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17 de agosto de 2025

Lo sublime de la expresión de la luz en el Arte no son sus reflejos ni sus efectos, sino su extrañeza sutil.

 






Sin luz no hay Arte. El Arte compone la luz y la luz compone, a su vez, al propio Arte. Son lo mismo. Pero, sin embargo, para el Arte la luz no es sino un elemento más en estas obras (tal vez el más importante) de su conjunto artístico. No viene dada (la luz) con solo poder iluminar una obra de Arte, sino que el pintor deviene en su creación ahora de la luz como una forma más; un cuerpo plástico que contrasta aquí, a su vez, con otras formas representadas para elevar, así, el conjunto estético a lo más excelso de una imagen artística grandiosa. Lo sublime verdaderamente del Arte estará compuesto de luz, de su existencia o de su ausencia, en las diferentes partes del conjunto artístico de una obra. Por esto cuando admiramos una creación pictórica al pronto, cuando la miramos ahora asombrados, extrañados así, gratamente ahora, por alguna expresión destacable de su iconografía, ésta estará ocasionada, con toda seguridad, por alguna luz compuesta de ciertas formas sutiles adheridas a la composición final de la obra de Arte. Es, así, ahora, la extrañeza del Arte... ¿Cómo puede ser casi tocado, sentido, no sólo visto, sino geometrizado casi, tan sólido ya como una piedra o una forma física cualquiera, ese elemento plástico ahora tan poco tangible, tan etéreo, tan frágil o inconsistente, por otra parte, como es la propia luz compuesta en un lienzo?  El Neoplatonismo del filósofo Plotino desarrollaría la teoría de que la Belleza es invisible, que se encuentra intrínseca en la vida, no en las formas en sí. Que se manifiesta en expresiones sutiles provenientes de una luz que ilumina así a la materia. Pero, además, la forma sin luz no tiene Belleza. Solo el fuego es el único elemento que tiene Belleza en sí mismo, porque el fuego luminoso no tiene forma propiamente pero, sin embargo, sí alguna expresión propia de ella, de una forma física aleatoria. Plotino hizo suya una idea platónica asimilada al Uno primordial (unidad grandiosa), como era el hecho de ser un gran foco de luz que emanaría en la tierra produciendo así la realidad completa y diversa. Todas las cosas, todas las formas, tienen luz... Sin embargo, la Belleza no se encuentra ahora en la forma en sí, sino tan solo en el resplandor causado por una luz en ella. Y este cuerpo invisible (sutil contradicción) nos llevará, cuando la conjunción de elementos en una obra de Arte es compuesta así, genialmente con luz, a producir en nosotros, anhelantes sujetos ahora de Belleza, el efecto emocional estético y gratificante de una extrañeza... ¿Qué será eso tan extraordinario, tan extraño, que no alcanzaremos a definir, pero que percibiremos, subyugados, ante la visión sublime de parte de una determinada obra?

Todo eso surgió al final del Manierismo y principios del Barroco. En ese choque artístico brutal, donde la Belleza fue zaherida entonces, con gusto pero zaherida, el Arte descubriría la maravillosa excusa de la luz para poder representar ahora sombras expresivas, pero también formas sin forma..., algo que pudiera incluir un elemento decisivo en la creación artística, un gesto producido ahora no ya en el objeto artístico, en el propio cuadro, sino en el sujeto perceptor, en el observador final asombrado de un cuadro, como es así el hecho emotivo de una extrañeza... Y esa extrañeza producida no es más que el reflejo poderoso de una extrañeza estética compuesta de algún modo por el elemento de luz creado en el cuadro. Empezaremos en España de la mano de un pintor conocido especialmente por una temática artística que él iniciaría casi, el Bodegón. Este género artístico no se consideraba entonces (siglo XVII) elevado ni excelso en el Arte: pintar alimentos aislados, desordenados, sin vida, sin sentido, consideraban entonces los teóricos del Arte que no se podría valorar como gran Arte. ¿Qué hizo especialmente para componer la extrañeza entonces Juan Sánchez Cotán (1560-1627)? Utilizó entonces la luz, y, a veces (como en este caso), además otras cosas... En este bodegón compuesto por Cotán entre los años 1600 y 1602, actualmente expuesto en el Museo de Arte de San Diego, podemos observar el extraordinario sentido de la luz ahora como un referente plástico más dentro de la sutil composición artística. La obra Bodegón (Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino) de Sánchez Cotán es una creación barroca que permite observar aquí el gran genio decisivo (de decisión, de algo elegido claramente en el lienzo) de un pintor entusiasmado con la perspectiva, con la luz, con el orden desordenado o con la geometría... Su original composición nos asombra ahora, hay en ella así una extrañeza, una que se percibe ligeramente, pero que existe, en el orbe tan limitado o conciso del cuadro. El pintor español elige aquí pocas cosas, unos pocos elementos artísticos diversos expresados ahora como formas, luces, posiciones, sentido... Enmarca el pintor, primeramente, el conjunto de productos vegetales en una pequeña cámara protectora de temperatura (cantarera), lo que produce además oscuridad y un escenario concreto. Luego dirige desde un lado izquierdo frontal el foco de luz interior (artificial, no natural) que iluminará por completo, sin producir sombras, a dos elementos del conjunto (el membrillo y el repollo). Para esto debe situar esos dos elementos a la altura suficiente como para que el ángulo de reflejo luminoso no proyecte ahora en el suelo limitado de la cantarera la sombra correspondiente de ellos. Los cuelga ambos, pero ahora uno más alto que el otro, además. El resto de elementos (melón y pepino) están posicionados en el suelo cuadrilátero de la cantarera. ¿Qué sentido tiene repetir el elemento melón, en este caso una porción cortada del mismo, para completar parte del conjunto? La creación artística tiene sus peculiaridades, sus extrañezas... No pinta Cotán esta porción de melón paralela al melón cortado por la mitad, sino ahora incidente a éste, opuesto el eje de la imagen de la forma de la porción en el sentido del otro. Así que, aquí, la sombra proyectada del melón sobre su porción cortada creará además una forma artística... Y, por último, el pepino es compuesto así, girado de ese modo, para crear a su vez otras sombras, tanto la de la perspectiva propia de su sentido en el suelo de la cantarera, como la de la que se crea al sobresalir aquel del suelo de ésta, y que formarán, a su vez, las dos sombras un ángulo recto (imaginado) en dos planos distintos. Finalmente, se creará el genial sentido geométrico sobrevenido del conjunto de los elementos vegetales compuestos así: una curva hipérbola formada desde el extremo superior izquierdo del membrillo hasta el inferior derecho del pepino. Cinco elementos iluminados (número impar) que se sitúan así, de ese modo extraño, para crear este conjunto tan sorprendente dentro del vulgar tema artístico de un bodegón en la historia del Arte.

Un año antes o en el mismo tiempo (1601) el gran creador italiano Caravaggio compuso su genial obra naturalista (barroca) La vocación de san Mateo. Siete figuras (número impar) comprenden aquí el conjunto artístico del cuadro barroco. Hay también ángulo (geometría) aquí; para representarlo el pintor elevará dos figuras humanas y sentará a cinco. Sin embargo, es ahora la luz, no las figuras, quien predominará en la geometría artística sorprendente del cuadro. Una luz, en este caso natural, aunque parece artificial, es aquí la protagonista emergente, la extrañeza del cuadro. Debe ser el atardecer el momento temporal representado, cuando ahora el sol está posicionado más bajo sobre el horizonte. Y la luz entrará no por la ventana que vemos, orientada tal vez al sur, sino por una puerta a espaldas de los personajes levantados (Jesús y Pedro). Esta luz es ahora muy poderosa pero limitada, tiene forma y creará formas. Pero no es lo único (como en la anterior obra barroca) que produce extrañeza, sorpresa... Aquí, ahora, son también las manos. Todos los personajes representados las muestran. Al menos una. No hay diálogos verbales, no hay voces aquí, solo gestos, unos elementos pictóricos que transmiten aquí la comunicación precisa de la obra sagrada. El diálogo se origina, equilibradamente, desde la derecha con las manos derechas de Jesús y Pedro, y se contesta a la izquierda con la mano izquierda de Mateo. Como la luz, se creará una dirección de diálogo donde la perspectiva se compone de dos formas artísticas necesarias: el rayo de luz y las tres manos que señalan. La sombra y la luz se complementan aquí equilibradamente; no como antes, en el Bodegón de Cotán, que solo la luz poderosa reinaba sobre las pequeñas sombras aisladas. Aquí la luz y la oscuridad se oponen y resisten mutuamente. Es el tenebrismo de Caravaggio frente al luminismo de Cotán. Tienen con el pintor milanés un sentido no solo estético sino doctrinal: el misterio oculto de la verdad iluminará la mentira infame de un oficio avieso (san Mateo era recaudador de impuestos antes de convertirse). La extrañeza es aquí sublime, magistral, en esta obra barroca naturalista porque ahora la luz no nos dirá mucho más que la oscuridad...

El último cuadro nos seduce también tanto por su luz poderosa como por su extrañeza luminosa. Es la obra de un pintor luminista del siglo XIX español, Manuel Ussel de Guimbarda (1833-1907). Radicado en Sevilla entre los años 1867 y 1886, pintaría como sus colegas de la Escuela de Alcalá de Guadaíra, al aire libre. Los luministas de esta escuela pictórica eran realmente así plenairistas, como aquellos impresionistas o paisajistas franceses que idearon pintar ya fuera de los estudios. El pintor nacido en Cuba buscará, sin embargo, ahora más la luz que cualquier otra cosa en su obra. Y lo consigue además en el lugar (una calle de Sevilla) donde la luz se proyecta aún más (tal vez lo valorase por su natal luminosidad caribeña) con la claridad deslumbrante y poderosa de un vibrante paisaje andaluz soleado. Aquí la extrañeza es esa verosimilitud de elementos plásticos iluminados que la luz solar obtiene, sin mucho esfuerzo, para que el pintor se limite a retratarla gozoso. Como en el Bodegón de Cotán (a diferencia del cuadro de Caravaggio), aquí el foco de luz proviene de un ángulo superior izquierdo que, muy poderosamente, incidirá del todo en el escenario de un cruce de calles sevillano. Los colores están aquí matizados, difuminados casi en la totalidad del paisaje urbano por el poderoso sentido luminoso de una luz solar extraordinaria. Una luz cuyas sombras no hieren ahora nada del conjunto, solo estas están creadas aquí para acompañar, como un elemento iconográfico más, al verdadero protagonista del cuadro, que no serán las vendedoras de rosquillas sino la luz, la inmensa, desafiante, iluminadora, creadora, vivificante y dura luz. Clarificadora aquí además de todas las cosas... Ella, la luz, es la que da sentido a la obra y producirá así la extrañeza. ¿Qué extrañeza? La de crear todo lo demás que ella no pueda crear, sin la ayuda de un pintor inspirado, para dar sentido iconográfico a una composición guiada por ella misma, por la luz natural de una mañana luminosa. Mañana iluminada que, en este caso, veremos reflejar más que cualquier otra cosa en la representación costumbrista de nueve figuras humanas (otro número impar si elegimos incluir al bebé dentro de su madre) que acompañan aquí la fuerza poderosa de un  luminismo-plenairista extraordinariamente compuesto.

(Óleo sobre lienzo Bodegón con membrillo, coliflor, melón y pepino, año 1602, del pintor español Juan Sánchez Cotán, Museo de Arte de San Diego, California; Óleo La vocación de san Mateo, 1601, del pintor Caravaggio, Iglesia de san Luis de los Franceses, Roma; Óleo sobre lienzo Vendedoras de rosquillas en una calle de Sevilla, 1881, del pintor español Manuel Ussel de Guimbarda, Museo Colección de Carmen Thyssen-Bornemisza, Málaga.)

17 de agosto de 2020

El verdadero sentido de la relatividad del mundo fue expresado por el Romanticismo entre rasgos de brumosidad.



¿Es ahora cuando vivimos en la modernidad? Porque ayer, al parecer, lo hacíamos en la antigüedad... Qué pensarían entonces los habitantes de esa antigüedad, ¿vivirían ellos así, tan antiguos, hundidos en la perspectiva tan poco moderna de sus meras apariencias? Cuando el pintor romántico Turner fue a Roma para encontrar el sentido que su visión del Arte tuviese admirando el clasicismo más encumbrado en la historia, hallaría que el decadentismo de un pasado estaba irremediablemente unido al sentido artístico más actual del mundo. Pintaría años después, de memoria, una visión que él tuviese del ruinoso foro de la antigua Roma desde una de sus colinas modernas. Al lienzo lo titularía Roma Moderna, Campo Vaccino, y en él aparecen pobladores contemporáneos, edificios construidos en la misma época del pintor así como el resplandor maravilloso de las antiguas construcciones ruinosas tan artísticas. En su visión romántica nada es ni más ni menos real que el sentido artístico de lo que finalmente expresaría en su obra. Por eso la brumosidad de su lienzo responde a una necesidad estética más allá de sus realizaciones estilísticas tan particulares: hay una eternidad o, mejor dicho, una atemporalidad que el sentido de la historia imprime siempre de la visión que el ser humano tenga de la vida. ¿Somos la modernidad de lo de antes? ¿El pasado, es decir, lo que se dio antes de ahora, dejará de tener sentido real por una agregación de sucesos que, ahora novedosos, harán a lo anterior prácticamente nada? El pintor compone su obra romántica con el componente tonal prevalente de su color más dominante. Para el ánimo romántico el mundo es monocolor porque nada que lo distinga tiene que separar el sentido de su forma, el momento de su fin o la causa de su efecto. La grandeza del pintor fue nombrar la obra con el calificativo de moderna para la antigua ciudad imperial. Era la forma en la que el concepto frente a la imagen hacía una clara distinción temporal. Tan ilusoriamente creado estaba el sentido estético de su composición.

Doscientos años después de su creación, la obra de Turner nos es, sin embargo, absolutamente arcaica. ¿Dónde está ahí la modernidad que él quiso expresar? No la vemos por ningún lado, como tampoco veremos el contraste estético entre luz y oscuridad propio de sus obras. La luz en la obra de Turner es tan poderosa que no se ve incluso, que no existe realmente porque está en todas y en ninguna parte. Consigue el pintor romántico en sus obras hacer de la luz una metáfora, una especie de sinsentido que aporte dimensiones, efectos, distancias o sublime deferencia de unas cosas sobre otras. No hay nada de eso en esta obra romántica, sin embargo. La disposición de las cosas está ahora sintonizada dentro de un único esquema de luz que no sustancia nada, sino que accidenta o añade partes similares de las cosas que, emergentes por su diferenciación, parecen separadas no porque lo estén sino porque el pintor así lo procura con sentido. Para nosotros, seres actuales, no hay nada de modernidad en lo que vemos. Es ahora un contrasentido estético... ¿Cómo pudo calificar de moderno algo que no lo es? Pero es que el sentido estético de la obra romántica no fue ese, no tuvo nada que ver con la modernidad ni con el tiempo actuante. Es ahora una dislocación de cosas que el Arte hace para enfrentarnos con una perplejidad representativa. La realidad no es absoluta y el mundo no puede ser definido nunca en un tiempo dado. Siempre hay momentos posteriores que hagan inútil el calificativo de moderno. Para un observador contemporáneo la visión desde el lugar en el que el pintor situó su paleta, es la visión de un panorama no correspondiente a ningún referente temporal del paisaje. La representación de un efecto estético creativo no alcanzará nunca a añadir información real de un hecho, sino solo a emocionarnos con el sabio acontecer de su incisiva inspiración estética. 

Y la inspiración del pintor romántico fue mostrar la incongruencia de separar en tiempos distintos la grandiosidad de una creación artística. La belleza sobrevive en el hecho representativo y sobrepasará el efecto temporal de su distancia. No hay diferencia entre admirar una belleza de entonces y de ahora. Del mismo modo que no hay contraste entre la luz del atardecer o del amanecer en un paisaje. No refleja la obra nada especial porque no existe para eso, no compone con sus apariencias visibles el sentido material de un momento definido por el tiempo. No es necesario para trasladar a la emoción del que mira la verdad de lo que significa temporalmente. El Arte romántico viene a recomponer las diferencias espacio-temporales, cosas que en sus lugares inamovibles son lo único que aparece sin fisuras a los ojos insensibles de lo definitivo. No hay nada definitivo, como no hay nada comenzado del todo. El todo es una dimensión extendida que supera las diferencias encontradas por el desamparo de verlas separadas, sin sentido artístico, sin reflejo de lo que una emoción sea capaz de expresar en una imagen conciliadora de belleza. De una belleza atemporal, incondicional o versada solo en los alardes estéticos que pueda una composición creativa hacer de una parte señalada de la historia o del hombre. Nada hay que el tiempo descubra sin los valores universales de belleza que puedan hacer de un paisaje una obra de Arte. El Romanticismo surgió de ese sentimiento tan especial sin límites. Pura sintonía idealizada de una realidad universal sin la motivación humana temporal tan sensible que lo represente. ¿Por qué el mundo juzgará las cosas desde la concepción temporal de su magnitud cronológica? ¿Hay más verosimilitud, estética o la que sea, en un presente que en un pasado? El pintor Turner quiso contestar a esa pregunta con la brumosidad de su estilo tan moderno para entonces. Cuando la obra fue expuesta en la Royal Academy sería acompañada de un verso de Lord Byron: Ha salido la luna y, sin embargo, no es de noche y el sol todavía reparte el día con ella.  Como el poema romántico la obra de Turner evocaría la sublimidad perdurable de Roma, un lugar que habría sido para los artistas menos un lugar físico que un lugar especial en su imaginación tan desbordante.

(Óleo romántico Roma Moderna, Campo Vaccino, 1839, del pintor inglés Turner, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)


25 de julio de 2020

La cosmovisión del mundo cambió con el Impresionismo, pasó de lo universal a lo particular.



Ese fue un debate que tuvo en el conocimiento de la realidad las causas de su sentido cognoscitivo: o provenía de lo particular o provenía de lo general. Pero cuando el Arte traduce la realidad lo hace casi siempre con un espíritu clarificador y estético. Porque ambos van unidos para tratar de satisfacer una realidad autónoma de la que el ser humano se apropiaría con signos o rasgos de belleza. Realidad autónoma porque el Arte no obedece a principios naturales físicos propios de la vida, el Arte era otra cosa muy distinta de la realidad. Pero cuando el ser humano quiso expresar la realidad de lo que veía no encontró otra forma mejor que representar el mundo con belleza. Pero ésta era un concepto tan abstracto y tan alejado de la vida que no pudo el hombre más que adueñarse de ella con las formas. Así, el espíritu en el Arte desaparecería por completo entre las formas armoniosas de belleza, como sucedió en la Grecia clásica. Sin embargo, cuando el espíritu ganase la batalla de la historia a partir del siglo V d.C., el mundo del Arte no volvería a imitar la belleza de las cosas de la vida durante mucho tiempo, justo hasta el siglo XV con el Renacimiento y su recuperación de las bellas formas armoniosas. Pero, sin embargo, el espíritu seguiría dominando el mundo y sus representaciones armoniosas. La belleza ahora dispondría así de un sentido general o universal, uno que guiara o dominara al mundo y sus expresiones artísticas. Cuando el pintor Rafael Sanzio componía sus visiones universales de belleza, tenía muy claro que ese espíritu estaba plasmado entre las excelsas proporciones armoniosas de sus obras. Cuando el barroco Claudio de Lorena pintaba esos paisajes hermosos donde la vida fluía con un mundo extraordinario de belleza, aquel espíritu medieval seguía cabalgando orgulloso bajo los suaves matices verde-oscurecidos de su pintura. Lo universal -el espíritu- privilegiaba una forma de conocimiento estético que alcanzaba a componer la realidad de una manera que el ser humano había sospechado desde siglos antes en su historia. 

El Romanticismo fue la culminación de ese proceso estético donde lo universal era lo principal, es decir, desde donde partir para llegar a comprender o expresar el mundo y sus misterios. Con el pintor británico Turner la metáfora histórica del conocimiento estético de la vida fue llevada al máximo de belleza y sofisticación plástica en una obra de Arte. El ser humano podía llegar a poseer el sentido del mundo, su cosmovisión de él, bajo la visión universal del llamado método deductivo de la lógica. Este método lógico había sido glosado ya por Aristóteles y llevado luego a su desarrollo filosófico con la Escolástica medieval. Su manera de pensar consistía en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido. El Arte habría tomado esa máxima de un modo tácito para proseguir, a partir del Renacimiento, con su sentido expresivo más clarificador de belleza estética. El espíritu radicaba así en todas las formas o estilos donde la estética habría, de una u otra forma, representado al mundo y su belleza. Para eso la armonía habría sido sostenida por el principio deductivo de esa metáfora estética, tan asentada ya en la historia y su desarrollo a lo largo de los siglos. Turner pintaría en el año 1834 de ese modo deductivo su obra Incendio de las casas del Parlamento. La perspectiva tan universal de la obra romántica, así como su sentido deductivo filosófico, lo apreciaremos ahora en el impactante y desgarrador momento tan expresivo del instante romántico plasmado por el pintor. El sentido general de las llamas que suben hacia el universo infinito se refleja aquí en las aguas de lo particular del río terrenal tan finito de los hombres. Lo general está ahora siendo utilizado aquí para clarificar un modo particular que dé sentido al mundo y al hombre. Fuerza, desgarro de lo universal y pasión armonizada del mundo con la humanidad. La comprensión de la vida pasaría aquí por conciliar el espíritu universal con ese otro espíritu personal del mundo del hombre.

Pero todo ese sentido universal y general del conocimiento y de la cosmovisión del mundo, acabaría derrotado definitivamente al advenimiento de un sentido inductivo del saber y del ver, un sentido que el desarrollo de la historia situaría en el máximo esplendor de la Revolución Industrial del siglo XIX. Y su paradigma estético fue el Impresionismo. Científicamente ya había sido vislumbrado lo inductivo por los empiristas ingleses en el siglo XVII: el conocimiento de lo general parte de lo particular. Ahora el sentido se invertiría, por lo tanto. El conocimiento partiría así ahora de lo particular y para ello el sentido de lo individual clarificaría el sentido general del mundo y sus misterios. Ya no era necesario el espíritu. Por eso cuando los pintores impresionistas perciben el sentido estético del mundo no entienden que haya que expresar lo universal para nada en sus obras. Ahora se trataba de la vida concreta de las cosas, de sus impresiones particulares, las cuales determinarán así luego el sentido global del mundo y del hombre. Por esto cuando el impresionista Camille Pissarro se decide por pintar una calle de París el sentido estético lo expresaría solo en el mundo del hombre, en un microcosmos que, si acaso, es reflejado ahora en un plano superior del todo aquí innecesario, el plano de un universo metafórico ya absolutamente inútil para poder clarificar nada con él. Por eso la perspectiva (su punto de fuga) es aquí absoluta, determinante, definitoria, expresiva. La visión de esa perspectiva de fuga surge de un punto en el infinito que no es el universo espiritual o general de antes, sino que ahora es esa parte humana y terrenal que no vemos aquí por lo alejado que estaremos de su origen, pero no por lo distanciado que estemos de su sentido. El Impresionismo empezaría así cambiando la cosmovisión estética y llevaría en su peculiar gesto plástico la génesis de un nuevo acontecer en el mundo, tanto en lo artístico como en el pensamiento como en lo social. Fue este el resorte estético que daría paso a la Modernidad y que terminaría con la sagrada visión universal de lo misterioso, es decir, con aquello a partir de lo cual antes podíamos entendernos a nosotros mismos y al mundo. 

(Óleo Incendio de las casas del Parlamento, 1834, del pintor romántico Turner, Museo de Cleveland, EEUU.; Lienzo impresionista de Camille Pissarro, 1897, El bulevar de Montmartre de noche, National Gallery de Londres.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vedutista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera ya sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)

6 de junio de 2017

Fueron las estrellas, el cielo estrellado, la diferencia magistral que hizo prevalecer un pintor sobre otro.



Cuando Vincent van Gogh (1853-1890) se inspirase en septiembre del año 1888 en Arlés (Francia) para componer uno de los primeros nocturnos que crease, recordaría entonces el cuadro que, un año antes, su amigo el pintor Louis Anquetin (1861-1932) había compuesto de un café de París en un atardecer nocturno e invernal. Había coincidido el pintor Anquetin con van Gogh en la academia parisina del maestro Cormon, en donde ambos aprenderían los secretos clásicos de la pintura. Pero Anquetin había comprendido antes que van Gogh incluso la evolución que el Impresionismo habría de seguir para expresar las cosas ahora de otro modo. Era una tendencia rupturista, propiciada además por la Escuela de Pont Aven (donde Gauguin se influiría sobremanera), que hacía más plano el enfoque artístico en el lienzo y la manera en cómo los colores se expresaban en el conjunto artístico del cuadro. El arte japonés tuvo mucho que ver inicialmente en el desarrollo de esa tendencia llamada por entonces cloisonismo. Se perfilaban muy claramente los contornos de los objetos representados, formando un efecto de superficie plana donde la decoración era, además, una de sus características más destacable. 

Van Gogh lo comprendería pronto también y utilizaría esa forma de pintar de contornos destacados. Sin embargo, el genio holandés no acabaría de ver su estilo propio de esa misma forma. Entonces se marcharía al sur de Francia, a Arlés, en la brillante y azul costa mediterránea. Pero las noches ahí no son planas, son estrelladas. Cuando van Gogh compone su terraza de un café de Arlés lo hace con los rasgos característicos de la pintura de su amigo Anquetin: los perfiles de las cosas contorneados, las luces brillantes en lugares iluminados y el negro nocturno muy oscuro en los momentos más oscuros de la noche. Pero, también compuso entonces las estrellas brillantes del cielo azul mediterráneo de Arlés. Con ellas, sin idearlo probablemente así, alcanzaría a descubrir el sentido más profundo de su pintura: la emotividad exagerada de la vida entre escenas humanas descorazonadoras. Fue el primer nocturno estrellado que pintaría van Gogh, pero suficiente para descubrir el efecto fundamental que las cosas ambientales o naturales podían representar ahora en su obra rupturista. Con ello rompía aquel sentido plano, aquel decorado equilibrado de la pintura de Anquetin. Con esto su pasión ganaría la partida de los contornos postimpresionistas... y la de la historia.

Louis Anquetin pasaría a ser, sin embargo, un pintor más de aquellos años deslumbradores. Su intuición premonitoria, aquella forma de componer diferenciándose del Impresionismo exitoso, influiría luego en las obras de los famosos postimpresionistas más conocidos. Años después de su obra nocturna Anquetin abandonaría la modernidad tan vertiginosa, tratando de recuperar ahora los grandes maestros del barroco como un referente nuevo en las tendencias innovadoras. Pero la historia iba claramente ya por un lado diferente. El expresionismo ganaría pronto la batalla artística de la historia. Sin embargo, van Gogh moriría antes de todo eso. Él buscaría toda su vida artística el momento, el lugar y la pasión necesarias para componer el mejor lienzo que su deseo emotivo le provocase siempre. Lo consiguió, probablemente sin él llegar a saberlo. Porque es la pasión que mostramos ante algunas de las cosas de la vida lo que definirá, finalmente, la diferencia entre una decoración bellamente compuesta o todo lo contrario... Es decir, la emoción ahora destacada entre la belleza apenas perfilada o apenas contorneada en una obra.

(Óleo de Vincent van Gogh, Terraza de café por la noche, 1888, Museo Kröller-Müller, Países Bajos; Cuadro del pintor Louis Anquetin, Avenida de Clichy a las cinco de la tarde, 1887, Museo Wadsworth Atheneum, Connecticut, EEUU.)

15 de mayo de 2017

El compendio de la vida expresado en una obra de Arte: el realismo impresionista de Uhde.



En la interminable lista de pintores desconocidos está el alemán Fritz von Uhde (1848-1911). ¿Por qué? Pues porque se dedicó a pintar escenas banales, infantiles, sencillas y costumbristas, las llamadas también escenas de género. Lo hizo además en un momento fundamental de la gran cultura en Alemania, y esto le malograría frente a una sociedad muy exigente entonces por querer fijar grandiosas imágenes en un lienzo. Pero, aun así, ¿cómo es posible ese rechazo, a pesar de su virtuosa forma de pintar un lienzo? Van Gogh hizo lo mismo casi, y, sin embargo, ahí está el genio: en la más alta popularidad artística. Pero, aclaremos cosas. Primero van Gogh no fue reconocido mientras vivió, solo después de muerto la crítica modernista lo encumbraría gozosa. Segundo el Modernismo (postimpresionismo, vanguardias, etc...) ganaría la batalla artística al Impresionismo, y más aún al Impresionismo-Realista, el estilo al que más se consagraría Fritz von Uhde. Precisamente un estilo artístico éste que hoy, por ejemplo, valoraremos más que nunca. Porque en él se encuentra el reflejo verosímil de qué somos a la vez que el sesgado momento fugaz de lo impreciso... Ambas cosas determinarán, si lo pensamos bien, el sentido compendiado de una vida, de toda la vida, tanto la humana como la que no. Y, ¿qué mejor obra que una de Uhde para comprender esa sensación visual y emocional que siempre debería una obra de Arte suponer?

En el año 1890 el pintor alemán compone su lienzo Un viaje difícil. El Arte tiene siempre la ventaja de que todo lo que refleja es subjetivo, es decir, que lo que el espectador sugiere o percibe es lo que, realmente, expresará la obra. Da igual lo que el pintor haya ideado inicialmente en su mente: el Arte ha transformado ya completamente el sentido del emisor -su contenido concreto primordial- y lo ha llevado al del receptor -su sensible emoción encubierta-, haciendo ahora una pirueta expresiva para poder llegar al profundo sentido personal de cada uno. Pero esto no lo hace cualquier Arte, solo el Arte grandioso. Porque ahora, en esta obra realista-impresionista, ¿qué vemos traslucir desde su mera apariencia formal? En un camino incierto, deslucido, frío y agreste, una pareja unida avanzará, difícilmente, bajo un cielo sin color... En primer lugar, la perspectiva es apasionante, con ella veremos cómo sus líneas se concentran en un final también impreciso, un final que no se ve, que no se percibe siquiera parte alguna del lugar hacia donde, ahora, se dirigen ellos, la pareja de personajes anónimos representados en el cuadro. Porque en la obra estará representado todo, sin embargo. Y no sólo todo para comprenderlo estéticamente, sino que todo estará representado ahora para entender el sentido completo de la vida en un cuadro. 

En el lienzo de Fritz von Uhde hay espacio, tiempo y emoción. Tres cosas necesarias para compendiar el sentido de la vida en una obra de Arte. Vemos un escenario espacial: el camino orillado de árboles deshojados que compone así un sendero atravesado de barro por donde caminará, frágilmente, la pareja representada en el lienzo. Vemos también el tiempo: la pareja que avanza desde una posición inicial hasta una final, posición esta última que apenas apreciaremos bien en la obra. Hay por tanto un principio y hay un final. Se aprecia la diferencia de ambas posiciones en la perspectiva lineal y en el propio gesto de avance de la pareja unida. El tiempo es lo único que puede ahora hacernos prever aquí el momento presente, un tiempo que, luego, cuando las líneas coincidentes se acerquen poco a poco, precipitadas, acabará ya transformándose después en otro espacio, en otro momento aún no representado en la obra pero existente gracias a la sensación tan fluida de la misma. Y, por último, la emoción...  ¿Qué otra cosa realmente se apreciará más en este lienzo sugestivo? ¿Qué emoción o emociones percibiremos ahora de esa pareja que camina unida por el sendero itinerante o transeúnte... tan propio de la vida? Todas las emociones están ahora representadas ahí: la desesperación y la ternura, el dolor y la esperanza, la decisión y el cansancio, la persistencia y el sentimiento, la confianza y la amargura, la simpatía y el hallazgo...  ¿No es la vida todo eso? Y el pintor alemán lo retrataría todo eso en su lienzo impresionista-realista genialmente. Porque la vida es así: realista e impresionista, tanto como las cosas representadas en la obra. Realista son las emociones; Impresionista es el tiempo y el espacio. Debe ser así, además. Porque sólo deberán durar aquéllas y solo fluir éstas. Nada que verdaderamente importe en la vida puede ser representado sin merecer el reflejo real de una imagen emotiva. Todo lo demás, lo contingente y caduco de la vida, será ya tan fugaz como lo son las pinceladas impresionistas de este Arte pictórico, abandonadas aquí a su imprecisión y evanescencia por el alarde, tan descolorido como  elusivo, de sus sutiles trazos indistintos...

(Óleo Realista-Impresionista del pintor alemán Fritz von Uhde, El viaje difícil, 1890, Museo Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)

3 de marzo de 2016

La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.



Ante un universo tan extenso de creatividad hay a veces que restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender que, lo que ahora estamos viendo, es algo más que un cuadro, mucho más que una imagen bella o abrumadoramente estética. Pero, no siempre todos los pintores lo conseguirán plasmar así en sus creaciones artísticas. Es como el amor, que no siempre sus alas llegarán a conseguir alcanzar parte de lo que sí puedan hacer vibrar en otras ocasiones extraordinarias. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, se marcharía de su natal Bruselas en el año 1843 para no volver jamás. Por aquel entonces el Romanticismo iría poco a poco orillándose, o marginándose, frente a su antecedente estético más encumbrado, el Clasicismo, esa tendencia sostenida ahora de nuevo -mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo social agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte más realista, ese estilo que -después de aprenderlo en la Academia de Bellas Artes parisina, la mejor institución de Arte entonces conocida- se encontraba ahora abundante entre las calles solitarias, entre los bulevares deprimidos o entre los lugares más sórdidos de la vida real de aquel París tan convulso de comienzos del segundo imperio.

Para la Exposición de París del año 1855 presentaría el pintor belga una obra que había realizado un año antes, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social muy deplorable por entonces. En una calle de París varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a una madre pobre y a sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París y la nieve cubre la acera fieramente con su blanca sombra indiferente. Frente a un desangelado muro de la calle se observan, irónicamente, carteles donde anuncian bailes y ofertas de casas lujosas. El pintor no solo describe ahora la escena triste, también la reivindica con el gesto humano de una dama que ahora se dirige a un soldado para que tenga caridad... Poco antes -el tiempo es un alarde sutil que el pintor utiliza hábilmente en su obra- un viejo inválido había hecho inútilmente la misma crítica. A pesar de esta denuncia social la obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la exigente Exposición parisina. Y, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado por su negativo impacto, decretaría que a partir de entonces los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto. No se sabe muy bien por qué, pero el caso fue que aquel estilo de pintura realista y crítica la cambiaría el pintor, para siempre, en el año 1860. A partir de entonces Stevens pintará mujeres elegantes, tan solo mujeres bellas en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más que eso. Y su genialidad artística tendría ahora mucho de detallismo artístico, de exquisito modo de representar no solo lo que era la mujer sino también de todo lo que la rodeaba. 

Tanto y tan bien lo haría el pintor que fue comparado con el detallista barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, ya que la pintura realista de Stevens es maravillosa por su cuidada manera de dibujar todo lo preciso, pero, también por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tuviese una personalidad tan expresiva que llegase a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es la titulada El baño, compuesta en el año 1867, en ella se refleja todo lo dicho antes de él y de su Arte. ¿Qué está pensando ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista: hacernos elucubrar ahora tan solo para acercarnos a percibir un bello gesto, no para entenderlo. La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho con su vida y por eso las pintaba así: debía él sobrevivir... Obtuvo con sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas por entonces. Como, por ejemplo, sucedió con El ramo, una obra del año 1857 famosa por su etérea belleza. Y no pudo ya dejar de pintar así... Sin embargo, su vida personal no supo él dirigirla tan bien como su Arte: acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría además a vivir muy cerca de la costa, algo que el pintor no podría satisfacer ya como antes. Pero un tratante de Arte le ayudaría entonces y le llegaría a ofrecer 50.000 francos por esas obras que él sabía pintar y tanto gustaban. Así continuaría el pintor hasta que, al pasar los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París decadentista de finales del siglo XIX, ese mismo siglo que años antes, sin embargo, le viese triunfar. Pero antes de eso, antes de acabar así el pintor insatisfecho, sin más que aquellas cosas que pudo hacer de joven y ya no, antes de terminar incluso de volver a hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses muy transgresoras para aquella sociedad tan hipócrita.

Una de ellas sería un homenaje al Impresionismo, una tendencia que él nunca llegara, a pesar de algún intento, a componer con su Arte clásico y realista. Para ello acudiría el pintor a una de las modelos retratadas por la nueva tendencia impresionista -y pintora ella también-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, el pintor Alfred Stevens compuso la imagen de la bella y atrevida pintora francesa. Musa incluso que fuera del pintor Manet, ya que era la mujer desnuda de su impactante obra Desayuno en la Hierba. Pero, en su obra, Stevens logra ahora asombrarnos no tanto eróticamente como de otra forma. Una particular forma suya que tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes por su misterio o por su grandeza. Aquí crea una belleza sosegada y sin rubor, sin pasión incluso, sin otra cosa más que su corrección estética y social. Pero no se conformaría el pintor solo con eso... Una vez, ignoro en qué fecha, pintaría Stevens una obra extraordinaria para ser un pintor tan socialmente correcto. Es la obra que encabeza la entrada y que tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir de esta obra. Sólo la firma del autor -que sí es visible- acredita claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesita saber más para admirarla. El pintor de las bellas damas parisinas con sus perfectas poses correctas, tan vestidas, tímidas, recatadas, arregladas o predispuestas, pintaría entonces una joven que ahora muestra incluso uno de sus pechos descubierto. Sólo eso y un vestido esplendoroso. Había ahora que criticar también, como lo hiciera el pintor al principio de su vida. Había que utilizar su maravilloso Arte de retratos para denunciar ahora, bellamente, un fracaso sentimental. Pero, no lo creo. Y si no es sentimental entonces, ¿qué fracaso es ahora ese que el pintor retrata? El de la misma sociedad desalmada de entonces. El de esa sociedad que, como la desolada joven del retrato, tuviese ahora que esconder, zaherido, su propio rostro avergonzado por el hecho bochornoso de haberse dejado vencer por unos deseos tan materialistas como ultrajantes.

(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)

4 de septiembre de 2015

El anacrónico Romanticismo de la vida o la constatación palpable de una imposibilidad.



Cuando en la navidad del año 1913 desapareciera, de la iglesia de la Santa Cruz de  Nájera (La Rioja, España), el Tríptico de la Lamentación del pintor flamenco Ambrosius Benson (1490-1550), el mundo aún dispensaba un halo amable y sosegado de aquel romanticismo que el siglo XIX habría llevado a su esplendor... Los ladrones tenían muy claro entonces, como su conciencia les señalaría en su convencional avaricia, que el Arte seguía teniendo un valor incuestionable, muy avalado socialmente. Y ello a pesar de los avatares que el tiempo -podía tardarse en vender la obra- y unos compradores alejados pudieran ocasionar en tan arriesgada tarea delictiva. Ese Tríptico de Benson representaba a Cristo yacente ante su madre, a San Pedro y Santa Ana, y tendría unas dimensiones de casi dos metros de anchura por 1,4 metros de altura, así como un peso de 140 kilos aproximadamente. Es decir, que el botín artístico suponía un considerable esfuerzo romántico... teniendo en cuenta que los posibles compradores se encontrarían fuera de España y debían verlo en las mejores condiciones para adquirirlo. El Arte por entonces disponía todavía de esa clandestina forma de mercado en un mundo ávido por poseerlo (de admirarlo no de mercadearlo). Y el tesón por esperar a obtener su beneficio (en un caso económico y en otro espiritual) hacía de su arriesgado robo y tráfico una determinada forma de entender aún la vida y la Belleza, así como de los valores en los que ambos conceptos se sustentaban.

El treinta y uno de agosto del año 2015 se denunciaba a la policía española un robo en una iglesia de Sevilla. En la iglesia del Santo Ángel varias piezas de orfebrería y objetos de valor depositados y custodiados en ella habían desaparecido. En ese mes de agosto, mes que se encontraba cerrada la iglesia al público, se llevaron los ladrones varios elementos decorativos de metales nobles correspondientes al ajuar de la Virgen del Carmen, una imagen venerada en la iglesia sevillana desde el siglo XVII. Pero, así consta en la noticia publicada en la ciudad, no se habían llevado ninguna de las muchas obras de Arte que la iglesia del Santo Ángel dispone en cantidad, Pinturas y Esculturas artísticas, obras maestras del barroco y, por lo tanto, de una antigüedad y valor artístico considerables. Hace algunos meses conocimos la lamentable noticia de la destrucción de monumentos históricos en la antigua ciudad de Palmira en Siria. Y, hace solo dos días, la vergonzosa noticia de la terrible muerte de unos niños sirios en la costa turca cuando su familia trataba de embarcar, cruzando el Mediterráneo, con destino a un lugar mejor donde poder vivir en paz, lejos de la guerra, el horror y el fanatismo religioso. ¿Qué tienen que ver hoy en día el valor de las cosas ávidas, tanto de poseer como de admirar, con lo que tendrían que ver esas mismas cosas hace tan solo cien años? ¿Qué tiene que ver también ese fanatismo religioso islámico que sucede hoy en Siria, con la espiritualidad mahometana que un día brillase, por ejemplo, en la Córdoba medieval? Nada, absolutamente nada.

Cuando el mundo quiso constatar, a finales del siglo XVIII, un fenómeno humano que debería ser traducido en Belleza, surgió entonces el Romanticismo de los rincones más profundos del alma humana como un modo de sublimar la vida y sus miserias. Y ese Romanticismo -que hoy sigue traducido en muchas cosas mundanas y atávicas de la sociedad occidental- tuvo su manifestación cultural en la Literatura, en la Música, en la Pintura y, posteriormente, hasta en el Cine. Sirvió para sostener a una sociedad que luego se despeñaría, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por la senda terrible de un fatalismo inevitable. Pero ese sentimiento romántico terminaría acabando a comienzos de los años treinta, definitivamente. Y nunca más volvería a resurgir ese sentimiento romántico..., sino apenas como un decorado nostálgico para embellecer, parcialmente, las confusas miradas de un existencialismo y de una posmodernidad hoy superadas. En la Literatura, por ejemplo, hubo dos autores norteamericanos que quisieron reivindicar aquel Romanticismo: el novelista Scott Fiztgerald (1896-1940) y el escritor Hemingway (1899-1961). Este último, certificaría además su defunción para siempre. En aquellos difíciles años veinte y treinta del siglo XX -pronto hará cien años de aquello- el mundo cambiaría del todo para siempre. El primero -Fiztgerald- quiso seguir comprendiendo la vida desde un sentido romántico por excelencia: todo podría justificarse por amor. "Cuando oscurece -escribiría Fiztgerald- siempre se necesita a alguien". El segundo -Hemingway- alcanzaría a buscar un sentido a la vida desde el incipiente compromiso social y, luego, desde un existencialismo apesadumbrado constatando así la más absoluta soledad humana. Ambos escritores, probablemente, buscaron lo mismo, pero la historia les subsumió a ambos en el más terrible de los abismos. Scott Fiztgerald terminaría falleciendo a los cuarenta y cuatro años, decepcionado y abatido por completo; Hemingway acabaría quitándose la vida, con algunos años más, del mismo modo desolado que su compatriota.

(Tríptico de La Lamentación, primera mitad del siglo XVI, del pintor renacentista flamenco Ambrosius Benson, colección particular desconocida, una obra de Arte robada de una iglesia española en La Rioja, Nájera, en la Navidad de 1913; Fotografía de la Iglesia del Santo Ángel, ciudad de Sevilla, 2015; Imagen fotográfica de una procesión de la Virgen del Carmen, imagen consagrada y venerada en la Iglesia del Santo Ángel, donde se aprecian los objetos de valor de orfebrería que han podido ser sustraídos en el robo de agosto de 2015, Sevilla; Fotografía de un agente de policía turco llevando en brazos el cadáver de un niño sirio ahogado en las costas turcas, cuando trataba de embarcar con destino a Grecia, Septiembre de 2015.)

20 de mayo de 2015

La piedad del Arte, u otra forma de creer o no en lo que vemos.



Creer en el Arte no es un acto de excesiva fe, ya que podemos verlo, sentirlo e incluso tocarlo en ocasiones.  Pero, sin embargo, el Arte, al igual que cualquier metafísica distante, no existirá sin nosotros. El Arte es algo espiritual y físico a la vez, etéreo y terrenal, delimitado e inaccesible. Su origen, sin embargo, fue material antes que espiritual. El filósofo alemán Heidegger hablaría una vez en la ciudad de Atenas con respecto al origen del Arte. Entonces miraría el filósofo una estatua de Atenea, la diosa fundadora de la ciudad helena, y se preguntaría, inspirado: ¿Hacia dónde se dirige la mirada meditabunda de la diosa? Y se contestaría, diciendo: Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite.  El límite no es sólo contorno y marco, ni solamente aquello en lo que algo termina. Límite expresa aquello mediante lo cual algo se encuentra reunido en lo suyo propio para aparecer desde allí en su plenitud, para hacerse presente.  Al meditar el límite, Atenea ya tiene en su mirada aquello hacia donde tiene que mirar previamente el actuar humano, para hacer ahora aparecer lo divisado en la visibilidad de una obra.    Sin lo humano no hay Arte, pero, sin límite tampoco.   ¿Dónde, entonces, estará en el Arte lo metafísico, lo sublime, lo que lleve a una especie de piedad..., algo que, por ejemplo, provoque la devocionalidad en otras cosas...?

Cuando los antiguos mercaderes florentinos, un gremio poderoso de la Florencia medieval, hubieron alcanzado gran relevancia social, transformaron, a finales del siglo XIV, un antiguo almacén de granos en una renovada y moderna iglesia de la ciudad. Entonces utilizaron algunas de las capillas construidas para dedicarlas a los gremios de los comerciantes y de los artesanos. Fue una iglesia sorprendente e inédita, porque para entonces disponía de una estructura sin el diseño tradicional de un edificio sagrado conocido. Tenía tres plantas  y una curiosa fachada gótica, una pared exterior donde unas hornacinas embellecidas con arcos góticos albergaban las estatuas de unos santos florentinos. Tiempo después, en el año 1463, el tribunal jurídico de los gremios de Florencia, La Mercanzia, recibiría en donación una de las hornacinas exteriores que, además, había pertenecido antes al ahora declinante y opositor partido güelfo -un antiguo adversario de los mercaderes florentinos-. El pequeño altar exterior soportaba una estatua de bronce con la efigie de San Luis de Toulouse, realizada por el famoso escultor Donatello en el año 1423.  Pero, entonces los mercaderes florentinos decidieron cambiar esa escultura gótica de San Luis por un grupo escultórico nuevo totalmente revolucionario.  Decidieron componer entonces una escultura muy simbólica y atrevida con un mensaje especial: la unión de lo sagrado y divino con lo meramente terrenal.  Para ello eligieron un tema paradigmático en la metafísica de la fe evangélica: el momento en que el apóstol Tomás toca la herida de Jesús en su famosa actitud de duda. Para elaborar esa difícil composición -una hornacina de fachada no puede albergar en sus limitados contornos dos figuras tan grandes y robustas- llamaron al mejor escultor de Florencia en ese momento, Andrea Verrocchio (1435-1488).

Más de veinte años tardaría Verrocchio en componer el grupo escultórico. Para poder situarlo en la hornacina, tan limitada, debía necesariamente desplazar fuera, en el exterior de la hornacina, una parte de la pierna y del pie del santo escéptico, extrapolando así el Arte antiguo, el gótico, con un rasgo ahora muy moderno, renacentista, y que acabaría triunfando pronto en el Arte europeo occidental. El conjunto escultórico en bronce describía así la duda sagrada del apóstol Tomás. ¿Una duda sagrada? ¿Puede existir duda en lo sagrado...? Los artesanos y mercaderes florentinos eligieron ese tema de la duda porque ellos ofrecían así su diferencia metafísica con respecto a los partidarios del papado -los güelfos-, y simbolizaban con ese conjunto artístico la cualidad que ellos entendían más cercana a sus principios: que la divinidad sagrada y la terrenalidad humana podían convivir en este mundo sin contradecirse. Y el nuevo Arte renacentista vino a ayudarles maravillosamente.  Verrocchio -maestro además del gran Leonardo da Vinci- supo hacerlo aunando la mística más elevada con la sensación humana más material o escéptica.  Pero, también con la más ferviente y deseosa inspiración artística.

El malogrado filósofo austríaco Otto Weininger (1880-1903) escribiría una vez sobre la duda deseosa, sobre la piedad del Arte y sobre la fuerza humana para poder creer todo lo que se quisiera creer en este mundo:   La discriminación y la generalización, la fuerza y el amor, lo material y lo divino, todo sentimiento verdadero y leal del corazón humano, sea triste o alegre, se basa, en último término, en la piedad.  No es necesario, como para el genio, que es el hombre más piadoso, referir la fe a una entidad metafísica -la religión puede ser la afirmación de la propia personalidad y, con ella, la afirmación del mundo-, sino que puede extenderse también a un ser empírico -terrenal-, parecer que se consume en él y, sin embargo, sólo es una y la misma fe en un ser, en un valor, en una verdad, en un absoluto o en un dios.   La piedad no se halla únicamente en la posesión sino también en la lucha para alcanzarla. No sólo es piadoso el convencido proclamador de un Dios (como Handel o Fechner), también lo es aquel que, entre dudas y errores, va buscándolo sin desfallecer (como el poeta Lenau o como el pintor Durero). No es necesario que la piedad se detenga a considerar eternamente el universo (como Bach), puede también manifestarse como una religiosidad que acompaña a cada una de las cosas simples. No está ligada, tampoco, con la aparición de un fundador: los griegos han sido el pueblo más piadoso del mundo y sólo por eso su cultura ha sido la más elevada de todas las conocidas. Sin embargo, entre ellos no ha existido nunca ningún descollante fundador de religiones...


(Óleo El bautismo de Cristo, 1475, de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Hornacina con el grupo escultórico Cristo y santo Tomás, iglesia de San Miguel, Florencia, copia del original ubicado en la tercera planta de la iglesia de San Miguel, Florencia, 1488, Andrea Verrocchio; Fachada exterior de la iglesia de San Miguel, Florencia, donde se aprecia a la izquierda la hornacina con la copia de la escultura de Verrocchio, Florencia; Detalle del grupo escultórico de la hornacina, Florencia; Detalle de la escultura en bronce de Verrocchio, La duda de Santo Tomás -Cristo y Tomás-, 1488, Museo de la iglesia de San Miguel, Florencia.)