


¿Qué cosa nos causará más temor en este mundo? Seguro que algo que poseemos o creemos poseer y que, de pronto, comprenderemos que vamos a perder o que ya hemos perdido. Es una vaga sensación parecida a la primera pérdida metafórica, a la traumática primera pérdida de los seres humanos al nacer, cuando recordáramos tal vez por primera vez el sentido de la pérdida, de una sensación de pérdida de ese lugar acogedor -el útero materno- que nos guarecería por entonces, serenamente, del mundo exterior. Y es probable que el Arte desde sus inicios fuese una forma de exorcizar ese sentimiento inicial de pérdida. Porque es el Arte, el artificio plástico que es el Arte, inventado para mantener el hilo que nos une a la visión de lo desaparecido, o por desaparecer, lo que nos seguirá mostrando así su recuerdo, su sentido, su razón, su emoción, o su miseria... El gran pintor Rembrandt se obsesionaría tanto con ese sentimiento de pérdida que se autorretrataría en multitud de obras, hasta justo muy poco antes de morir. En su último Autorretrato, del año 1669, pocos meses antes de fallecer, plasmaría el pintor holandés su verdadera imagen tan malograda, ajada ya por los años y la cruel enfermedad. Aquí el pintor reflejó su decrepitud como un alarde de lo que el Arte salvará, a pesar de los rasgos físicos personales tan poco agraciados representados en el lienzo.
Es este retrato una de las más extraordinarias obras de Arte del pintor holandés. Nos llega a transmitir un gran mensaje con él, una máxima que el creador comprendería entonces cuando lo hiciera: que la belleza está encerrada -guarecida- en la propia creación artística, y que ésta, a su vez, la volverá inmune frente a la pérfida, impertérrita y desasosegada pérdida. Cuando el impresionista creador francés Édouard Manet quiso reflejar la muerte como una desaparición poco heroica, ni consagrada en los altares de la historia ni en los épicos relatos de la leyenda, idearía la creación de una obra que reflejase el suicidio vulgar de un hombre vulgar, en un lugar vulgar, de un mundo vulgar. Y de ese modo compuso su poco conocida obra El Suicida, del año 1880. Hasta entonces, hasta ese momento histórico, sólo se había realzado en el Arte la gran pérdida de los grandes hombres de la gran historia, como la muerte autoinflingida, por ejemplo, del famoso romano Catón o como la de otros grandes personajes. Pero aquí el pintor francés va más allá y nos dice, claramente, que cualquier pérdida debe ser siempre reconocida. Cualquiera. Y Manet nos lo muestra de esta forma tan simple, sin más adornos en el lienzo que los elementos dramáticos y fríos -pero artísticos- de la impresión que nos transmite la obra: que toda pérdida, toda, puede ser, verdaderamente, redimida por el Arte...
Es este retrato una de las más extraordinarias obras de Arte del pintor holandés. Nos llega a transmitir un gran mensaje con él, una máxima que el creador comprendería entonces cuando lo hiciera: que la belleza está encerrada -guarecida- en la propia creación artística, y que ésta, a su vez, la volverá inmune frente a la pérfida, impertérrita y desasosegada pérdida. Cuando el impresionista creador francés Édouard Manet quiso reflejar la muerte como una desaparición poco heroica, ni consagrada en los altares de la historia ni en los épicos relatos de la leyenda, idearía la creación de una obra que reflejase el suicidio vulgar de un hombre vulgar, en un lugar vulgar, de un mundo vulgar. Y de ese modo compuso su poco conocida obra El Suicida, del año 1880. Hasta entonces, hasta ese momento histórico, sólo se había realzado en el Arte la gran pérdida de los grandes hombres de la gran historia, como la muerte autoinflingida, por ejemplo, del famoso romano Catón o como la de otros grandes personajes. Pero aquí el pintor francés va más allá y nos dice, claramente, que cualquier pérdida debe ser siempre reconocida. Cualquiera. Y Manet nos lo muestra de esta forma tan simple, sin más adornos en el lienzo que los elementos dramáticos y fríos -pero artísticos- de la impresión que nos transmite la obra: que toda pérdida, toda, puede ser, verdaderamente, redimida por el Arte...
La leyenda mitológica griega cuenta el trágico final de la bella Procris. Fue hija de un rey de Atenas, Erecteo, y acabaría uniéndose a Céfalo, un bello príncipe de la antigua Fócide. Pero, Céfalo fue una vez atormentado por los dioses, por una diosa en este caso, la atormentadora diosa de la aurora Eos. Quiso esta diosa entonces poseerlo y, aunque él se negara por la fidelidad debida a Procris, convencería a Céfalo de la fragilidad de ese fiel sentimiento de ella. Así fue como el bello Céfalo, convertido por la diosa en otro hombre, con una apariencia ahora diferente, sedujo a la débil Procris fácilmente, convenciéndose él de la poca lealtad que ella mantendría a su auténtica persona. Entristecido Céfalo por esto, acabaría así, finalmente, ahora entre los brazos de la diosa. Sin embargo, Procris, desolada ya al saberlo, terminaría errando por los mares hasta llegar a la alejada isla de Creta. Allí el rey Minos, a cambio de hacerla su amante, le regalaría un fiel perro, Lélape, un hábil animal para la caza, reflejo también de la fidelidad más permanente. De regreso a Atenas, Procris le ofrece a su perro la ocasión de disfrutar un paseo de caza por las laderas de su reino. Pero entonces, surgida tras unos árboles y perdida, una jabalina lanzada certera la heriría a ella mortalmente. Céfalo, sin quererlo, la había matado accidentalmente, herida ahora ella de muerte por el arma perdida de una caza diferente...
Un pintor renacentista inmortalizaría a la bella Procris en la obra La Muerte de Procris, realizada en el año 1495. Tendida en la bella escena aparece ahora Procris herida de muerte, con su belleza y su vida terminadas ya para siempre. Sin embargo, el creador, Piero di Cosimo (1485-1510), la eterniza a ella sólo acompañada ahora por su perro y un extraño personaje, un artístico y mítico sátiro desconocido, un ser que ahora la atiende a ella con cariño, pero sin la imagen ni la representación de su amado y perdido Céfalo. De este modo desolado el pintor expresaba el recuerdo de Procris, de su perdida belleza, unida ahora al auxilio sensible de solo un vulgar y fiero fauno, de una salvaje criatura mitológica que, tiernamente, acude a ella como una metáfora salvífica en la obra: la de la grandeza del Arte ante la fragilidad exasperante de la vida y sus miserias. Expresando así el pintor renacentista que toda pérdida merecerá alguna vez ser requerida por el Arte, y que todo ser humano conservará con ella -con la expresión artística de la pérdida- el recuerdo permanente, bello y generoso del sentido más heroico y más emotivo del mundo.
(Óleo de Piero di Cosimo, La muerte de Procris, 1495, National Gallery, Londres; Autorretrato de Rembrandt, 1669, National Gallery, Londres; Obra El suicida, 1880, Édouard Manet, Zurich, Suiza,)
2 comentarios:
En esta entrada, me ha encantado tu manera de mostrar en las tres obras, la idea que quisieron trasmitirnos sus autores.
Y como colofón tus excelentes premisas sobre cada una de ellas; gracias por compartirlas y ayudarnos con ello a apreciar el arte.
Un fuerte abrazo.
El Arte es subjetivo siempre. Probablemente, con toda seguridad, nunca sabremos qué quisieron transmitir los autores en cada caso. Pero, es que esto es una particularidad especialmente propia del Arte pictórico -la poesía también-, que cada receptor pueda interpretarlo como su emoción y su intuición se lo permita. Esta plasticidad emocional subjetiva es una grandiosidad extraordinaria. Cierto es que limitada al sentido, o los sentidos, más ajustados al propósito más probable. Pero éstos pueden ser varios, aunque, sobre todo, vencerán más aquellos que más alcancen a emocionarnos.
Un abrazo.
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