Pero, Hebbel llevaría a cabo antes otra cosa diferente. Transformaría primeramente el relato bíblico cristiano del libro de Judith; lo cambiaría de una leyenda utilitaria sagrada a una sagrada literatura romántica genial. Para ello, descubriría su intuición inspirada que Judith no fue solo a la tienda del general asirio Holofernes, enemigo de su pueblo judío asediado, para realizar una venganza patriótica, sino que lo haría realmente por amor... Un amor inconfesable, trastornador, encubierto, desconocido. El libro bíblico de Judith no retrataba a una mujer sino a una diosa heroica... Ni siquiera los judíos tuvieron a Judith en cuenta para nada en sus relatos sagrados. Sólo la biblia cristiana utilizaría a Judith para hacer de la heroína judía una fuerza religiosa poderosa ante el paganismo, ante la maldad, ante la ofensa sagrada. Compone entonces un personaje virtuoso, una joven viuda que decide enfrentarse al mal muy decidida, salvar así a su pueblo creyente, a su religión, y que, para ello, se acercará al fin al hombre tan infame para, sin perder su honra (no se entregaría nunca a él) emborrachando antes al general asirio, degollarlo luego decidida. Sin embargo, el poeta Hebbel, un creador romántico genuino, crearía una mujer enamorada... sin ella saberlo del todo. Puro romanticismo. Ya no es ella una viuda solamente, es ahora una viuda virgen, una mujer que no llegaría a amar ni a ser amada nunca antes. El que fue su marido en su noche de bodas no pudo o no supo amarla. Ella entonces recorrerá una vida de fantasma, como ese arquetipo utilizado por el Romanticismo puro de una mujer que camina sin ser vista, sin ser amada, sin amor alguno que poder satisfacer... Luego surgirá Holofernes, el hombre apasionado, el enemigo incidental, el poderoso que la ve y se prenda de una belleza perdida. Ella entonces, aprovechando ese deseo que imagina, justificará su decisión íntima e inconfesable con el recurso virtuoso de erigirse ahora en salvadora de su patria. Irá a la tienda de Holofernes y este la amará completamente ya, a diferencia del relato bíblico. Luego, al dormirse él, ella tendrá, necesariamente, que acabar con su vida para, así, ocultar la afrenta desconocida de su vil deseo tanto como para justificar su decisión patriótica o sagrada.
Y esa sensación, perturbadoramente enamorada, está en el cuadro romántico de Vernet. Lo está ahora bajo la sentida expresión confusa de una Judith que mira, sensible y agradecida, la figura tendida y confiada de su amante sobrevenido que, pronto, morirá. En el relato trágico del drama teatral de Hebbel, Judith es ahora una mujer atormentada que sufrirá ocultamente su deseo, uno de los recursos que el Romanticismo utilizará para hacer vencer al amor frente a cualquier otra cosa perturbadora. Heine, a cambio, y tal vez sin querer, no sólo terminaría con la grandiosa lírica alemana tradicional sino también con el sentido romántico por excelencia, un sentido que naufragaría, con los años, en la interesada visión de un mundo, de un microcosmos, muy diferente. De la Judith romántica de Hebbel como de la de Vernet deduciremos ahora además, providencialmente, tanto una cosmovisión anterior como una posterior, y que llevarían por entonces, en cada caso histórico, la sensación más auténtica de un sentimiento íntimo tan humano a su desatino social más utilitario. En la anterior con la sagrada visión eclesiástica de la Judith bíblica, en la posterior con la sesgada y cáustica panacea del enfrentamiento entre los sexos propiciado por una maliciosa malformación o por una sesgada malinterpretación de la propia sociedad. Entre ambos casos quedaría el drama de Hebbel y la pintura de Vernet, dos creadores románticos que, como Spengler propiciaría luego, no dedicarían su Arte a lo sistemático, a lo calculador, a lo matemático del gesto humano más profundo, sino a lo devenir del rostro más íntimo, del más desgarrador y del más humano por auténtico, por genuino, por su falta de cálculo y medida, por su única y merecedora forma, tan romántica, de vivir una pasión como de contenerla.
(Óleo Judith y Holofernes, 1832, del pintor romántico Horace Vernet, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.)
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