3 de marzo de 2016

La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.



Ante un universo tan extenso de creatividad hay a veces que restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender que, lo que ahora estamos viendo, es algo más que un cuadro, mucho más que una imagen bella o abrumadoramente estética. Pero, no siempre todos los pintores lo conseguirán plasmar así en sus creaciones artísticas. Es como el amor, que no siempre sus alas llegarán a conseguir alcanzar parte de lo que sí puedan hacer vibrar en otras ocasiones extraordinarias. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, se marcharía de su natal Bruselas en el año 1843 para no volver jamás. Por aquel entonces el Romanticismo iría poco a poco orillándose, o marginándose, frente a su antecedente estético más encumbrado, el Clasicismo, esa tendencia sostenida ahora de nuevo -mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo social agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte más realista, ese estilo que -después de aprenderlo en la Academia de Bellas Artes parisina, la mejor institución de Arte entonces conocida- se encontraba ahora abundante entre las calles solitarias, entre los bulevares deprimidos o entre los lugares más sórdidos de la vida real de aquel París tan convulso de comienzos del segundo imperio.

Para la Exposición de París del año 1855 presentaría el pintor belga una obra que había realizado un año antes, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social muy deplorable por entonces. En una calle de París varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a una madre pobre y a sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París y la nieve cubre la acera fieramente con su blanca sombra indiferente. Frente a un desangelado muro de la calle se observan, irónicamente, carteles donde anuncian bailes y ofertas de casas lujosas. El pintor no solo describe ahora la escena triste, también la reivindica con el gesto humano de una dama que ahora se dirige a un soldado para que tenga caridad... Poco antes -el tiempo es un alarde sutil que el pintor utiliza hábilmente en su obra- un viejo inválido había hecho inútilmente la misma crítica. A pesar de esta denuncia social la obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la exigente Exposición parisina. Y, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado por su negativo impacto, decretaría que a partir de entonces los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto. No se sabe muy bien por qué, pero el caso fue que aquel estilo de pintura realista y crítica la cambiaría el pintor, para siempre, en el año 1860. A partir de entonces Stevens pintará mujeres elegantes, tan solo mujeres bellas en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más que eso. Y su genialidad artística tendría ahora mucho de detallismo artístico, de exquisito modo de representar no solo lo que era la mujer sino también de todo lo que la rodeaba. 

Tanto y tan bien lo haría el pintor que fue comparado con el detallista barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, ya que la pintura realista de Stevens es maravillosa por su cuidada manera de dibujar todo lo preciso, pero, también por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tuviese una personalidad tan expresiva que llegase a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es la titulada El baño, compuesta en el año 1867, en ella se refleja todo lo dicho antes de él y de su Arte. ¿Qué está pensando ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista: hacernos elucubrar ahora tan solo para acercarnos a percibir un bello gesto, no para entenderlo. La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho con su vida y por eso las pintaba así: debía él sobrevivir... Obtuvo con sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas por entonces. Como, por ejemplo, sucedió con El ramo, una obra del año 1857 famosa por su etérea belleza. Y no pudo ya dejar de pintar así... Sin embargo, su vida personal no supo él dirigirla tan bien como su Arte: acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría además a vivir muy cerca de la costa, algo que el pintor no podría satisfacer ya como antes. Pero un tratante de Arte le ayudaría entonces y le llegaría a ofrecer 50.000 francos por esas obras que él sabía pintar y tanto gustaban. Así continuaría el pintor hasta que, al pasar los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París decadentista de finales del siglo XIX, ese mismo siglo que años antes, sin embargo, le viese triunfar. Pero antes de eso, antes de acabar así el pintor insatisfecho, sin más que aquellas cosas que pudo hacer de joven y ya no, antes de terminar incluso de volver a hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses muy transgresoras para aquella sociedad tan hipócrita.

Una de ellas sería un homenaje al Impresionismo, una tendencia que él nunca llegara, a pesar de algún intento, a componer con su Arte clásico y realista. Para ello acudiría el pintor a una de las modelos retratadas por la nueva tendencia impresionista -y pintora ella también-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, el pintor Alfred Stevens compuso la imagen de la bella y atrevida pintora francesa. Musa incluso que fuera del pintor Manet, ya que era la mujer desnuda de su impactante obra Desayuno en la Hierba. Pero, en su obra, Stevens logra ahora asombrarnos no tanto eróticamente como de otra forma. Una particular suya que tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes por su misterio o por su grandeza. Aquí crea una belleza sosegada y sin rubor, sin pasión incluso, sin otra cosa más que su corrección estética y social. Pero no se conformaría el pintor solo con eso... Una vez, ignoro en qué fecha, pintaría Stevens una obra extraordinaria para ser un pintor tan socialmente correcto. Es la obra que encabeza la entrada y que tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir de esta obra. Sólo la firma del autor -que sí es visible- acredita claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesita saber más para admirarla. El pintor de las bellas damas parisinas con sus perfectas poses correctas, tan vestidas, tímidas, recatadas, arregladas o predispuestas, pintaría entonces una joven que ahora muestra incluso uno de sus pechos descubierto. Sólo eso y un vestido esplendoroso. Había ahora que criticar también, como lo hiciera el pintor al principio de su vida. Había que utilizar su maravilloso Arte de retratos para denunciar ahora, bellamente, un fracaso sentimental. Pero, no lo creo. Y si no es sentimental entonces, ¿qué fracaso es ahora ese que el pintor retrata? El de la misma sociedad desalmada de entonces. El de esa sociedad que, como la desolada joven del retrato, tuviese ahora que esconder, zaherido, su propio rostro avergonzado por el hecho bochornoso de haberse dejado vencer por unos deseos tan materialistas como ultrajantes.

(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)

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