¿A través de dónde nos llegan las cosas que nos hacen sentir? Los sentidos son lo primero que percibimos desde el primer momento del nacimiento. Todos ellos son descubiertos entonces casi de repente. El olfato es el más primitivo, el inicial, el primero de la senda que la vida nos ofrece entonces bruscamente. El tacto le sigue de inmediato, inevitable y consolador. El oído atronará, desconsiderado y justificador, cuando resuene nuestro llanto junto al mundo extraño que nos recibe. El gusto continúa justo después, necesario y vital, cuando ahora la vida pulse por mantenerte unido a ella y te alimente. La vista es lo último que experimentamos. Lo hacemos sin entender nada, deslumbrados y absortos cuando todo se calma y, de nuevo, curiosos, comencemos así, sin saber nada de nada, a intentar comprender ahora todo lo que veamos. Y lo hacemos para entender qué es lo que ahora nos rodea tan diferente y lejano a nuestro anterior refugio uterino tan consolador. Ese lugar íntimo, seguro y cálido de antes donde, quizás, tan sólo el gusto haya sido el único de todos los sentidos que entonces usáramos. Los filósofos en la antigüedad trataron de comprender la naturaleza que nos rodeaba tan solo a través de los sentidos. Algunos se preguntaban entonces qué cosa era -lo que de verdad significaba- aquello que percibían al pronto cuando mirasen algo, o tocasen algo o escuchasen algo.
Los griegos antiguos establecieron el conocimiento como un enfrentamiento entre lo que nos ofrecían los sentidos y lo que obteníamos, a cambio, por la razón, entendida ésta como el pensamiento que se deduce de un modo abstracto y no observando directamente la naturaleza. Estos filósofos acabaron diciendo que sólo la razón podría llevarnos al conocimiento de la realidad, que los sentidos no bastaban para mostrarla. Dos posiciones se crearon entonces: la que afirmaba que es imposible conocer la realidad, ya que los sentidos no son suficientes para entenderla; y la que aseguraba que la razón tiene toda la capacidad de captar la esencia -otra cosa ininteligible- de lo que los sentidos nos aporten de esa realidad. El pintor Jan Brueghel el viejo (1568-1625) fue un artista muy aficionado a la representación exuberante de la naturaleza, al paraíso florido y bello que ésta nos sugiere siempre que la miramos sorprendidos. En el año 1617 junto al grandioso Rubens crea Brueghel la serie pictórica Los Cinco Sentidos. Este pintor flamenco se encargaría de los detalles, del decorado o de las representaciones iconográficas que él deseaba significar con cada sentido. El maestro Rubens, a cambio, se dedicaría mejor a representar las figuras humanas, algo que tan bien sabía hacer y conocía como pocos pintores. Así se realizaron estas cinco obras que trataban de resaltar lo que para los artistas de entonces suponían cada uno de los cinco sentidos humanos.
La relatividad de las cosas se aprecia ahora en algunos de estos cuadros barrocos. Para el de la vista, por ejemplo, el creador flamenco nos representa lienzos y obras escultóricas retratadas en él, cosas bellas que podían ser disfrutadas con el sentido visual. Sin embargo, desde un punto de vista actual, el lienzo que representa el oído -tal vez el más sublime lienzo de los cinco- muestra, además de cuadros, objetos bellos y una original perspectiva artística, un paisaje aún mucho más impresionante a nuestros ojos sobre el fondo de la obra maestra. Con colores destacados y un extraordinario contraste, esta obra de Arte merecerá de las cinco obras, quizá, el más justificado de los comentarios y elogios artísticos. También incluyo otra excelente obra de Brueghel, Alegoría de la vista y el olfato. Al parecer sólo estos dos sentidos -la vista y el olfato- son los únicos que no necesitan de otro agente para que se lleven a cabo, para que puedan realizar su función receptora. Tanto el tacto como el gusto, y el oído a veces también, requieren de una participación activa del emisor exterior -y del receptor casi- para mediar ahora sus efectos. Sin embargo, el olfato y la vista son más sencillos en su ejecución, tan sólo precisan de la calmada e involuntaria actitud complaciente y contemplativa del que -pasivo además- recibe la sensación ajena de una naturaleza -o de una recreación artística- tan feraz, hermosa, benefactora o elogiosa, como maravillosa o misteriosa nos supongan sus efectos.
(Óleos de Jan Brueghel el Viejo y Rubens, Los Cinco Sentidos, La Vista, El Gusto, El Olfato, El Tacto y El Oído, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Alegoría de la Vista y el Olfato, Jan Brueghel el Viejo, 1620, Museo del Prado, Madrid.)
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