19 de enero de 2023

La sensibilidad más humana en el Arte actual expresada sin la representación figurativa de sus propios seres.



 El Arte siempre se habría impregnado de la filosofía de su época. En el Renacimiento, por ejemplo, fue el Neoplatonismo de Ficino; en el Romanticismo fueron los filósofos europeos, particularmente el Idealismo de la Naturphilosophie alemana de finales del siglo XVIII; en el Impresionismo y Modernismo de finales del siglo XIX y principios del XX fue el liberalismo burgués capitalista. Pero, desde finales del siglo XX en adelante, y que todavía perdura en nuestra sociedad, fue el Existencialismo, aquella filosofía humanista que pensadores franceses (Sartre, Camus) plasmaron en sus escritos y ensayos tan estimulantes. En la evolución estilística del Arte desde principios del siglo XX el ser humano se ha sentido huérfano, sin embargo, de cierto sentido existencial. Es precisamente desde finales del siglo XX y hasta hoy cuando los espíritus creativos han encontrado un cierto parnaso artístico extraordinario en la expresión estética más emotiva de la existencia y de su sentido del mundo. Creadores españoles actuales, espíritus sensibles que utilizan el Arte para expresar sus propios sentimientos, comienzan a crear sin las limitaciones estilísticas de escuelas, tendencias, tradición o arraigos. Cuando la expresión es libre y emotiva la creación artística alcanza su más alto sentido en el mundo. Los primeros creadores del Arte que tuvieron ese sensible prurito artístico fueron españoles, concretamente durante el Barroco espiritual tan ensimismado de mediados del siglo XVII. Un ejemplo lo es Francisco de Collantes (1599-1656). Pero fue el Romanticismo, claro está, la tendencia más precursoramente existencialista. Sin embargo, los románticos fueron más allá del sentimiento interior ensimismado del Existencialismo. Ellos utilizaron la metafísica del Idealismo y la sublimación de la Naturaleza para componer obras pictóricas llenas de color, de asombro, de paisajes imposibles o de enormes contradicciones estéticas. Tiempo después, el Impresionismo sería el primer estilo artístico que utilizaría la sensibilidad humana para representar la imagen emotiva. Pero, no sería la sensibilidad lo que primaría en el Impresionismo sino la imagen...  El Modernismo, las Vanguardias, la Abstracción, el Expresionismo abstracto se olvidarían del sentimiento individual, tratarían más bien de buscar o expresar un cierto sentimiento colectivo, propio además de las terribles experiencias bélicas o ideológicas que asaltaron la sociedad y el mundo en la primera mitad del siglo XX.

Pero la historia continúa su camino impertérrito, la sociedad avanzará siempre sin consideraciones emotivas. La desubicación del sentido artístico hoy en día tiene una sola respuesta estética: la expresión libre, íntima, sincera, emotiva y personal de los creadores, que buscarán así expresar sus propios sentimientos. El pintor actual malagueño Enrique Vázquez es un ejemplo significativo de eso. Asomado al Arte desde sus acuarelas propiciatorias, buscará en su expresión artística la fuerza emotiva de un sentimiento personal ineludible. En su obra Estío el pintor tratará de representar, con la calma, la paz y el sosiego de su encuadre, la serenidad de una contemplación existencial muy poderosa. Llena además de líneas, de geometría, de sombras y realce. Una composición estética atrevida y conseguida por una perspectiva y una tonalidad muy sorprendentes. Nada más. Quiero decir, no hay seres humanos, no hay ninguna representación figurativa del ser objeto y sujeto de esa misma necesidad expresiva. En la obra de Vázquez no hay seres humanos. Aquí el Existencialismo es una forma de subjetivismo primario donde lo que se ve es la sensación de lo que se siente: inspiración, ensimismamiento, reflexión íntima. Reflejo además de un mundo que nos acompaña para poder entenderlo ahora, sin embargo, sin la participación confusa de lo humano. En su otra obra, Generosidad natural, el artista malagueño buscará lo mismo, incluso llegará más allá: tratará de expresarnos, con belleza ilustrativa, la fuerza insobornable de una naturaleza generosa que ofrece ahora sus frutos sin esperar nada a cambio. Pero el pintor no compone ahora un árbol generoso en el propio escenario natural libre y campestre, no, lo compone en el mundo creado por el hombre. Así, lo compone encerrado por las mismas creaciones que el ser humano levantará para poder aislarse de la naturaleza. Es así como la expresión de esa generosidad natural el pintor la subraya aún más mostrando un ser no humano, un árbol, algo que, a pesar de su desarraigo ambiental, no sucumbirá jamás ante la fuerza de su alto designio generoso. 

Estas creaciones artísticas actuales, herederas del Impresionismo decimonónico y de la figuración del paisaje de todos los tiempos, nos lleva ahora, sin embargo, a un sentido existencial y emotivo que el Arte siempre debería expresar en sus obras. El pintor malagueño lo consigue con sencillez, pero también con la firmeza de un trazo poderoso y decidido. Brillantez artística y sentimiento emotivo. Dos cosas que ya los creadores del Barroco español del siglo XVII comenzaron a desarrollar sin sospechar siquiera que, muchos siglos después, los artistas creativos necesitarían seguir aún experimentándolo... Y es que la emotividad es lo único que merece ser valorado en una obra de Arte, sobre todo aquella que se precie de transmitir cualquier cosa que tenga que ver con la expresión más humana de una percepción estética. Y además, como en el caso de Vázquez, con la extraordinaria sutileza de plasmar una emoción humana sin la representación estética de ninguna figuración, sin embargo, que exprese esa misma humanidad. 

(Acuarela Estío, 2023, del pintor actual Enrique Vázquez, Colección Privada; Acuarela Generosidad natural, 2023, del mismo pintor, Colección Privada.)

8 de septiembre de 2022

Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.


 Hace un siglo creadores chilenos crearon en París un grupo artístico para tratar de responder a la maraña creativa que a comienzos de los años veinte latía poderosa en Europa. El Grupo de Montparnasse lo componían pintores que habían sido alumnos del Postimpresionismo pero querían ir más allá. El fuerte color y la transgresión compositiva les llevaron a destacar el Fauvismo, el Expresionismo y el Cubismo. Algunos consiguieron satisfacer su creatividad y otros, simplemente, pasaron a engrosar la marginal historia de aquellos que, sabiendo lo que quieren, no siempre logran expresarlo. Pero hubo un pintor chileno nacido en Valparaíso que, al menos, consiguió la difícil tarea creativa de compaginar innovación con la universal sensibilidad de lo que el Arte persigue con sus alardes. Camilo Mori (1896-1973) llevaría a cabo una pintura en París en 1926 a la que titularía El carrusel de los niños. Tiempo antes un poeta checo, Rainer María Rilke, había escrito: La verdadera patria del hombre es la infancia. ¿Cómo se puede coincidir tanto en dos creaciones artísticas? Porque lo que compuso el pintor chileno fue precisamente eso que escribió el poeta checo, y lo hizo desde la natural y expresiva sutileza que el Arte permite a sus creadores. En su obra hay Impresionismo, Fauvismo, Cubismo y una maravillosa interpretación estética de la naturaleza sagrada de la infancia. Para impresionar el Arte había obtenido de los pintores del siglo XIX la suerte de exponer formas y figuras sin la perfilación clásica de sus maestros. Pero esa eventualidad produjo la más extraordinaria forma de expresar una sombra sin dejar de ser parte esencial de su figura. Ambas se fusionaron, la figura y la sombra, en la poderosa expresión plástica de un reflejo diferente donde la luz nacía de las cosas y no éstas de aquélla. Pero antes de eso el pintor Manet experimentó con el tiempo, con el instante, con la sombra... Revolucionaría la impresión y la expresión clásica pero, también, el sentido comunicativo de lo que una imagen artística podía representar con un mensaje alusivo. Camilo Mori no transgrediría tanto como Manet, pero, sin embargo, conseguiría una vez aludir, serenamente, la mejor impresión expresiva que una simple imagen estética pudiera plasmar en un lienzo modernista. 

Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida. 

El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.

(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)