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20 de octubre de 2016

Un retrato gráfico de la egoísta, impasible y frívola humanidad: elocuente, sutil y crítico.



En los siglos pasados los seres humanos no podían conocer todas las cosas a menos que la vieran directamente. Salvo en los cuadros. Es de entender que los fenómenos extraños y los seres desconocidos o raros animaban a descubrirlos a la primera oportunidad. Hay que imaginar con qué curiosidad y avidez los ojos desacostumbrados a lo novedoso y espectacular pudieran observar por primera vez las exóticas, inéditas o temibles criaturas de la Naturaleza. Nunca un rinoceronte había sido visto en Europa antes del año 1743. Así que hay que comprender la expectación que el espécimen supuso entonces. Sí que había pisado otro rinoceronte Europa, pero hacía más de doscientos años, cuando le regalaron uno al rey Manuel de Portugal. Pero no pudo verse porque moriría ahogado en aguas del Mediterráneo antes de llegar a Roma en el año 1513. Láminas dibujadas con la imagen de un rinoceronte sí habían existido -el pintor alemán del Renacimiento Durero había hecho algunas-, pero nunca ojos europeos habían visto un ejemplar vivo de ese animal tan extraordinario. Un holandés crearía a mediados del siglo XVIII una exposición itinerante en Europa para exhibir un rinoceronte. Tuvo tanto éxito la muestra del animal que llegaría hasta a enriquecerse. En el año 1750 llegará a Venecia para el carnaval y, en pleno momento de emociones mundanas y alegres, exhibiría entonces un rinoceronte asiático para sorpresa y curiosidad de los venecianos.

Un mentor artístico quiso que un pintor veneciano, Pietro Longhi (1701-1784), eternizara aquel espectáculo maravilloso de la exposición del extraño animal. Longhi no pasaría a la historia de la Pintura de los grandes maestros venecianos. Comenzaría pintando obras históricas o religiosas, relevantes hazañas o mitos que representaban grandiosas gestas o leyendas, pero no triunfaría nunca con ellas. Esas obras suyas por entonces -pleno momento Rococó, un periodo desenfadado, frívolo y alejado de solemnidades- no serían tenidas muy en cuenta por el público. Así que, aconsejado por pintores experimentados, Longhi abandonaría las grandes historias por las pequeñas, cotidianas, costumbristas o rutinarias formas de mostrar momentos triviales de la época. El costumbrismo comenzaba a interesar y Longhi pintaría escenas humanas de venecianos disfrutando de sus cosas o disfrazados del carnaval. Pero, cuando el mecenas le pidiese que pintase el momento de la exhibición del rinoceronte en Venecia, Longhi consiguió realizar una extraordinaria obra maestra de Arte. Lo que consiguió entonces el pintor fue que, pintando una curiosidad animal, pintara realmente otra cosa... La obra presenta a la derecha una inscripción que, más o menos, dice así: Verdadero retrato de un rinoceronte llevado a cabo en Venecia en 1751 de la mano de Pietro Longhi por la comisión del patricio Giovanni Grimaldi.

El pintor compuso, al menos, dos versiones de esa obra -la otra está en el National Gallery londinense- y algunas otras pinturas mostrando solo un rinoceronte o un elefante. Pero únicamente esta obra -expuesta en un museo veneciano- muestra la curiosidad de no ser el rinoceronte el objeto de atención sino los propios observadores que miran en el cuadro. Porque en la obra hay representados espectadores anónimos -otros no, y éstos es posible que pagaran por salir ahí- y personajes relacionados con el rinoceronte. El mecenas del pintor es el hombre elegante y sin disfrazar en el centro del lienzo. El holandés oportunista está a la izquierda sosteniendo en su mano un cuerno roto -se desprendió un tiempo antes- del rinoceronte. ¿Fue un encargo la obra de Arte para mostrar elogiosamente a esos personajes?, ¿o fue una sutil forma artística de mostrar ahora el sinsentido de presenciar una observación inobservada? Porque nadie está mirando el objeto de observación al que han ido a ver. Podían haber sido retratados elegantemente mirando al animal. Incluso el argumento de exhibirse el rostro de algunos personajes no es una justificación: algunos tienen máscara y aun así no dirigen ahora su mirada al rinoceronte, único sentido objetivo de querer asistir a la visión del exótico animal.

Todos están ahora ajenos al sentido que los ha llevado allí. Desde el hombre de la pipa -único que parece mirar, aunque más parece divagar- hasta el resto de personas, adultos o niños -incluso la niña de arriba no sentirá ninguna curiosidad-, no están ahora observando nada que no sea su propia individualidad, su impasible y absorta mismidad. Porque cuando un ser humano mantiene su atención en algo ajeno a sí mismo es cuando dejará de ser un individuo egotista -ensimismado en sí mismo- para transformarse en un individuo real. Y el pintor veneciano supo extraer un sentido trascendente -por entonces posiblemente inextricable a sus contemporáneos- de un simple lienzo rococó desenfadado y alegre. Un sentido diferente por el hecho curioso ahora de, mostrando un objeto extraño -lo que debería ser motivo de atención-, exhibir en la pintura, sin embargo, las desafecciones o el desinterés de los humanos por todo aquello que no sea su propia imagen. Y qué mejor representación de la verdadera naturaleza de los seres humanos que esta curiosa obra. ¿Es que seguimos siendo ajenos a las cosas importantes que la vida nos pone por delante para dejar de mostrar interés y buscar ahora, a cambio, la propia exhibición vanidosa? 

Por eso la obra de Pietro Longhi es genial en sí misma, pues da igual lo bien que estén o no dispuestos los colores o la composición artística. Da igual que la obra no sea histórica o mitológica, o que contribuya a evolucionar o no el Arte y sus alardes estéticos. El hecho es que -queriendo o no- el poco exitoso pintor veneciano compuso una de las críticas sociales más sutiles de la humanidad: la de que el ser humano en el fondo es un ser desdeñoso de todo aquello que no sea él mismo. Un poeta contemporáneo del pintor -Carlo Goldoni-, veneciano como él, le dedicaría un verso prodigioso y elocuente al artista ilustrado: Longhi, tú que llamas a mi hermana musa de tu pincel que la verdad persigue... Y así lo hizo entonces, que la persiguió y lo dejaría muy claro con su obra cuando mostrase la absurda representación en su lienzo de una exhibición sin sentido.

(Detalle del cuadro El Rinoceronte, del pintor veneciano Pietro Longhi, 1751, Venecia; Óleo El Rinoceronte, 1751, Pietro Longhi, Museo Ca'Rezzonico, Venecia.)

21 de abril de 2016

El valor de la imagen universal, la más completa e intemporal, o el sentido más auténtico del Arte.



Pocas obras de Arte pueden conseguir hacernos comprender que en ella está la obra más completa o universal del mundo. No la más perfecta, que es una cosa distinta, sino la más completa, la que lo contiene todo y que, mirándola detenidamente nos llevará a sentir que no es necesario mirar ya nada más creado por el hombre, ni antes ni después, para acabar de entender lo que es el Arte. Y esa sensación, más espiritual que material por otra parte, es la que se siente observando una de las tres obras del tríptico La batalla de San Romano del pintor gótico-renacentista Paolo Uccello (1397-1475). Llega a tanto ese sentimiento etéreo, casi una emoción primitiva, que no hará falta saber nada de la batalla, ni lo que la causó, ni la fecha en que se produjo, ni los protagonistas que tuvo, para llegar a entender su completo sentido artístico. ¿Entender, exactamente, el qué? Porque cuando un cuadro hay que explicarlo mucho poco será el mérito artístico de su obra. Es más, si no sabemos nada de la historia que describe el cuadro aún sabremos -entenderemos- más de la propia obra de Arte reflejada en él. 

Fijémonos, por ejemplo,  en el enfrentamiento entre los dos caballeros medievales. En concreto en el caballero del caballo blanco y la silla azul, que es descabalgado ahora por la lanza decidida del otro caballero, el que acabaría siendo vencedor de la batalla. Pero, ¡qué maravilloso plano artístico con su caballo blanco, qué momento más glorioso eternizado en el lienzo! Es el gesto tan elegante y bellamente plástico que su personaje -Bernardino della Ciarda, jefe del ejército sienés- muestra ahora ante el desafortunado empuje de la lanza enemiga. Y esto a pesar de que el tríptico fuera encargado por los vencedores florentinos. El pintor Uccello era florentino, pero no era un propagandista sino un artista universal. Incluso la cabeza del soldado de Siena, situada justo detrás del caballo blanco vencido, nos confunde ahora con su imagen superpuesta: parece la del jinete lanceado antes de ser éste derribado. Tal es la irrealidad plástica tan maravillosa de la obra. Pero, no es esto lo único extraordinario aquí, y no ya por la genialidad artística, que lo es, sino por ser una obra de Arte fuera de lo ordinario para describir una batalla real tan decisiva.

Para este pintor prerrenacentista lo más importante en una obra de Arte es la perspectiva. Por entonces era lo más novedoso, lo técnicamente decisivo para afrontar un Arte pictórico que comenzaba a latir con fuerza. Pero, sin embargo, no utilizaría el pintor la perspectiva como era habitual por entonces: para establecer varios escenarios temporales diferentes en un mismo lienzo. Para Uccello la perspectiva es necesaria -como lo será siempre luego- para dar profundidad a un único momento temporal. Y en un único momento temporal pueden pasar muchas más cosas de las que, objetivamente, precisen mostrarse de una batalla en un cuadro. Y en uno de los tres momentos temporales pintados en su tríptico, El descabalgamiento de Bernardino della Ciarda en la batalla de San Romano -expuesto en la Galería de los Uffizi-, el pintor florentino nos presenta en la mitad superior de la obra cosas que para nada tienen que ver con una batalla cruenta, por muy importante que haya sido.

En esa parte de la obra se muestran un paisaje labrado con frutas apetitosas colgadas de un árbol y cazadores con sus galgos, liebres o conejos corriendo por el campo. Pero no hay límites ahí que los separen, todo está mezclado con todo. Nada ahí hace que las cosas no se puedan mezclar azarosas, o no sean también compartidas en el universo limitado del cuadro. Las lanzas, las alabardas, las armaduras de los jinetes escorados, los plumajes de sus yelmos, todo eso está ahora confundido con los árboles, con el paisaje profundo o con las inexistentes flores del campo. La irrealidad está vestida aquí de realidad gracias a la perspectiva o a la dinámica de los gestos gloriosos, heroicos y gallardos de los hombres. La lanza vinculadora y poderosa es el elemento estético que está expresado con más realidad de todo lo expuesto en la obra. El resto es infantil, ridículo, grotesco o extremadamente fantasioso. Pero, sin embargo, hay elementos pictóricos muy modernos para un lienzo tan arcaico, cosas que le dan además a la obra un estudiado diseño gráfico y artístico muy novedoso para la época. Las lanzas rotas o partidas en el suelo dibujan ahora una perfecta silueta ortogonal: son todas líneas paralelas que se cruzan rectangularmente, algo imposible de ser visto así o de quedar así de regular o de perfecto en cualquier batalla campal representada.

En este lienzo gótico-renacentista están, premonitoriamente, todas las tendencias y todos los periodos artísticos de la historia. Es como si a un ordenador le hubiésemos introducido todos los datos iconográficos de todas las tendencias artísticas para terminar por componer un compendio de todos los estilos en un lienzo virtual: del Renacimiento, del Barroco, del Rococó, del Neoclasicismo, del Romanticismo, del Realismo, del Impresionismo, del Cubismo, del Simbolismo, del Surrealismo... Porque están todos ahí, algunos mostrados en pequeñas cosas, otros en cosas más definidas y algunos más en grandes cosas. Como, por ejemplo, las lanzas guerreras, propias del barroco velazqueño; o como los caballos y las imágenes dinámicas de Rubens; o como el oscuro paisaje incongruente -parece de noche y es de día- propio del Romanticismo; o como los paisajes lejanos y relevantes de los descriptibles lienzos realistas; o como los árboles y sus frutos con el fugaz momento temporal retratado por los impresionistas; o como las metáforas visuales de las obras simbolistas; o como los objetos regulares y geométricos del Cubismo; o como el Surrealismo y sus gestos extraños de contrastes de unas imágenes con otras.

El poeta español José María Álvarez (1942) compuso para su obra El botín del mundo del año 1994 un verso inspirado en este tríptico de La Batalla de San Romano de Uccello:

"No estás aquí", dijiste,
con esa desmedida pretensión
tan femenina (¡Que no escape, que no se me escape!), y
encendiste con rabia
un cigarrillo, y te apartaste como
para mostrar disgusto (pero
tampoco mucho, no
vaya a
recelar; lo suficiente para
que sepa lo importante
que es que yo me abra
de piernas). Y, bueno, sí, llevabas
razón: No estaba
allí. Escuché tus suspiros, notaba
tus piernas enredadas como lianas en mis lomos,
el golpear de nuestros cuerpos en la cama, la uña inmensa
de la lujuria arañando
dentro de mi vientre, y tus besos en mi garganta, y,
sí, sin
duda, oí
el crujido del vacío al helarse. Pero
lo siento, querida, yo no estaba
allí. Yo estaba
contemplando una pintura
de Uccello, recreándome en mi memoria, y
cuando volví a aquel lecho
y te besé -"¿Y dónde voy a estar?" te
dije-, de la fogosidad de mis abrazos
-y esto no es poner en duda tus encantos-
un cincuenta por ciento, me imagino,
era de Uccello, de la plenitud
que me había invadido recordando
la belleza sin par de esa batalla.

Del poeta español José María Álvarez, (Cartagena, 1942).

(Tabla de temple al huevo del pintor Paolo Uccello, Niccoló Mauruzi da Tolentino desmonta a Bernardino della Ciarda en la Batalla de San Romano, del Tríptico de La Batalla de San Romano, 1440-60, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, Paolo Uccello, 1440-60, Galería de los Uffizi.)

20 de abril de 2015

La realidad o el sueño de las cosas, o el tiempo que nos toca vivir y el tiempo que quisiéramos hacerlo.



Cuando el siglo XIX comenzara a vivir luego de las belicosas campañas de Napoleón, la sociedad europea de entonces miraría por primera vez la cara de la realidad más desolada de la vida humana. La revolución del año 1848 fue el final de un pseudo-liberalismo que no supo satisfacer las necesidades de los seres humanos. El Romanticismo había pasado y el Realismo iniciaba, balbuceante, una nueva forma de comunicar las cosas de la dura sociedad industrial que evolucionaba hacia el caos humano más impredecible. Unos seres humanos que, desamparados y sin asideros espirituales o sociales, tratarían de adaptarse a una nueva realidad para no perecer, desubicados, en su gran avance. No hubo elección por entonces y la sociedad de mediados del siglo XIX se iría deshumanizando cada vez más a la sombra de una nebulosa industrial que acabaría condicionando la vida y la esperanza de los hombres. Unos creadores artísticos surgieron, poetas y pintores que trataron de hacer ver la terrible calamidad de una sociedad industrializada que acabaría ganando la batalla de la vida. El poeta francés Alphonse de Lamartine (1790-1869) empezaría creyendo que la política podía servir para mejorar la vida de los seres humanos. Luego de dedicarse a Francia como diputado, en el revolucionario año de 1848 llegará incluso a ser ministro del gobierno provisional nombrado a la caída del régimen de Luis Felipe de Orleans.

Trataría de mejorar las cosas así como de llevar algo de poesía y entusiasmo a la nueva gestión política francesa. Pero, inútilmente. Cuando se presentase a presidente de la república francesa a finales de aquel año fue derrotado por otro candidato diferente. Abandonaría entonces toda actividad pública y se dedicaría únicamente a escribir elegíacos versos líricos hasta el final de su vida bohemia. Escribiría entonces su poema El Lago, unos versos melancólicos con los que trataría de expresar la desconsolada forma que tenemos los seres humanos cuando tratamos de conciliar el tiempo que anhelaremos con el tiempo que realmente vivimos. Uno de los versos de aquel poema tan desalentador de Lamartine dice así:

Tiempo no vueles más. Que las olas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!
Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.
Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: "Sé más lenta", y la aurora
ya disipa la noche.
¡Oh, sí, amémonos, pues, y gozemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.

(El Lago, del poeta francés Alphonse de Lamartine, 1840.)


A finales del siglo XIX fue cuando llegaría verdaderamente el Realismo al Arte español. Muchos pintores españoles trataron de conseguir entonces lo que sus colegas literarios -Galdós, por ejemplo- habían hecho ya con la Literatura realista. Pero, no fue posible. Porque la imagen realista del Arte pictórico nunca llegaría a influir en el público tanto como lo hiciera el realismo literario. El arte literario siempre entretenía mucho más, sobre todo si la trama realista era de interés, pero incluso si denunciaba cosas entre sutiles palabras asombradas de belleza. Pero la Pintura realista no alcanzaría en España a seducir a un público muy poco dado a visiones impactantes o desagradables. Pero, no obstante, hubo algunos pintores que sí lo hicieron, a pesar del poco atractivo que tendrían sus obras realistas entonces. Antonio Fillol Granell (1870-1930) fue un pintor valenciano que quiso expresar el mundo desolado, cruel e insensible que la sociedad industrial de finales del siglo XIX obligaba a padecer a sus habitantes. Pintaría obras de denuncia social en una época donde la sociedad era reflejo de la propia degradación e inmadurez más despiadada del hombre. 

En su obra de Arte Después de la refriega nos muestra tanto a la sociedad como al hombre juntos. Pero, sin embargo, los expresaría a los dos igualmente desolados. Un hombre solo perece a los pies de la sociedad despiadada y desatenta, pero, también, igualmente abandonada. Nadie ni nada con vida está reflejado en el lienzo realista, sólo el cuerpo inerte de un hombre abatido en la calle. Ha ganado la sociedad tenebrosa y ésta aparece como es: infame, desolada, desdeñosa, silenciosa. Porque no era la sociedad lo que entonces podría cambiarse, y los poetas y creadores de Arte lo sospecharían convencidos. Ellos pensaban que era el ser humano el único que debía cambiar, para, luego, poder llegar a transformar la sociedad y sus cosas. Pero eso fue un terrible error de cálculo social imperdonable: dejar entonces exculpada a la sociedad. Fue una equivocación histórica que llevaría años después a las graves confrontaciones sociales y bélicas del siglo XX.

Cuando el poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892) comprendiese el desamparo del ser humano ante la dura sociedad, compuso su impactante obra poética Hojas de hierba (1855). En uno de sus versos narraba el poeta el ferviente existencialismo que, un siglo después, otros creadores expresarían ya de otra forma. Pero, entonces lo hizo con las hermosas palabras de una poesía claramente modernista. Whitman explicaría las claves que el ser humano debía entender para afrontar los retos que la dura sociedad le obligaba a tener. Hoy, en los inicios del siglo XXI, el hombre ha alcanzado los medios de conocimiento suficiente como para poder llegar a entenderse en su delirio. Porque hoy la sociedad, a diferencia de antes, sí que puede ya cambiarse: hoy sí existen los medios que antes no existían o no se habrían desarrollado aún. Así que hoy no hay ya excusa. No la hay porque no hay otra salida más que ese cambio posible. El ser humano y su sociedad humana han madurado más, y los mecanismos de comunicación global han llegado a unos niveles tan vertiginosos de información que no es posible ya engañar a nadie. La sociedad y la historia no tienen otro camino. Sólo es cuestión de tiempo. Pero la sociedad sí que puede ahora empezar ya a cambiar. Porque el hombre ya lo sabe...

"Emito mis alaridos por los techos de este mundo",
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre las pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro,
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron,
de nuestros "poetas muertos",
te ayudarán a caminar por la vida.
La sociedad de hoy somos nosotros:
Los "poetas vivos".
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas.

(Poesía No te detengas, de la obra lírica Hojas de hierba del poeta Walt Whitman, 1855.)


(Óleo del pintor realista español Antonio Fillol Granell, Después de la refriega, 1904, Museo de Bellas Artes de Valencia; Óleo del mismo pintor Fillol, El Lago o Alphonse de Lamartine, 1897; Fotografía de Marilyn Monroe leyendo la obra poética de Walt Whitman, 1955.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

6 de octubre de 2014

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo que lo hace por última vez.



Dos de las miradas más geniales retratadas en el Arte la consiguieron, si acaso, dos creadores muy diferentes de dos épocas muy distintas. Dos obras radicalmente diferentes pero que se asemejan ahora en el incierto sentido de sus causas... Hay mirada en esas obras, pero ahora no hay nada concreto, sin embargo, que esos ojos miren en ninguno de ambos lienzos, aunque los personajes retratados parezcan mirar algo. Existe mirada ahí, en las dos obras, a pesar de ser tan diferentes los motivos para retratar a esos dos personajes tan distintos. Uno porque su desprendimiento interior radicará en que nada puede aturdirle ahora mientras mira. La otra porque nada de lo que ella tenga que mirar la subyuga ahora demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez compone tres obras tan curiosas como impropias de un alarde tan imperialista...  Porque las tres obras de Arte las realiza Velázquez para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a otras obras de esa misma serie, Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crea en el año 1638 su particularísima obra Menipo. El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito a la escuela cínica, idearía una forma de sátira donde lo criticado no fuese una persona, como era lo habitual en la sátira burlesca y personal de Aristófanes, por ejemplo; no, sino que ahora serán cosas de la vida en general, de la propia sociedad o de los diversos modos de vivir en ella.

Es por lo que su fama de filósofo pasaría a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, hacia las apariencias o hacia lo más insustancial de las cosas menos relevantes de la vida. Y entonces Velázquez comprende el valor de acudir a tan curioso personaje griego para plasmarlo en una obra. ¡Y hacerlo además en pleno mundano siglo XVII! Porque, ¿cómo representar la imagen de un ser para el que nada tuviera sentido, ni siquiera su propia imagen? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió expresar el artista barroco español con la mueca del gesto más imposible de descifrar ante la mirada de un hombre. ¿Qué nos quiere transmitir con ese gesto particular el pintor?: ¿la indecible falta de interés de Menipo hacia los mismos libros, abiertos ahora y tirados en el suelo?; ¿su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde?; ¿la escasa ornamentación decorativa del lienzo, donde sólo una vasija de barro se asienta en el inestable soporte de una tabla apoyada ahora sobre dos esferas imprecisas? Siglos más tarde el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato -según algunos críticos- de su propia esposa. La obra de Arte -creada en el año 1828- la intitularía el creador Mujer en un diván. Observémosla bien, ¿a quién dirige ella aquí su mirada? Imposible saberlo.

El pintor quiso plasmar la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ello su mirada... No quiso que la fuerza de la sensación profunda y misteriosa de sus ojos -y de otras cosas bellas- se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miran deseosos. ¿Lo consiguió el pintor? ¿Mantuvo el autor de la obra también el mismo alarde ante su propia vida? Es decir, ¿supo mantener el pintor en su vida conyugal ese mismo anhelo de lo que, para él, no fuese tal vez nunca poseído del todo tampoco? Al menos, lo entendería una vez y lo expresaría así, de esa forma tan sutil, con su propio Arte. Y ahí radicará la grandeza personal de este pintor francés: que a la vez de retratar la belleza prodigiosa de ella la protegió de sí mismo y de los otros. La lírica poética que admiramos desde antiguo la comenzaron los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Fueron llamados esos poetas griegos helenísticos. Fueron los poetas griegos que, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las arcaicas clásicas odas homéricas de antes, aquellas grandes epopeyas donde los héroes o los dioses triunfan por doquier o donde las duras palabras articulaban también la difícil tragedia. Así que, entonces (siglo III a.C.), cantaron esos poetas helenísticos sobre cosas sencillas o sobre seres humanos que, rodeados de serena y bella naturaleza, se atrevieran a vivir con sus miserias o con sus pequeñas alegrías ahora sin desfallecer...  Y así nacieron los primeros versos que, luego, progresaron con los siglos hasta llegar a los versos desgarradores que alumbraron los poetas románticos del siglo diecinueve. O incluso, algo más tarde, hasta los clásicos poetas languidecientes del decadentismo, del modernismo o del parnasianismo.


El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, , tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.

Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asfódelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.

Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.

Idilio I., del poeta griego Teócrito, época helenística, siglo III a.C.


(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

5 de diciembre de 2013

La poética figura en el Arte de la mujer inmóvil o el dilatado horizonte de un cielo y su homenaje.



¿Cómo sino utilizar los colores para emocionar desesperadamente con el Arte? Para emocionar y para sentir cosas inspiradoras... a través de los sentidos menos permanentes. Porque no durará mucho ese momento emocional. No durará más de lo que suponga un latido y su contralatido desatento. Porque no se tratará de fijar en un lienzo nada demasiado: ni la mirada, ni la conciencia, ni la pasión...; sino sólo ahora, vagamente, un desgarrado instante sin dolor. Y esto lo comprendieron algunos creadores artísticos muy pronto. Aunque no sería comprendido bien hasta el Romanticismo, una tendencia que no llegaría hasta finales del siglo dieciocho pero que desde comienzos de ese siglo balbucearían ya algunas semblanzas parecidas. Unas sensaciones prerrománticas que anunciarían lo que, luego, terminaría arrasando el espíritu humano y sus creaciones artísticas como cosa alguna antes hubiera podido imaginarse. El pintor italiano Giovanni Pannini (1691-1765) fue, por ejemplo, uno de los primeros en pintar las ruinas de la antigüedad clásica. Sin él saberlo aún, sin ser él para nada romántico, estaría ya empezando a cimentar los elementos primigenios de la fugacidad romántica. Tiempo después el pintor del Rococó español Luis Paret y Alcázar (1746-1799) mostraría, en sus aún obras empalagosas de esa tendencia dieciochesca, un apasionado tono de fervor lastimero o un suave pero acusado cierto acontecer emocional...

Ayudaría, tal vez, su destierro en el caribe producido por haber favorecido a un infante real -su amigo Luis Antonio de Borbón- de amantes jovencitas. Posiblemente, también ayudaría el mar y su sensación de límite ahora entre dos mundos: de reflejo por un lado de la infinitud abrumadora de lo poderoso como, por otro, de la humana, frágil y vulnerable finitud de lo terrenal. Así, por ejemplo, Jean Pillement (1718-1808) compuso su apasionada obra Náufragos llegando a la costa. Qué belleza de triste naufragio y qué maravilloso panorama tan desolador... Luego, a finales del siglo XIX, hasta el pintor sueco Knut Ekwall (1843-1912) se dejaría seducir por sobrenaturales seres marinos y sus míticos encantos misteriosos. En su obra El pescador y la Sirena manejaría el pintor esa ambigua certeza tan inspiradora: ¿quién, realmente, estaría buscando a quién, el pescador o la sirena? Pero será el poeta Bécquer, el magistral escritor romántico español, al que le debamos todo lo que con ese universo de emociones quedaría entonces definida la tendencia romántica como un especial y concreto estilo narrativo. Porque es a él al que le debemos la magia de combinar sentimientos fugaces, belleza ilusoria, paisajes monumentales, ruinosos o mortecinos así como una especial aura espiritual cargada de metáforas, rimas y leyendas. Porque sólo Bécquer, como nunca nadie lo hiciera antes, supo expresar con palabras aquellas mismas emociones que los pintores habían recreado con pinceles. Y, desde entonces, toda una gran epopeya literaria se fraguaría en la historia para alarde de otros géneros artísticos, otros medios y otras formas de expresarlos. Y qué mejor homenaje -aunque sea algo largo el texto- que un fragmento de su especial escritura romántica. Aquí, en esta prosa poética, escrita para unos artículos de un periódico de Madrid a mediados del siglo XIX, nos deslumbra ahora el poeta español con lo mismo que otros, antes y después de él, trataron de exponer de otras formas diferentes. Sin embargo sólo él, genialmente, conseguiría aunar lo más románticamente descriptivo con lo más emocionalmente inefable.


Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de hiedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales, ligeras creaciones del cincel, que parece han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipógrifos, dragones y reptiles sin número que ya asoman por encima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y, por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra, de los miradores, a través de los calados de un rosetón. 


En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta, ligerísima de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces. Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando a mi lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos. El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de aquella fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.


Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad, que había leído en no se qué autor: La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto alguien a quien decírselo. No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que arrancada de un pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. 


Más allá, a lo lejos, y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables. He aquí, exclamé, un mundo de piedra; fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro.


Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: ¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor, que como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios ni límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento? La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería. Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios. A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento del alma.

(Fragmento último de la Carta IV, Cartas literarias a una mujer, del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, publicadas en el diario El Contemporáneo, Madrid, años 1860-1861.)

(Óleo Ruinas con la pirámide de Cayo Cestio, 1730, Giovanni Paolo Pannini, Museo del Prado;  Obra del pintor Jean-Baptiste Pillement, Náufragos llegando a la costa, 1800, Museo del Prado; Cuadro El pescador y la Sirena, finales del siglo XIX, del pintor sueco Knut Ekwall; Óleo Muchacha durmiendo, 1777 -aprox.-, de Luis Paret y Álcazar, Museo del Prado; Cuadro Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo, 1846, del pintor español Cecilio Pizarro, Museo del Romanticismo, Madrid; Óleo del pintor español Vicente Palmaroli González, A la vista, 1880, Museo del Prado, Arte del Siglo XIX, Madrid.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

13 de noviembre de 2012

Varias versiones palpitan: la verdad es inútil querer conocerla, tanto como creer que alguna exista.



La extraordinaria producción artística francesa durante la época napoleónica, culminaría a principios del siglo XIX con el Neoclasicismo más ideológico de todos. Sin embargo, esta tendencia creativa del Arte se había iniciado años antes, en pleno siglo dieciocho cuando el deseo de la Ilustración -representado por los pensadores y filósofos de entonces- defendiera una existencia basada en la razón sobre todas las cosas. Ese deseo racional vendría a sustituir el papel de la religión, con una visión ahora mucho más laica del mundo y del hombre. Esta actitud llevaría a reordenar la vida y en consecuencia las relaciones de los humanos entre sí, tratando de reconstruir un nuevo y definitivo concepto científico de la verdad. Cuando la posmodernidad apareció dos siglos después, finales del siglo XX, para tratar de comprender qué había pasado con el mundo, algunos autores expusieron sus nuevas teorías sobre la verdad. Entonces el filósofo francés Lyotard (1924-1998) dejaría escrita su visión del sentido de la verdad: La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante, por el Estado o por los que enseñan ya no será ¿es esto verdad? sino ¿para qué sirve? En el actual contexto de mercantilización del saber esta última pregunta, las más de las veces, significará: ¿se puede vender? Y desde el contexto de la argumentación del poder: ¿es eficaz? Pues sólo la disposición de una competencia válida -realizable en sí misma- debiera ser el único resultado vendible y, además, eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc...
 
El concepto de posmodernidad es utilizado en varios aspectos diferentes de la vida del hombre: filosóficos, históricos o artísticos. Aunque la definición del concepto sigue siendo compleja, básicamente sus características en el pensamiento son: el antidualismo, la crítica de los textos, la importancia del lenguaje y la verdad como algo relativo. Algunos pensadores argumentan que la modernidad (desde el Renacimiento en adelante) habría creado nefastos dualismos: negro/blanco; creyente/ateo; occidente/oriente; hombre/mujer, etc... Que los textos (históricos, literarios) no tienen autoridad de por sí, ni pueden decirnos qué sucedió en verdad, más bien reflejan prejuicios y son una muestra de la cultura y la época del escritor. Por otro lado el posmodernismo defiende también que el lenguaje moldea nuestro pensamiento, que no puede existir ninguno sin lenguaje, y que éste crea finalmente la verdad. Y que la verdad es una cuestión de perspectiva o de contexto más que algo universal. En esencia, no podemos tener acceso a la realidad de la verdad o a la forma en que las cosas son sino solamente a lo que nos parecen a nosotros.

El héroe griego mítico Teseo es conocido sobre todo por haber matado al Minotauro. Pero la verdad es que fue mucho más que eso lo que hiciera. Fue además rey de Atenas, hijo de Egeo y de Etra, aunque otras versiones afirman que fue hijo del poderoso dios Poseidón. En el famoso relato mitológico cretense, Ariadna acaba enamorándose de Teseo. Ella le propuso entonces ayudarle -con su famoso hilo- a cambio de que se la llevara con él y la hiciera su reina. Teseo acepta y, después de matar al Minotauro, terminan ambos saliendo del laberinto y de la isla de Creta. Años después abandona a Ariadna y, en una unión pasajera con la hermosa Antíope, le nace su hijo Hipólito. Sin embargo, todavía el héroe ateniense se relacionaría con la hermana de Ariadna, la libidinosa y trágica Fedra. Tiempo después Teseo llega a conocer al rey de los lápitas, Pirítoo, y ambos acaban siendo grandes amigos. Participan juntos en hazañas bélicas y compartirán aventuras con los Argonautas. Tanta amistad les unió que decidieron que cada uno se uniría nada menos que con alguna de las hijas del poderoso Zeus. Teseo lo haría con Helena y Pirítoo con Perséfone.

Pero para que Pirítoo pudiese unirse a Perséfone tendría que ir a buscarla a los infiernos, al Hades. Los dos amigos, decididos, solidarios y valientes, aceptan el duro y difícil reto mortal. Creyeron que podían bajar al infierno, raptarla y salir como si nada. Sin embargo, Hades -el dios del inframundo- les tiende una trampa y acaban aprisionados en el fondo más oscuro del infierno. Mientras tanto Hipólito -el hijo de Teseo- crece en Atenas convirtiéndose en un apuesto y hermoso efebo. Entonces su madrastra Fedra piensa que Teseo nunca regresaría del Hades. Y es así como surge entonces uno de los dramas griegos más representados, famosos y trágicos de toda la mitología helena. El primero en escribirlo fue el griego Eurípides, más tarde lo hizo el poeta Sófocles -en una tragedia griega perdida-, y luego lo haría hasta el latino Ovidio. Pero también lo haría el romano Séneca y hasta el francés Racine siglos después. Cada cual representaría una versión diferente de la leyenda de Hipólito y Fedra.

Eurípides redacta dos versiones distintas. Una desde la perspectiva de Hipólito y otra desde la de Fedra. En la primera versión se presenta la excelsa y virtuosa figura de Hipólito frente a la impúdica de Fedra. En la otra nos muestra a una Fedra más moral, o más humana, determinada ahora por elementos ajenos a su voluntad moderada. En una de esas versiones acaba Fedra declarando su amor a Hipólito -su hijastro- mientras Teseo está aún vivo lejos. Por tanto, su falta no podría ser peor para el público: cometería tanto incesto como adulterio. En otras versiones Fedra es la víctima de Afrodita, la cual se había ofendido con Hipólito por haberla rechazado frente a Diana o Artemisa, vengándose de Fedra trastornándola de ese modo tan pasional y errático. Sófocles lleva su drama a un mayor protagonismo de Fedra. Éste sitúa a Teseo para siempre en el Hades, es decir muerto, y por tanto exime a su heroína del delito de adulterio. En Séneca Fedra se convence insistente de que Teseo no volverá nunca y le declara entonces su pasión a Hipólito. Éste se debate entonces entre su deber y su deseo. En Racine los personajes se humanizan más. Fedra intenta suicidarse por no poder soportar el rechazo de Hipólito. Teseo regresa del Hades y es informado por personajes desdeñados por él -otras amantes- de la falsa traición de su hijo. De pronto le llega a Teseo la noticia de que su hijo se ha estrellado en su carro de tiro y que muere abatido por sus caballos cuando, huyendo de monstruos marinos, es arrastrado por las riendas y golpeado contra las oscuras, peligrosas o fatales rocas del mar. Desapareciendo así para siempre Hipólito y su tragedia. Como la verdad desesperada...

(Óleo del pintor neoclásico francés Joseph-Désiré Court, Muerte de Hipólito, 1828, Museo de Fabre, Montpellier, Francia; Cuadro Fedra, 1880, del pintor academicista Alexandre Cabanel, Museo Fabre, Francia; Óleo neoclásico Fedra e Hipólito, 1802, del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)