Desde ese lugar en el cual se ve la silueta de la montaña fascinante sentiremos acercarnos al sentido de todo. Es como entendemos que, desde siempre, hemos esperado verla grandiosa y sentirnos parte de ella. También para justificarnos como seres capaces de pensar, de crear o hasta de hacer saltar por los aires todo lo que sea. Pero, sobre todo, para poder admirar su grandeza, su infinita, abrumadora, inspirada y serena grandeza. Cuando el pintor postimpresionista Paul Cézanne (1839-1906) necesitara alejarse de todo, incluso de los suyos, viajaría a la luminosa y mediterránea Provenza para encontrarse mejor a sí mismo. Y allí, desestabilizado por la enfermedad y sus problemas conyugales, alquila un pequeño estudio desde donde poder pintar. Fue entonces que, desde una de sus ventanas, aparecería, impresionante y majestuoso, el perfil inquietante y mágico de la anhelada montaña de Sainte-Victoire. Tanto le obsesionaría esa montaña a Cézanne que la tuvo que pintar, al menos, en doce ocasiones, desde distintos lugares, desde diferentes ángulos, desde separados momentos de luz, desde todos sus estados de ánimo, hasta el final de su vida. Cuando muchos años después, en 1936, el escritor norteamericano Ernest Hemingway publicara uno de sus famosos cuentos en Esquire, acabaría poniéndole el exótico título de Las nieves del Kilimanjaro. En este pequeño relato quiso el escritor americano expresar el contraste curioso que supone la vida atribulada de los hombres. Por un lado, la auténtica vida real, la que vivimos anodina y dejaremos pasar -y que no contaremos a nadie- sin asombrarnos; por otro lado, frente a aquella, la que imaginamos ávidos en los grandiosos y falsos escritos inventados de la ficción.
Es como si no quisiéramos entender que la única razón de vivir es sólo haberlo hecho, nada más. Es como si no comprendiéramos o aceptáramos que la única forma natural de completar la vida es sólo morir después, serenamente. Hemingway describe al protagonista de su relato herido ahora muy grave por un accidente de caza en África. Observa él además cómo todo su mundo, toda su vida, se le acaba muy pronto, inevitablemente. A la espera de recibir un imposible socorro, tiene entonces un sueño, una fantasía providencial que le hace imaginar estar volando en una avioneta, desde donde conseguirá salir de todo ese destino fatídico y poder salvarse. De pronto, divisa por una ventanilla del avión la cumbre nevada del monte más alto de África, el Kilimanjaro, y comprende ahora, inconscientemente, que es ahí hacia donde se dirige... Por fin, cierra los ojos definitivamente. El autor prologa el relato con la descripción de la montaña africana y una pequeña fábula local que cuenta que una vez encontraron, seco y helado, el esqueleto perdido de un leopardo muy cerca de la cumbre. Desde entonces nadie se había podido explicar qué haría un animal como ese allí, tan lejos de su medio ambiente, qué estaría buscando ahí -inútilmente- un felino ahora tan desorientado y perdido. El escritor alemán Thomas Mann explicaría en su novela La montaña mágica lo siguiente: Lo que el personaje ha aprendido a entender es que toda salud superior (todo fin deseado y elevado) tiene que pasar por la profunda experiencia de la enfermedad y de la muerte (del dolor, del desafío). Hacia la vida -continúa otro personaje de la novela- hay dos caminos, uno es el habitual, el directo y formal, el otro es malo y nos llevará sobre el dolor, sin embargo este es el camino genial. Esta idea de la enfermedad y la muerte como un paso necesario hacia el saber, la salud y la vida, hace de La montaña mágica una novela de iniciación extraordinaria.
Cuando para su hija Alcestis -una de las más bellas doncellas mitológicas- decide su padre unirla al más grande de los hombres de Grecia, solicita a los candidatos que sólo aquel que pueda llegar montado en un carro, tirado de leones y jabalíes, sería quien consiguiese su mano. Admeto, rey de Feres, quiso obtener a la bella Alcestis como fuese. Para ello, sabía él, únicamente con la ayuda de Apolo podría conseguirlo. El dios acepta, a cambio, sin embargo, le pide su propia vida, o la de cualquier otra persona que por él se cambie. Tras intentar, sin éxito, encontrar alguien que lo hiciera, con audacia acepta su destino aceptando él mismo el reto. Sin embargo, tratará después de no pagar su deuda. Luego de haber obtenido -gracias a la ayuda divina- su objetivo, Apolo le pide su deuda. Cuando Alcestis sabe lo que él había hecho para obtenerla, decide entonces ser ella ahora la que salve a Admeto de su deuda -cambiarse por él entregándose a los dioses-. Así fue como Apolo acabaría enviando finalmente a ella al Hades, el infierno griego. Tiempo después, Admeto le cuenta a su amigo Hércules, el más poderoso semidiós, el trágico fin de su amada. Compasivo con su amigo, recorre decidido la distancia profunda que le llevaría hasta el oculto inframundo. Así salvaría Hércules, entre luchas, dificultades y soledades, a la bella, enamorada y generosa Alcestis.
(Fotografía de la montaña africana Kilimanjaro, de 5895 metros, Tanzania; Fotografía de la silueta de la pequeña cordillera de la Sierra Sur sevillana, no siempre vista a consecuencia de la bruma, 2011; Óleo del pintor Paul Cézanne, La Montagne Sainte-Victoire, 1895, EEUU; Cuadro La Montagne Sainte-Victoire, 1906, del pintor Paul Cézanne, Tokyo, Japón; Óleo Rapto de Alcestis, 1867, del pintor Paul Cézanne; Cuadro del pintor Matisse, La alegría de la vida, 1906, EEUU.)
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