24 de febrero de 2011

La mezquindad frente al afán: la ambición, sus límites y su desdicha.



Al finalizar Francisco Pizarro la conquista del Perú llegaron pronto noticias a España de los fabulosos tesoros que había hallado. Fue por entonces, sobre el año 1532, cuando un joven vasco de Oñate, Lope de Aguirre (1510-1561), se encontraba en Sevilla -ciudad de donde salían los navíos hacia el Nuevo Mundo- a la espera de incorporarse a cualquier expedición que le ofreciera aventuras, oportunidades y riqueza. Así, acabaría llegando al Perú, pero su deseo y bravura fueron creciendo en un nuevo mundo violento, desmedido y ambicioso. En el año 1560 el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, decide aliviarse de los mercenarios inquietos y molestos que las guerras almagristas y pizarristas (enfrentamientos entre los propios conquistadores por la codicia desmedida) habían creado en el virreinato. Para ello idea una expedición de conquista muy codiciosa, imposible de desestimar por nadie: la conquista de El Dorado.

Ahí tuvo Lope de Aguirre su oportunidad buscada y deseada. Al poco tiempo de partir como sargento mayor de la expedición, alimenta el descontento entre los expedicionarios de El Dorado. Desquiciado del todo, Aguirre llegará incluso a asesinar al Justicia Mayor de la expedición, Ursúa, nombrado por el virrey comandante de la empresa conquistadora. Luego de atemorizar a los demás, tuvo la osadía de amotinarse contra la Corona con unos pocos cientos de soldados. En su desmedida ambición pretendía alzarse en príncipe del Perú. Hasta escribió una carta al rey Felipe II donde le expuso sus intenciones de libertad e independencia. Tiempo después, en una emboscada en la selva, las fuerzas del reino le acabaron rodeando y abatiendo para siempre. Desesperado y mezquino, llegaría a quitarle la vida a su propia hija que le acompañaba. Al final, dos marañones -soldados de su majestad Felipe II- consiguieron herirle de muerte con sus certeros arcabuces. Ahí, sólo un año después de iniciar aquella aventura imposible, acabaron las avariciosas y ruines ansias del llamado por entonces la cólera de Dios.

La actriz Joan Crawford (1905-1977) había crecido en un ambiente humilde y deslucido, una familia a la que pronto abandonaría el padre. Consiguió trabajar como bailarina y, según ciertas leyendas -que algo tendrán de verdad-, hasta llegó a actuar en algunas películas pornográficas de baja calidad. Años después su marido, el famoso hijo de Douglas Fairbanks, trataría de comprarlas para destruirlas. Pero la ambición de Crawford fue creciendo con los años, sin detenerse ante nada. Al contrario que la mayoría, Joan Crawford transformaría su imagen a la inversa... Creada una imagen de ella al principio de su carrera más femenina o clásica, aterciopelada o convencional -que le habían recomendado los propios estudios-, llegó luego a cambiarla por su verdadera, áspera, marcada, menos femenina pero, sin embargo, más auténtica imagen. Algo que, curiosamente, la acabaría llevando al éxito. Tuvo Crawford varios matrimonios, pero sólo pudo adoptar los hijos que tuvo. Una de ellos, Cristina, terminaría escribiendo un libro sobre su vida en el año 1978, Queridísima mamá, del cual se hizo una insulsa película en 1981. Gracias a esa película se acabaría descubriendo, para desesperación de sus fans, la verdadera y pérfida historia de Joan Crawford. Su último marido, Aldred Nu Steele, fue el presidente de la compañía Pepsi-Cola, el cual, a su muerte, le dejó en herencia tan pomposo y poderoso cargo. Con este nuevo poder tuvo ocasión de desarrollar, aún más, toda esa ambición que siempre interpretara en sus clásicas películas.

Cuando el rey mitológico Minos decide crear un laberinto para encerrar al feroz minotauro, le pidió a Dédalo -el mejor constructor griego- que lo crease con toda la seguridad precisa para que nadie escapase nunca. El rey, que no quería que nadie nunca supiese salir de allí, decidió incluso encerrar dentro del laberinto al propio Dédalo y a su hijo Ícaro. La necesidad imperiosa de salir llevó a Dédalo idear escapar de una forma maravillosa. Crearía entonces unas alas con pluma y cera y poder así conseguir volar, elevarse y huir del laberinto. Al terminar las alas Dédalo le ajustaría primero bien las suyas a Ícaro, dejándole claro que no volase ni demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque el agua del mar mojaría las alas impidiendo volar. Decidieron salir por fin y volar juntos por encima del laberinto, de las islas de Delos y del mar. Cuando Ícaro creyó, al verse poderoso al volar como un águila, alcanzar ahora el paraíso, se le olvidaría aquello que su padre le advirtiese. Se alejó de su lado ascendiendo peligrosamente sobre el cielo muy cerca del sol. Las ceras, que unían las pequeñas alas a su cuerpo, acabaron derritiéndose. Ícaro no pudo impedir caer al mar trágicamente. Así, de ese modo, junto a su infortunado deseo, terminaría él desapareciendo para siempre.

Los deseos intensos por conseguir lo que creemos necesitar más que cualquier otra cosa en el mundo, han llevado a algunas personas a morir en el intento, o, lo que es aún peor, dañar a otros por muy queridos y amados que pudieran ser. Es así la ambición desmedida. Esa actitud, tan aplaudida a veces, para aleccionar a los seres humanos en su caminar por la vida. ¿Qué de necesaria es? ¿Es posible vivir, alcanzar unas metas razonables, y no tener que acudir a ese deseo irrefrenable, tan ambicioso, tan desquiciado, atormentador y, a veces, hasta suicida? La vida nos demuestra en la mayoría de los casos que, como Ícaro, no es más que la medida apropiada lo que nos llevará a avanzar sin caer en el abismo. O como en Midas, aquel rey codicioso que una vez, cuando ayudase a Sileno, un viejo sátiro de la corte de Dioniso -el dios mitológico de lo desbordante-, éste le recompensa con lo que aquél más deseara nunca: convertir en oro todo lo que tocase. Tan feliz se veía Midas que nunca pensó que pudiera morir tan satisfecho. Al tocar la comida también ésta se convertía en oro. No pudo más y le pidió a Dioniso que rompiese ese hechizo. Éste, contando con haber dado una lección al rey, le dijo entonces que lavara su cuerpo en las aguas del sagrado río Pactolo y purificarse así de sus mezquinas ambiciones terrenales. Desde entonces no dejaron de acudir a ese río numerosos ambiciosos buscadores de oro. Y es que, en su virtuosa purificación, Midas no pudo impedir sembrar en el sedimento del río todas aquellas deseosas, engañosas y brillantes pepitas de oro.

(Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Lamento por Ícaro, 1898; Fotografía de la actriz Joan Crawford, 1942; Fotografía de Joan Crawford, en sus comienzos en el cine, con una imagen más suave en su rostro, 1931; Fotografía de la jovencísima Joan Crawford, 1927; Fotografía de Joan Crawford en 1943; Fotograma de la película Aguirre, la Cólera de Dios, 1972; Cuadro del pintor flamenco Frans Francken II, el joven, 1581.1642, La mesa del rey Midas, siglo XVII; Óleo del pintor Horace Vernet, Napoleón pasando revista en la batalla de Jena, 1806, símbolo de la mayor personalidad ambiciosa habida jamás.)

Vídeo de Possessed, 1947; Vídeo documental Crawford y Cristina.

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