Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa, o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.
¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas, tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...
La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.
(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)
2 comentarios:
Cuánta razón llevan tus palabras, la vida con sus instantes que van aportando nuestro crecimiento personal.
Y como bien apuntas en tu cabecera "ya nunca volverá a ser como antes".
Un abrazo.
Pero cuesta aceptarlo, y no por una racionalización del hecho, no, sino por una excesiva "emocionalización" del mismo. Porque ésta, la emoción, requiere casi siempre asideros. Es más fácil cambiar, con un pensamiento, una razón lógica que no una frágil y desolada emoción. Un abrazo.
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