En un día brillante y luminoso del año 79 d.C. se acabaría asolando por completo la antigua ciudad romana de Pompeya. Todos sus habitantes fueron por entonces atrapados, en aquella mañana esplendorosa, entre las cálidas lavas de su refugio o entre las letales nubes gaseosas de su terrible desecho fatal. Habían soportado los pompeyanos años antes otras erupciones del Vesubio, otros momentos de terrible fulgor telúrico, pero nunca habían sido como en esta maldecida y definitiva ocasión. Incluso, pocos días antes de la tragedia, recibieron los efectos de algunos temblores recurrentes en su fértil suelo napolitano. Pero, nada, sus habitantes andarían seducidos con sus vidas y su belleza, bajo aquel maravilloso cielo azul que, inocente, todavía les cubriera fugaz y manifiesto. Porque por entonces ese lugar y su montaña serían aún lo que ellos anhelasen satisfechos en la Tierra, un espacio tan paradisíaco, tan bello, tan inocente, tan maravilloso como ese.
¿Cómo, se deberían preguntar algunos de ellos por entonces, un espacio así, tan bendecido por una belleza natural tan excelente, podría acaso dañar en algo a sus felices y admirados pobladores? Pero es que, sin embargo, la Belleza no ejecutará su sentido en cuestiones tan banales, no se ocupará de debilidades, de necesidades, remilgos o sinestesias tan humanas. No, la Belleza se padecerá así, con todos sus efectos, los maravillosos y los insolentes, los propios y los colaterales. Con sus caprichos además, que deslumbrarán, inadvertidos, en el ánimo admirado de unos seres que no los sufran aún, sin embargo, de un modo tan directo y necesario. Con sus placenteras emociones, que regalará en ocasiones, desidiosa, la Belleza desde lejos. Con su generosa dedicación en exclusiva, gracias a su sentido estético tan grato, ese que nos ofrecerá, displicente, sin fijar límites, ni fechas, ni detalles, pero que lo hará con toda la vanagloriosa feracidad natural de sus sutiles alardes imprecisos. Y la perdonaremos siempre a la Belleza, sin rencores ni aspavientos, porque es inútil no hacerlo, porque ella, la Belleza, es eterna e imposible y, nosotros, sin embargo, banales y efímeros.
Pero cuando ella ahora, ajena ya del todo de nosotros, aunque nosotros la reconozcamos siempre como propia, nos atropelle insolente la Belleza, nos sobrepase así, tan injusta y desdeñosa, quedaremos asombrados sin creerlo, totalmente desfallecidos para siempre. Incluso, entonces, incrédulos, pasaremos de sentirlo todo a no entenderlo... Y de este modo tan horrendo, como aquellos romanos desolados, quedaremos ahora así, petrificados, permanentes ya en el barro maldecido, para siempre, con nuestra propia y ridícula sensación vanamente enamorada. Porque todo habrá terminado ya para siempre, como entonces, ahuecado el mismo suelo ya bajo nosotros, con las mismas perdidas esencias desperdigadas de lo que, una vez, fuera toda una inmensa y bella sensación indescriptible. Y esa misma sensación tan sorprendente contemplará luego la misma escena ahora malherida, esa misma desolada escena cuando nuestra visión, desamparada, nos allane ya la misma mirada sin sentido... ¿Quién, diría también entonces alguien, quién pudiera imaginar siquiera entonces que, aquella maravillosa Belleza subyugante, pudiera una vez ser ya tan vil, tan cruel y tan infame?
(Óleo del pintor ruso Karl Briullov, Los últimos días de Pompeya, 1833, Rusia; Lienzo Paisaje con el Palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, del pintor Jacob Phillip Hackert, Museo Thyssen-Bornemisza; Fotografía del volcán Vesubio en la actualidad, con las ruinas de la antigua y desaparecida ciudad romana de Pompeya, Italia.)
2 comentarios:
Suele ser bastante habitual que la belleza vaya de la mano del riesgo, quizás por ello nos seduzca tanto.
Un saludo.
Pero es algo que se ignora, que no se puede ni sospechar. La belleza es una virtud, una verdad como pocas. Pero, como la vida, indiferente a todo. Saludos.
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