17 de octubre de 2011

La eternidad y el Arte son lo único existente, que no dividen el tiempo en etapas.



En la antigua ciudad de Elea del sur italiano nació en el 530 a. C. uno de los más grandes pensadores griegos de todos los tiempos, Parménides de Elea, un sabio griego fundamental en la Filosofía. Definiría la realidad como una cosa única, compacta, inmóvil y de forma esférica. Para Parménides la eternidad tiene todo el sentido, pero no como algo lejano e infinito sino como una negación total del tiempo. La eternidad es -según el pensador griego- la absoluta identidad de lo real consigo mismo. De ahí la esfericidad, algo definido, que rodea el espacio de lo real, pero que no tiene un fin nunca, sin final por su absoluta falta de límites. Podemos andar y andar por una superficie esférica pero siempre volvemos al principio, siempre regresamos al mismo lugar de antes. Sin fin, pero tampoco sin principio. El escritor y dramaturgo anglo-irlandés John B. Priestley (1894-1984) estrenó en Londres en el año 1937 su obra teatral El Tiempo y los Conway. Se trata de un relato extraordinario, algo que nadie antes se había atrevido a representar: la vida de una familia en dos momentos temporales alejados justificando además la narración con una alusión a la precognición, es decir, a la anticipación sensorial de algo que sucederá tiempo después. También representa la esclavitud al tiempo ineludible, del cual no podemos escapar pero al que tampoco podemos culpar de nada, porque no existe, ya que todo lo vivido es lo mismo siempre, todo se vive en un único y grandioso momento permanente.

Se inicia la representación en el año 1919, menos de un año después de haber terminado el drama devastador de la Primera Guerra Mundial. Los miembros de una familia británica divagan sobre las nuevas oportunidades de vivir en paz de una vez para siempre. Nunca más volverá a suceder -se dicen-, ni tan pronto, algo tan horrible. Se muestran confiados y alegres. Continúa la obra teatral luego en otro momento temporal, justo cuando han pasado veinte años. En este otro momento, el prebélico año de 1937, todo ha cambiado en la familia desde aquel año 1919. Ninguno de los sueños maravillosos de entonces han sido posible para nadie. Y lo que ahora sobreviene es incluso peor. No han aprendido nada. Sin embargo, toda esta desgracia nueva fue preconcebida por uno de ellos en la lejana tarde de 1919. Es justo ahora, justo cuando el tiempo regresa veinte años atrás -en el último acto-, cuando finaliza, sorprendentemente, la obra dramática. Su autor se había basado en un curioso ensayo literario, Un experimento con el tiempo del escritor J.W. Dunne (1875-1949). Según este escritor, en nuestra vida solo somos conscientes del tiempo presente, del tiempo que estamos viviendo ahora. Tanto el pasado como el futuro son solo representaciones abstractas, o de la memoria o del inconsciente. Pero si la conciencia pudiera ser liberada o desatada, ¿qué pasaría entonces? En los sueños, esos periodos de dominio del inconsciente, es cuando se simultanea el pasado, el presente y el futuro, es decir, cuando sucede todo en un mismo instante temporal.

La sucesión del tiempo lineal es una recreación -por tanto algo subjetivo- de la conciencia humana. Por otro lado, ¿qué es la intuición? Ésta no tiene una explicación científica ni racional. Su causa, el porqué de la intuición, su motivo, se ignora por completo. Sólo se sabe luego el resultado de esa intuición, es decir, solo podremos saber que eso -lo que presentimos antes- pueda suceder luego en algún momento dado, pero no podemos probarlo antes de que haya sucedido. ¿Por qué entonces la intuición? Porque no hay con la intuición una causa real que la justifique, por tanto, si no hay causa, no hay tiempo realmente. Esto es la sincronicidad, el hecho raro de que dos sucesos estén vinculados entre sí pero sin relación directa entre ellos, sin explicación racional, sin causa formal, como si el tiempo no obligara a que exista un antes y un después para explicarlo. Es por esto que la esfericidad del filósofo griego nos ayuda a entender algo este fenómeno. Es el hecho de que toda nuestra vida se concentre en un único espacio abierto y cerrado a la vez, de ida y vuelta, de causa y efecto, algo predecible pero también del todo aleatorio. Que si el tiempo en esa esfera existe es en su localidad no en su globalidad. Así es, quizá, como podamos escapar de la angustia del tiempo y su terrible esclavitud existencial. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) fue uno de los tantos pintores españoles desconocidos en la historia. Romántico por etapa y estilo, vivió sin embargo en el apogeo de la influencia artística del genial Goya. Fue el aura del maestro lo que ensombreció su fama. Pero consiguió reflejar en su pintura dos cosas decisivas en el Arte: la capacidad de sublimar -como hiciera Goya- cualquier crítica de la sociedad, y, por otro lado, ser un maravilloso precursor del Impresionismo. Como en la obra dramática de Priestley, el pintor Lucas Velázquez nos ayuda a comprender que, aunque no queramos, no estamos sino esclavizados por el tiempo. Sujetos a algo que deviene en lo mismo siempre: repetir nuestros errores. Siendo autocomplacientes pensando que las cosas y los sucesos que nos pasan cambiarán con el tiempo, a mejorar porque sí. Esa es nuestra terrible condena: ni entender que el tiempo no existe ni comprender que lo que nos salva es nuestra capacidad de aprender y avanzar como si la vida y el tiempo no fuesen más que un mero juego de palabras.

(Cuadro Un Mundo, de la pintora catalana Ángeles Santos, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid; Óleo del pintor andaluz Guillermo Pérez Villalta, Esfera con escaleras, 1986, particular; Obra del gran pintor surrealista René Magritte, Eternidad, 1935; Representación del Uróboro, símbolo de la eternidad, serpiente que se muerde la cola; Grabado del artista holandés Maurits Cornelis Escher, 1898-1972, Mano con esfera reflectante, 1935; Óleo del pintor español Eugenio Lucas Velázquez, Sábado con desnudos, siglo XIX, Madrid; Extraordinario lienzo del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Encadenados, siglo XIX, Madrid.)

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