20 de julio de 2012

La emoción incomprendida, desolada, vengativa, abandonada y desierta.



La emoción nos maltrata a veces más que nos ayuda. Es así como puede ser un lastre en el ordenado caos determinante del Universo. Deambulará entonces atemorizada, cabizbaja, escurridiza o desatenta. No llegaremos a saber nunca cuándo hemos ya de comprenderla, sin complejos, sin preguntas, sin la duda que nos ata a sus descensos. Pero, sobre todo, ¿cuánto tiempo mantener la emoción así, tan desatada, de ese modo tan despiadado de ofrecerse? Porque no podremos sobrevivir tanto a sus efectos. La naturaleza de las cosas de este mundo es contraria al hartazgo de una sensación tan indecente. ¿Indecente, la emoción? Sí, indecente, porque la vida con exceso de emoción no podrá extenderse -no propagará sus alardes más vitales- con la inapropiada secuencia de unos actos tan poco realistas. Porque para la vida sólo los actos contrarios a la emoción, es decir, los racionales, comprensibles o responsables, son los únicos que la mantienen firme a su provecho, satisfecha de sí misma y decidida. Porque sólo los actos realistas son los que nos mantienen vivos, sin reparos, sin debilidades, arraigados fuertes a la Tierra, cabalgando sin parar en los detalles, en las cosas marginales o en la distraída esfera deslizante y peligrosa de la insufrible emoción.

Clitia fue en la leyenda griega una ninfa muy bella y decidida, hija de Océano y Tetis. Desde su atalaya marina veía todas las mañanas salir el Sol por el oriente. Entonces se embelesaría tanto de sus rayos, de su luz tan poderosa y de su bella singladura, que no dejaría ella de sentir una emoción desgarrada, ineludible y desatenta. No dejaría ella de verlo ni un momento, deseosa, hasta terminar ahora el Sol por el occidente su derrota. Pero, sin embargo, una vez el Sol terminaría por unirse a otra hermosa nereida, Leucótoe. Muy celosa por entonces, Clitia no sucumbiría resignada a los designios de la vida y sus azares, sucumbiría a los terribles y traicioneros emolumentos de su desolada emoción. Despechada, comunicaría Clitia al fiero padre de Leucótoe la pasión inapropiada de su hija por el Sol. Éste encerraría entonces a su hija en la oscura y desolada cueva del más insufrible dolor. Cuando el Sol comprendió lo sucedido despiadado condenaría a Clitia a su infértil deseo peregrino: la convertiría en un girasol solitario para el resto de sus días, manteniéndola eternamente contemplando el surcar tan poderoso de su luz.

Cuando el pintor academicista Alexandre Cabanel (1823-1889) decidiera seguir pintando como sus clásicos maestros en una etapa ahora diferente, más propia de pintores realistas, impresionistas o naturalistas, lo condenaron al oprobio de la vulgaridad convencional tan clásica de su pasado. ¿Qué habría sucedido para ese rechazo si Cabanel mantenía con su Arte un virtuosismo pictórico maravilloso? ¿Nació el pintor en el momento equivocado? ¿Anduvo Cabanel por senderos trillados que su brillo ahora, más que refulgir, rechinaría a cambio insolente y desabrido? Habiendo sido un extraordinario pintor, pasaría a la historia del Arte como un denostado insurgente. En el año 1848 compuso su obra de Arte Albaydé. Formaba parte de un tríptico que hacía, curiosamente, referencia al paso del tiempo. En su pintura plasmaría a una bella odalisca oriental, una joven que representaba el paso de la juventud a la madurez. Su perfecta realización clásica no desentonaría, sin embargo, con la representación de una imagen muy diferente y opuesta a su estilo convencional. Porque ella, su bella imagen retratada, nos evoca ahora una cierta ternura, una emoción inapreciable apenas que la modelo destilará bajo su lánguida mirada confusa, ajena del todo a esas alegres, prósperas o asépticas miradas de la tendencia clásica anterior.

El creador británico Samuel Lukas Fildes compuso en el año 1891 su impactante obra El doctor. Quiso ofrecer el pintor con su obra de Arte una mirada de elogio a la figura, humana y talentosa de los perdidos médicos -por entonces impotentes en su frágil ciencia- del tiempo anterior a los antibióticos. Aquí vemos ahora cómo una humilde familia acaba postrando ante un pensativo doctor la figura yacente e inmóvil de su pequeña hija enferma. En esta obra de Arte decimonónica la emoción desaparece por completo de la escena principal. Tan sólo ahora, a cambio, veremos en la pintura la reflexión y la ciencia, la razón y la vida, es decir, todo lo que trataría de salvar sin distracciones a la niña postrada y enferma. Porque ahora la inútil y vana emoción quedará detrás, lejos de lo necesario. En una mesa aparte, aturdidos y vencidos, reposan ahora juntos la desolación y el espanto.  El padre entonces, sin saber a qué entregarse, si a la razón o a la emoción, mantiene aquí su deseo congelado, indeciso, equidistante entre dos de las esferas más enfrentadas, opuestas y distintas de la vida.

Cuando el pintor norteamericano Edward Hopper quiso representar una escena poderosa, inquietante y crítica de la sociedad humana tan enajenadora, decidió pintar en el año 1927 su obra de Arte Autómata. Pero, ¿qué es lo que hay de autómata en esta obra? Porque en la imagen solo vemos a una joven sentada en un local vacío. Está sola ella además, es la joven que aparece sola y meditabunda en una mesa del establecimiento. Presenta la joven, sin embargo, una postura indulgente contra cualquier crítica, ya sea hacia la sociedad o hacia la vida. No hay nada ahora en esta inquietante obra de Arte que grite ni emocione claramente. No está ella tampoco obligada a estar ahí, y tampoco está dirigida ella ahí por nada ni por nadie para hacer lo que hace. Pero el creador insiste, insistirá en su obra, y no dejará de decirnoslo, ¡gritando casi!, que eso que ahora estamos viendo en la obra es un horror... El fondo del lienzo nos confunde ahora también, ¿es el mero reflejo de un espejo oscurecido o un cristal transparente con vistas a un oscuro mundo exterior? Porque hay luces que se ven, pero, ¿son luces reflejadas o translúcidas? Sin embargo es una vaga oscuridad lo que predomina ahí, una desolada e infinita oscuridad. ¿Estamos controlados, entonces, por algo exterior que no veremos? ¿No será todo eso más que el reflejo de una sociedad dirigente que atenaza así las frágiles emociones inhibidas de los seres? Unas emociones que están reflejadas ahora aquí -en la figura de esta joven solitaria- apenas por una de sus manos desguantadas, esa misma mano solitaria que sostiene aquí apenas, sin embargo, solo una fría taza sin consuelo.

(Cuadro del pintor simbolista George Fredreric Watts, Clitia, 1868; Óleo Los Girasoles, 1888, de Vincent Van Gogh, Alemania; Obra academicista de Alexandre Cabanel, Albaydé, 1848, National Gallery, Australia; Óleo del pintor academicista, victoriano, William Powel Frith, Retrato de Annie Gambart, 1851, muestra evidente de clasicismo aséptico, sin fisuras, más racional que el de Cabanel; Cuadro El Doctor, del pintor británico Samuel Lukas Fildes, 1891; Óleo Autómata, 1927, del pintor americano Edward Hopper, Art Center, Iowa, EEUU.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Las emociones, esos sentimientos tan variables que nos hacen subir o bajar repentinamente, combinar verdad con imaginación y sin embargo ¿quién desea una vida exenta de ellas?.

Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Ese es el reto. Hay que controlarlas, como el colesterol. Porque, en caso contrario, nos consumirán inevitablemente. Eso sí, recordando -como con lo comparado- las sabrosas mieles de su regusto.

Un abrazo.