cuál es la más original Belleza? En el Arte no hay Belleza original. Es relativa, es la muestra de causas diferentes. En un caso es la imaginación que fluye ante el contraste de las formas, en otro caso es la totalidad de la luz reflejada de las formas, y, por último, es la forma misma, la única, la más definida, la individual, o la más eterna belleza de la forma.

(Óleo Torre vieja en Avignon, 1875, de Samuel Colman; Cuadro El río Petite Creuse, 1889, del pintor Claude Monet; Retrato de Elizabeth Ebsworth, 1897, del pintor John Singer Sargent, todas obras del Instituto de Arte de Chicago.)

2 de abril de 2022

La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.

 



Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente. 

El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces?  Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico. 

Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.

(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)