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16 de marzo de 2018

Rembrandt, el mejor pintor del mundo, o la imposibilidad de no sentir nada al mirar.



Es una sensación imposible de no padecer al mirar esta obra. Sí, padecer. Porque se nubla el raciocinio al confundirse uno ahora pensando que lo que ve es una pintura y no una cosa real. A pesar de la irrealidad vaporosa de la escena, a pesar de la distancia temporal y cultural para un observador actual. Y esto es así entre otras cosas por la sutil composición de esta obra de Rembrandt: una obra medida, simple y muy elaborada. Veamos una de las grandezas de este genio del Arte: el fondo de sus obras. ¿Qué hay ahí? Nada. No hay nada detrás del contenido de alguna de sus obras. Como en esta. Pero, ¿cómo se puede crear una obra de Arte con un fondo neutro, tan desolador, y, al mismo tiempo, ser tan necesario para su resultado? Por el juego de matices elegido para ese fondo que destacará, sin desentonar ni deslucir, el motivo principal de la obra. Para ello además hay que exagerar la textura de la elaboración de todas las cosas representadas. Por ejemplo, el manto que recubre el atril del estudiante, las contadas -se pueden casi contar- hojas del libro abierto, y, luego, las vestimentas de ambos personajes. Rembrandt compone una escena de aprendizaje, no hace falta decir mucho para llegar a saberlo, ni su título siquiera. Es la alegoría más convincente de la sabiduría magistral de un enseñante. Porque no es un comprador -el joven atildado- que analiza ahora un libro para elegirlo; no es tampoco un usurero -el viejo maestro- indicando la cantidad debida a un posible deudor. Es sobre todo lo que sentimos cuando vemos la extraordinaria mano con la que señala el viejo personaje.

Dos personajes que interactúan en un retrato. Pero para no ser tan simple la obra, ¿cómo lo hace el pintor? Fijémonos bien. El tutor o maestro es desplazado, por ejemplo, de la orientación del eje del libro para que ahora el alumno pueda ver bien su contenido. El joven alumno recibe así, como un inmenso receptor anónimo de conocimiento, el sentido primoroso de una sabiduría extraordinaria. En su obra de Arte, Rembrandt nos ofrece además una sensación de amor humano muy especial. Lo es porque lo hace -ofrecer el maestro esa sensación educativa tan afectuosa- desde la humildad candorosa de un gesto de sabiduría con una gran vistosidad iconográfica. La figura del maestro en la obra es ahora como una aparición; de hecho, parece surgir su figura de la nada desde el fondo neutro o monocolor; es como si no estuviera ahí...  El joven ni siquiera percibe su presencia, tan absorto y concentrado está en lo que mira. Como nosotros... Porque así es como el Arte -epígono aquí en la figura representada del maestro- nos presenta la sabiduría que encierran las formas de una creación artística: sin modificar nuestra relación subjetiva con el propio objeto artístico. Con ello nos señala, como lo hace el Arte más sublime, la trayectoria de lo que precisa ser mirado para llegar a ser entendido... Gesto y vistosidad, dos cosas que veremos en esta obra de Arte barroco. El gesto, entregado y sensible, de un ser -el maestro- que orienta sin trastocar nada de lo que enseña. Es el gesto hierático, sagrado y detenido, del que está ahora -el alumno- conectando con la verdad. Pero también está la vistosidad de los elementos decorativos representados en toda la obra, la de todos ellos. 

Para que los ojos se abran a la verdad es preciso que sean abiertos por completo. El Arte de Rembrandt sabe de esto. Es algo automático, no podremos evitar asombrarnos ante la belleza representada tan conseguida. Concentraremos aún más nuestra capacidad de poder percibir la impresión con la mirada. Pero, hay que saber dirigirla como se hace aquí: con la mano amiga y sabia que, precisa y segura, ayudará a iluminar a nuestros ojos maravillados. Esto es lo que el Arte intenta hacer siempre con sus obras. Y Rembrandt lo consigue, y no solo con la mano sino con el fondo neutro o con las figuras tan elaboradas y sus complementos: el tocado, la vestimenta de los personajes, el libro o el manto ribeteado de un atril decorado. Y ahora nuestros ojos están dispuestos a mirar ávidos de sutil belleza representada. Y podremos comprender ya, como lo hace el becario del cuadro. Es una alegoría de la enseñanza más sublime, pero, también es una metáfora de lo que nos ofrece el Arte. Al mirar la obra la comprendemos pronto, pero, ¿la comprenderemos bien? Se precisa amor, belleza, concentración y curiosidad para conseguir obtener la mejor relación Arte-observador. La misma que para obtener la mejor relación sabiduría-aprendiz. ¿Qué cosa representa aquí la curiosidad?: la mirada del joven alumno. ¿Cuál la concentración?: el fondo monocromático tan acogedor. ¿Qué la belleza?: la maravillosa elaboración de la textura, los colores y las figuras tan extraordinarias. ¿Y el amor, qué lo representa en la obra?: la mano; la mano dirigida, la mano entregada, sin dogma, sin fuerza, sin desatino, solo afablemente manifiesta.

(Óleo barroco Joven becario con su tutor, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Museo Paul Getty, California, EEUU.)

21 de agosto de 2017

Las mentiras sutiles del Arte o como lo importante no es qué es algo sino cómo se ve.



Betsabé fue el personaje femenino de una historia bíblica davídica. El rey israelita David se obsesiona con ella luego de observarla bañarse desnuda. Esta obsesión llevaría al monarca de Israel a requerirla en sus reales aposentos. La forzaría regiamente, es decir, con las prerrogativas reales que un monarca absoluto tuviese sobre su pueblo por entonces, siglos XI-X a.C. Pero fue algo que entonces no pudieron evitarlo ni ella ni él. Y tal vez no hubiese pasado a ser historia o leyenda bíblica alguna. Podría haber sido un adulterio clandestino más, uno de los millones que la historia noble hubiese tenido en sus desconocidos anales de la vida. Pero Betsabé quedaría encinta de aquella afrenta regia. Según cuenta la leyenda sagrada (la historia real del rey David es desconocida), Israel por entonces (c.a. 1000 a.C.) se encontraba en guerra con los amonitas -el sitio de Rabbath Ammon- y el conflicto se estaba prolongando demasiado. El ejército del rey David se encontraba desplazado hacia el sureste de Israel, muy lejos de Jerusalén. En su ejército estaba el soldado Urías, esposo de Betsabé. Cuando ésta comprueba su estado maternal se alarma y escribe entonces una carta al rey, pues llevaba sin ver a su esposo más de seis meses y el adulterio en Israel estaba terriblemente penado. El rey entonces ordena a Urías que regrese a su casa urgentemente. Pero éste se niega a abandonar a sus compañeros, sería un deshonor para él. Esto resultaría fatídico, sin embargo, para su vida. El rey no pudo hacer, entonces, más que mandarlo sacrificar. 

Esta es la leyenda sagrada del Libro de Samuel, donde se relata la historia de Urías y Betsabé. Pero el Arte tomaría la leyenda como un referente estético para consagrar ahora un sentido moralista. Porque los relatos sagrados o leyendas bíblicas eran para el Arte posibles metáforas que inspiraban otras cosas. Una inspiración tanto del creador como del observador que la percibe...  Y ahí está la capacidad del Arte para mentir sutilmente. Porque los pintores no identificaban el sentido estético de un personaje con el origen real de su leyenda conocida. La escuela holandesa que Rembrandt llevaría a su esplendor tuvo algunos seguidores adscritos a la sutileza del color y a la técnica de la belleza más emotiva. Salomón Koninck (1609-1656) fue uno de ellos. Algunas de sus obras fueron confundidas con las de Rembrandt incluso. Sin embargo, no alcanzaría la genialidad de su compatriota más famoso, a pesar de retratar esa belleza con rasgos más asequibles a un sentido estético más comprensible o deseable. Es interesante observar en las obras de Betsabé cómo la mirada del personaje -su expresión- es muy diferente en Rembrandt que en Koninck. También su técnica cromática -la cantidad de matices y sus detalles reflejados- así como la originalidad de su composición, lo que hace a Rembrandt uno de los más grandes pintores de la historia.

Salomón Koninck compuso dos obras diferentes de dos composiciones parecidas, algo que el Arte se permite porque no es el sentido fidedigno de una representación lo más importante, sino cómo veremos el resultado final, variando por ejemplo la mirada o algún que otro elemento para, finalmente, obtener así el sentido tan personal que el autor desea. En la Galería Nacional de Finlandia se encuentra la obra de Koninck  Joven y su proxeneta de 1640. En esta obra de la escuela holandesa el pintor consigue la composición de un personaje que, aparentemente, parece la legendaria Betsabé bíblica. Pero, sin embargo, no lo es. No lo indica el título ni ningún elemento iconográfico tampoco. Salvo la inspiración. Pero, en este caso, la inspiración es muy subjetiva, es metafórica y sutilmente engañosa. Diez años después, el mismo pintor Koninck compone su otra obra Betsabé. Observemos bien esta otra obra: es la misma escena, la misma figuración representativa, la misma composición,  la misma expresión del personaje principal,  la misma acompañante y casi los mismos elementos representados. Salvo una cosa. Lo que expresa ahora, en un caso, el sentido inequívoco de su relación con la leyenda bíblica: la carta escrita en su mano por Betsabé al rey David. Tan solo eso nos ayuda a discernir ahora el sentido real de la obra. 

Pero, entonces, ¿el sentido iconográfico de la otra obra cuál era? El titulo lo expresa muy claro: Joven y su proxeneta. ¿Es que el Arte relacionaba, sutilmente, a la madre del rey Salomón -hijo del rey David- con una prostituta? Sí. ¿Cuál es entonces la verdad? No existe en el Arte la verdad, solo la sensación de asimilar una belleza a un artístico mensaje sublimado. Lo que es la mentira del Arte... Lo que el Arte hace a veces para realzar, así, con belleza, el sentido de lo que expresará siempre: que lo importante no es el personaje retratado con rasgos identificativos para expresar un ser concreto -su aspecto ontológico-, no; que lo importante es la expresión de una belleza indefinida para alcanzar a comunicar algún sentido misterioso o trascendente -su aspecto estético-. Nada significará más en el Arte que el mensaje estético.  En una obra -Joven y su proxeneta- con la sensación de elogiar una belleza erótica y de menospreciar ahora las veleidades materiales de la vida.  En la otra obra -Betsabé- con la complicidad de llegar a entender la oscura moral detrás de una decisión real. El Arte nos ayuda a entender siempre expresando la belleza y las acciones que esa misma belleza nos inspire en la vida.  Aunque con su sutil mentira estética muy bien representada. Y especialmente en Rembrandt, además, con la mirada...

(Óleo barroco Joven y su proxeneta, 1640, del pintor holandés Salomón Koninck, Galería Nacional de Finlandia, Helsinki; Obra barroca del mismo pintor Salomón Koninck, Betsabé, 1650, Colección Privada; Óleo El baño de Betsabé, 1643, del pintor Rembrandt, Metropolitan Art de Nueva York.)

21 de junio de 2017

La Belleza en Rembrandt es una cosa diferente, el sentido más intelectual de ella.



Los genios, los artísticos o los científicos, también los seres atribuidos de una belleza especial, lo son no porque hayan nacido en un determinado lugar, o hayan sufrido una determinada vida, o dispongan de una especial reacción ante las cosas de su entorno; no, lo son porque han nacido de ese modo especial en que lo han hecho, surgen así desde la más profunda e incognoscible oscuridad del universo misterioso. Otra cosa es que realicen esa genialidad aplicada de una u otra forma, dependiendo del mundo que les haya tocado vivir. Pero son absolutamente únicos, no obedecen a nada, ni se dejan llevar por nada que no sea su propia esencia más genuina. La genialidad es algo complejo, no es simple; se tiene o no se tiene, de acuerdo, pero para desarrollarla es preciso disponer de unos elementos biopsíquicos muy concretos y particulares. Rembrandt fue un pintor genial porque manejaba los colores, la composición y los detalles de sus obras con una maestría especial muy extraordinaria. Otros podrían hacer lo mismo; ¿lo mismo?, no, lo mismo no, otros lo harían de otra forma distinta. Una forma diferente de la que el genio sublima -lleva a un nivel o esfera superior- con los procedimientos o las diferencias tan personales que con su especial artificio consiga alcanzar la gran obra de Arte. 

Este lienzo pintado por Rembrandt con veinticuatro años sobre el mito de Andrómeda, es una prueba significativa del Arte genial más sublimado. En su obra Rembrandt lleva elementos sencillos de la naturaleza, incluso chocantes por su falta de belleza clásica, a la más alta representación de grandeza artística sublime. El mito de Andrómeda nos cuenta la maldición de una joven griega al ser sacrificada en aras de salvar a su reino de la vengativa destrucción de los dioses. Sus padres, el rey Cefeo y la reina Casiopea, se vieron obligados a atarla cruelmente para satisfacción del dios del mar Poseidón. La inocencia y suerte de Andrómeda quedaron desamparadas con la decisión fatídica de sus padres. La sensación de defenestración o abandono desgarrador que tuvo que sentir Andrómeda no es comparable a nada. Porque los que deben defenderla se vuelven contra ella sin remisión. ¿Qué dolor o emoción de terror más incontenible debió sentir la joven cuando sus ataduras inflexibles la entregaron, inexorable, a su perdición más espantosa? La leyenda, afortunadamente, no terminaba ahí, se transformaría luego en una de las bendiciones amorosas más heroicas de toda la mitología. Justo antes de acabar destruida por las fauces del monstruo marino más atroz, el más heroico de los héroes griegos, Perseo, acabaría salvándola del más pavoroso destino. Pero, sin embargo, este último episodio -fundamental para salvarnos de la desesperación- no lo tuvo en cuenta Rembrandt en su obra.

En su obra no está Perseo por ningún lado, tampoco hay esperanza alguna en la escena retratada por el pintor holandés. De hecho, no vemos más que a Andrómeda desesperada en un encuadre artístico minimalista, para ser un cuadro barroco. Porque el paisaje es neutro aquí; solo unos colores intelectuales -no los naturales ni los más bellos o apasionados del Barroco-, es decir, solo los colores más idealizados de una paleta genial son los que brillan apenas ahora junto a los perfiles más inhóspitos de un escenario tan íntimo. Es la sufrida e invalidada Andrómeda lo único que se representa como motivo o razón estéticos en toda la obra. Su figura estética es la figura humana más desolada de todas las figuras que se hayan retratado así jamás. Y esta desolación se tiene que traducir, para Rembrandt, en la más hiriente y deteriorada imagen de una joven sin esperanza... Para el pintor holandés, la belleza no es la representación ideal de una geometría humana destacada por elementos procuradores de armonía clásica, sea ésta divina,  natural o metafísica,  como son las armoniosas Venus retratadas por otro genio artístico, Botticelli. Para Rembrandt la belleza humana no es reflejo de una belleza natural -entendida ésta como la propia de la naturaleza, también de los paisajes, de las nubes, de las plantas, etc.-, es, a cambio, una belleza condicionada por la esencia maldecida de un género, el humano, condenado en el mundo para siempre. El pintor holandés llevaría el naturalismo de su barroco infantil -más ingenuo estéticamente- a representar en su lienzo mejor unas emociones interiores -más permanentes- que aquellas otras más alejadas, por demasiado divinizadas, sensaciones visuales de una belleza exterior -más efímera- para tratar así de representar ahora unos rasgos más humanos -por más auténticos- de los atribulados hombres y mujeres. Pero, sin embargo, convertiría aquí el pintor barroco, con su genio artístico sublime, una cosa en la otra. En su lienzo Andrómeda vemos cómo la belleza interior es elevada por Rembrandt a la más exterior que un lienzo barroco pueda albergar, además, en tan poco espacio artístico.

Hay que acercar la mirada para ver bien el gesto de horror de Andrómeda en la obra de Rembrandt. Desde lejos no se aprecia bien del todo. Por eso, en esta ocasión, hay que tratar de mirar ahora al revés, es decir, de dentro hacia afuera, para poder observar -y traducir correctamente- la auténtica belleza que expresa esta obra de Arte. No está ahora la belleza en los rasgos convencionales de una belleza clásica, bendecida en los perfiles idealizados de, por ejemplo, una bella diosa erótica renacentista. Porque, además, para Rembrandt, no existen las bellas diosas eróticas renacentistas, sólo seres humanos vulnerables: los derrotados por el desamparo más evidente o por el más implícito y misterioso. Estamos condenados inevitablemente, a pesar de no querer comprenderlo gracias a disponer de una naturaleza protectora que, aparentemente, nos envuelve a veces en una belleza traducida o falsa. Y, ¿quién mejor para traducir a la inversa esa belleza equivocada que el propio Rembrandt? La genial pasión armoniosa conseguida en su obra barroca, a pesar de sus laberínticos derroteros plásticos para tratar de representar una belleza distinta, es la misma que, sin llegar a componerla con los trazos ideales de una Belleza clásica, consigue ahora poder alcanzar, sin embargo, el alma interior más profunda, emotiva, o menos esperanzadora de los hombres.

(Óleo barroco Andrómeda, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Galería Real de Pinturas Mauritshuis, La Haya, Países Bajos; Detalle de la misma obra Andrómeda, 1630, Rembrandt, La Haya.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)

2 de febrero de 2015

Buscaremos el misterio para ocultar la absoluta y banal claridad de nuestro mundo.



Es algo claro en el mundo: si a lo lejos divisaramos una mujer vestida de blanco, rodeada de un halo brillante o dorado y elevada ahora ligeramente del suelo, no lo deberemos dudar: es la Virgen María...  La cita, popular, irónica o chistosa, conllevará, sin embargo, una reflexión sosegada de la realidad aplastante de las cosas de este mundo: nada encerrará ningún misterio tanto tiempo como para no llegar a comprenderse. Y el más clarificador, el más desvelado, el más terrible o el más inevitable de los misterios es aquel provocado por nosotros mismos, el de nuestra propia, evidente y cierta vida insaciable y mitificadora. Es por eso por lo que, a cambio, adoraremos el misterio, cualquier forma de artificio que permita ocultar la caja de Pandora virtual de nuestra aburrida, convencional o vulgar vida conocida. Ese lugar cerrado y oscuro que nos permita manejar ahora lo improbable, lo imposible, lo que pueda llegar a ser, lo sublime, lo porvenir, lo arcano o lo nunca desvelado... Aún. Porque los misterios de nuestro mundo pueden ser de dos clases, básicamente. Aquellos que atañen a la Naturaleza y aquellos que atañen específicamente al ser humano. Ambos para un científico serán lo mismo. Y seguramente lo sea. Pero el ser humano es, de todos modos, el misterio más desgarrador del universo, el más incontrolable porque puede pensar en ello y modificar así, a su antojo, todo posible resultado o toda posible probabilidad.

Sin embargo, las cosas propias del ser humano, como puedan ser su comportamiento, sus deseos, sus necesidades, sus limitaciones, sus maldiciones, sus condicionantes defectos o sus posibles virtudes, serán conocidas y para nada nos sorprenderán, por muchas generaciones que hayan sido o sigan pasando en el mundo de los hombres. La psicología de los seres humanos que vivieron en el antiguo imperio romano se distinguirá poco de los que vivieron en el Renacimiento, y éstos mismos de nosotros tampoco mucho. Los mismos problemas existenciales tuvo el gran pintor Rembrandt que muchos de los que vivimos ahora en este siglo. Las mismas angustias, las mismas deficiencias o las mismas frustraciones. Es cierto que los misterios -los de la Naturaleza- eran mayores entonces, en tiempos del genial creador holandés, pero no así la existencia de los retos vitales humanos, algo que, hoy al igual que ayer, seguirán existiendo del mismo modo angustioso.  La vida personal de este extraordinario pintor del Barroco, sin embargo, fue muy desdichada, por lo cual su Arte le sería un maravilloso revulsivo para poder afrontarla. La creación artística tiene esa virtualidad: que consigue transformar la visión de la realidad -no la realidad- para hacer de ésta ahora algo más llevadero o más alentador.

Cuando Rembrandt quiso -¿qué quiso realmente?- plasmar un misterio con su Arte barroco, compuso su extraña obra El Jinete polaco. Pero, es que ni él siquiera le puso este título a su obra. Y decimos quiso plasmar un misterio, por lo mismo que podemos decir que el ser humano se distancia a veces de las materiales y formales cosas por analizar -o ya analizadas- de la Naturaleza.  Por sus arbitrariedades tan humanas. Así como también por esas elecciones azarosas que los pintores finalmente consiguen plasmar en sus creaciones artísticas... tan misteriosas. Pero, nada más. Porque no hay en ello misterios encantados, no hay confusiones de certezas, ni castillos en el aire, ni tampoco un sentido especial sublimador de ninguna miseria humana tan incierta. Así será nuestra prosaica y menesterosa vida humana, esa misma que se vierte sin excusas de explicaciones ostentosas en la realidad más clarificada y banal, también en la más sórdida y sin sorpresas. Es por eso que buscaremos el misterio para ocultar la inevitabilidad de la realidad más clarificada, y hacer ahora de ésta y de la vida algo que no es. Para dar a la vida el mismo perfil que los pintores llevarán a sus lienzos con los mismos materiales ilusorios de lo que está hecha la vida.

El título de la obra, El Jinete polaco, lo empezaría a utilizar un historiador de Arte holandés, Abraham Bresius (1855-1946), que acabaría convirtiéndose en un experto en Rembrandt. Descubriría el lienzo una vez que visitara el castillo de un noble polaco, el conde Tarnowski. Un antepasado del conde adquiere la obra en Amsterdan a finales del siglo XVIII y la lleva a su castillo situado en el sur de Polonia. Bresius analizaría la obra y vería el estilo de Rembrandt, imaginando ahora el retrato de un caballero polaco montado en su cabalgadura.  Y lo tituló así, El Jinete polaco. Pero, nada más, no hay certeza exacta de que la obra sea del pintor holandés ni tampoco de que sea un caballero polaco lo retratado. Por otro lado, ¿qué sentido tiene la obra?, ¿qué representa? Aquí llegaremos a la arbitrariedad del ser humano y de su Arte, el único misterio sin desvelar...  No así con los restantes misterios, los de la Naturaleza, que sí terminarán más tarde o más temprano por ser desvelados. Pero, aquél no. Aun así, las posibles interpretaciones son el único instrumento crítico, libre y posible de todo Arte. Nos sirven para justificarlo y para justificarnos. Sólo así seguiremos manteniendo el misterio del mundo.

En la obra vemos un caballero -da igual que sea polaco o portugués-, vemos un caballo, un itinerario, un paisaje y un gesto o ademán del personaje. Lleva además el caballero sus armas a la grupa, las deja ver claramente el pintor. No mira hacia adelante el caballero, hacia donde él, se supone, se dirige. El fondo del paisaje -lo poco y mal que esta reproducción permite- nos enseña un lugar tenebroso y elevado, lo que parece un gran baluarte redondeado y construido por el hombre sobre la cima. El cielo es igual de tenebroso, propio de la iconografía oscura y barroca de Rembrandt. Pero, ¿qué más hay para dilucidar lo que representa la pintura misteriosa? Al parecer, pudo el autor inspirarse en un grabado del Renacimiento -año 1513- del genial, y precursor de misterios, Alberto Durero, el grabado denominado como El caballero, la muerte y el diablo. En esta obra de Durero un caballero se dirige, perseguido o acompañado, por unas representaciones abstractas tan desoladoras propias de la iconografía medieval. Esta imagen tan medieval la fijaría el renacentista Durero para mostrar la figura hidalga del ser solitario que lucha en la vida a pesar de los lastres que sobrelleve -¿a causa de él mismo?- acosado por el mundo.

Pero en la obra El Jinete polaco siempre se vio, a cambio, a un caballero seguro de sí mismo, que se dirige, confiado, a salvar sus ideales patrióticos, personales o religiosos, de una vida ilustre, agradecida y virtuosa. Al principio de la alta edad media se acuñaría el concepto sagrado del caballero cristiano -millas Christi-, del soldado de la fe que representaba por entonces la lucha ferviente por mantener a Europa libre del Islam, sobre todo en el este europeo. Es la figura del caballero que lucha por los buenos ideales, por la mejor de las causas frente al poder de las tinieblas o de lo aterrador. Esta es una posible interpretación. Pero, ¿es la única? No. Y ahí hay otro misterio. Porque todos estuvieron de acuerdo -el historiador, un poeta polaco, el conde y otros que vieran la obra- en que el caballero del cuadro era un jinete polaco. Pero, ¿era en verdad un sagrado caballero medieval polaco lo que realmente representaba la obra? Rembrandt se dejaría llevar más por la mitología bíblica que por la medieval. La conocía mejor, ya que fue educado en ella por su madre. Él pintaría casi todos los mitos bíblicos conocidos. Así que, entonces, aquí, en esta obra, ¿por qué no usar también un sentido bíblico para expresar algo diferente, otra cosa distinta a lo habitual, y, además, hacerlo tan misteriosamente?

Fue el Génesis el libro bíblico que más representaría Rembrandt en sus obras. Como afecto amigo del mundo judío, tan perseguido en todas partes de Europa, conocía las interpretaciones que su exégesis hebraica tendría para sustentar misterios revelados.  En la leyenda del Génesis primordial se hablaba de los primeros descendientes de Noé. Un nieto de Cam -hijo de Noé- lo fue Nemrod, uno de los primeros hombres en conseguir un poder inmenso y cruel sobre los demás. Se contaría además que fue Nemrod quien construiría la torre de Babel, ese baluarte poderoso que se elevaría sobre todo lo existente como un resorte para mitigar los misterios del mundo, como un talismán erigido, también, para poder sojuzgarlo. Esa fue la forma en que simbolizaría Nemrod su poder sobre todos los hombres: hacerlo sobre la Naturaleza -erigir un enorme edificio que la retase- pero también sobre lo divino, compararse  con el supremo poder de Dios. Y es en el poderoso baluarte redondeado que se eleva al fondo del cuadro donde la obra de Rembrandt llevará ahora tintes de parecer una metáfora bíblica, la del desalmado Nemrod.

De esa forma el misterio sobrevive también en el intento de elegir, lo que es el misterio al fin y al cabo. Porque podemos elegir lo conocido, lo vulgar, lo posible, lo viviente, o elegir todo lo contrario, que es lo que es, finalmente, el misterio. Y en la obra de Rembrandt el afamado representante de lo virtuoso, el caballero que persigue el bien más deseado, no es ahora sino justo lo contrario, el más atroz personaje poderoso, el ser sin escrúpulos que someterá con sus deseos más viles la vida desolada de los otros. Como en el grabado de Durero, las figuras abstractas de lo más abyecto -el demonio y la muerte-, que acompañan al caballero en su camino, son ahora en la obra de Rembrandt parte de la iconografía del propio caballero en su más fiera y oculta personalidad. Porque en el grabado de Durero se aprecian claramente esas representaciones maléficas, pero, ¿y aquí, en el lienzo de Rembrandt, dónde están ahora esas matizaciones tan tenebrosas? Veamos bien el cuadro, aparte de un paisaje oscuro, agresivo y desalentador, ¿qué otra cosa inquietante veremos? El caballo que monta el caballero, ¿no parece ser un poco aterrador? Ahí estará parte del simbolismo más tenebroso del cuadro, en una cabalgadura tan poco agraciada en sus trazos, con los aterradores tonos sombreados de su cabeza, o con sus extremidades equinas tan sobrecogedoras. Parece el caballo más horrible del más fiero y desalmado de los seres, una cabalgadura tan mal cuidada como reflejo fiel de su amo vil y despiadado. Pero que ahora es genialmente aquí el misterio más iconográfico, ese que el creador plasmase en su lienzo para matizar la imagen confusa de un jinete diferente.

Otro lienzo misterioso en el Arte también utilizaría la mitología bíblica para confundirnos. En este caso uno del pintor renacentista Pontormo (1494-1557), un creador italiano de personalidad tan compleja como su obra. En su creación José en Egipto del año 1518 nos representa un cuadro forzadamente misterioso. La leyenda bíblica de José cuenta cómo este personaje hebreo es presentado al faraón en su adolescencia y cómo medrará hábilmente en la corte egipcia para poder beneficiar luego a su sojuzgado pueblo judío. Pero aquí, en esta obra de Arte con influencias miguelangelianas, el pintor nos aturde ahora más que Rembrandt. Y nos aturde porque nos llevará a no entender nada de nada. Cuando los misterios se aderezan en exceso de cosas muy variadas, de multitud de elementos diferentes y sin sentido, el objeto del Arte es ahora solo exclusivamente estético. Rembrandt en su obra, además de lo estético, llevará un alarde de composición misteriosa, sea de una u otra clase, pero bastante definido ese misterio en alguna cosa estéticamente virtuosa. En la obra manierista de Pontormo, a cambio, se mezclan en demasía cosas inconexas, sin ningún sentido. Tal vez lo tenga, como todos los misterios sin desvelar, o, tal vez, sea ese mismo el misterio, que no lo tenga... Que sea tan solo el alarde de querer diferenciarse artísticamente y mostrar así ahora parte de la confusa realidad, no de toda sino de una parte confusa que la vida humana tenga en este mundo. Una vida tan vulgar, simple y despejada de sombras... como de la luz más esclarecedora lo tuviera, alguna vez, una mera sombra poderosa.

(Óleo de Rembrandt, El Jinete polaco, 1655, Colección Frick, Nueva York; Cuadro José en Egipto, del pintor renacentista Pontormo, 1517, National Gallery, Londres; Grabado del pintor renacentista alemán Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513, Series de Grabados de Durero.)

26 de abril de 2014

El más humano de los grandes creadores, el más capaz de hacerlo ver con su Arte.



¿Qué tendrá que ver la biografía de un creador con la forma en que su creatividad sea reflejada en su obra? Porque la creatividad es una cosa y otra puede ser la manera en que veamos la luz, las sombras, los encuadres, las líneas, los ademanes o las formas representadas. Ambas cosas, lo creativo y la técnica, serán la impronta artística de un pintor, serán su estilo, su Arte, pero, también lo será su vida. Porque en Rembrandt no es posible separar su vida de su Arte, como no es posible separar en él tampoco la realidad de la fantasía. Si definiéramos la vida de un ser humano en sentido general, si eligiéramos una vida como ejemplo de lo que es la vida humana, descrita con sus azares, ilusiones, anhelos, fracasos, desvelos, sufrimientos, debilidades, errores o trasiegos, qué mejor modelo de vida que la de uno de los más grandes pintores que haya tenido la Humanidad. Sí, Humanidad con mayúsculas, porque, con Rembrandt, ésta adquirió una forma y definición sublimes, rodeada de luces y sombras, de formas y maneras originales así como de un sentimiento y de una belleza genuinas. Porque la Belleza en Rembrandt, su propio concepto, es el propio Arte. No es la representación de una belleza natural apreciada en sí misma -lo que entendemos por una clásica forma bella-, no, en Rembrandt es una belleza alegórica, sublime y abstracta compuesta para ser universal.

Cuando Rembrandt nace en el año 1606 Rubens llevaba ya veintinueve años en el mundo. Así que el gran pintor flamenco había sido el modelo en el que el joven Rembrandt se fijó como ejemplo de creador, pero también como ejemplo de hombre. Porque Rubens había conseguido en el año 1621 ser uno de los más brillantes, exitosos, creativos, innovadores, geniales y felices seres humanos que, con su Arte y su vida, hubiesen pisado la sociedad europea de entonces. Pero, claro, Rubens se había desarrollado en el seno de una sociedad mucho más privilegiada que la de Rembrandt. Por lo tanto partícipe de un afortunado y más reluciente azar vital. A pesar de haber sido huérfano de padre, la madre de Rubens le educaría con maestros reconocidos y acabaría accediendo incluso como paje al servicio de una influyente condesa. Viaja a Italia a los veintitrés años, donde conoce a los grandes pintores venecianos, y luego pasaría al servicio del duque de Mantua, gran mecenas del Arte. Marcha después a Madrid como enviado del duque italiano, donde comienza a seducir artísticamente con su maravilloso, original y subyugante Arte.

Triunfó Rubens en todo aquello que tocase, y su obra y su vida no dejarían de brillar en cada cosa, acción o creación, artística o no, que tomase.  Cuatro años después de fallecer su primera mujer vuelve a casarse Rubens, ahora con su adolescente musa y modelo Elena Fourment. Cinco años más tarde adquiere un castillo en la brabante y exuberante villa de Elewijt, y, tiempo después, a los 62 años de edad, fallece Rubens, serenamente, habiendo llegado a alcanzar las más grandes cumbres del reconocimiento social. Sin embargo, Rembrandt, que llegaría a tener reconocimiento artístico, no conseguiría en su vida personal ni la paz, ni la tranquilidad, ni la felicidad, ni la serenidad que aquél hubiese obtenido en la suya. A pesar de haber sido Holanda -país de Rembrandt- en aquellos años del siglo XVII, a diferencia de otras naciones europeas, una sociedad de oportunidades sociales y personales, la moral y la dignidad económica y comercial -logros y éxitos personales- condicionaba la vida de sus habitantes. Y es así como Rembrandt vino a ser un paradigma de lo que, siglos después, se entendería como la figura romántica y desolada del genio universal, es decir, la de un personaje malogrado, cargado de virtudes y defectos, postrado así a los pies del altar maravilloso de su Arte.

Desde muy pronto sus obras se cotizaron alto, pero esto fue contraproducente para él, a pesar de lo que pueda pensarse, ya que motivó al pintor holandés al despilfarro o al error más que a la prudencia o al sabio proceder. Adquiría Rembrandt compulsivamente todo tipo de muebles, antigüedades y extravagancias, en parte elementos simbólicos de ascenso social y en parte coleccionismo que utilizaría como modelos en sus obras. Su primer matrimonio en el año 1634 con la sobrina de su mentor y socio duró ocho años, un tiempo que no fue de felicidad conyugal. Hasta entonces, sin embargo, el pintor holandés se auto-retrataba orgulloso, seguro de sí mismo y triunfante de su vida. Tiempo después el hombre, más que el artista, no conseguiría mejorar ni obtener satisfacción con su destino personal. Para su pequeño hijo, huérfano ahora de madre, buscaría el servicio de una viuda que además acompañaría al padre en sus momentos de soledad. Este amancebamiento le traería dificultades al pintor. Los habitantes de los Países Bajos -mediados el siglo XVII- entraron además en una profunda crisis económica consecuencia de la entrada de Inglaterra en sus mercados comerciales, ámbitos geográficos que, desde tiempo antes, dominaban sin embargo los holandeses. 

Deudas, demandas -la viuda le acusa de no cumplir su promesa de matrimonio-, dificultades económicas, todo llevaría a Rembrandt a ser marginado por la exigente, puritana y calvinista sociedad holandesa. Una de las mujeres al servicio de su casa testificaría a su favor en la demanda, algo lógico pues habían comenzado una relación sentimental, causa posible de dicha demanda. Esta nueva mujer, llamada Hendrickje, le trajo al pintor algún atisbo de felicidad, una emoción que reflejaría el pintor barroco en algunas de sus obras maestras. Pero duraría muy poco esta nueva relación ya que fallece Hendrickje en el año 1663, seis años antes de que el pintor lo hiciera. En el año 1668 la tragedia marcó su vida con la muerte de su único heredero varón, Tito, un hijo de su primera mujer. Años antes había perdido otro hijo tenido con Hendrickje. ¿Qué otra cosa en sus obras, además de los reflejos de su semblante, se permitiría Rembrandt translucir con los creativos alardes de su pasión vital? Porque sus obras muestran siempre la Belleza de un Arte insuperable. De una resolución artística sin igual, de un virtuosismo genial y extraordinario, de una conformidad de equilibrio, color o iluminación serenamente contrastable. Porque la luz aparecida en sus obras desde algún lugar inaccesible, sea artificial o natural, siempre refleja lo preciso, lo necesario, lo que debe ser iluminado en ese instante.

Pero como una premonición el pintor holandés compuso, en el año 1636, su obra Sansón cegado por los filisteos. La leyenda bíblica relataba los hechos de la trama hebrea: el poderoso judío Sansón, incapaz de ser abatido ni vencido por nadie, acabaría destruido, sin embargo, por el ruin engaño seductor de Dalila. Esta bella mujer descubre que la fuerza de Sansón, su misteriosa fuerza sobrehumana, radicaba en su negra cabellera rizada. Con su ayuda femenina los filisteos terminarían abatiendo al poderoso enemigo, cegando sus ojos incluso, como veremos en la brutal escena que el pintor no escatima expresar sin belleza. La composición de la obra consigue que la armonía de las figuras y su violencia enmarquen, hábilmente, planos artísticos muy complejos. Cinco líneas de figuras se cruzan en el lienzo, paralelas tres con dos, y todas cortan entre sí la escena dramática. La lanza acosadora, la pierna derecha de Sansón y la figura de Dalila frente a las cabezas de los filisteos y la entrada de la cueva... En sus manos lleva Dalila el cuchillo y los desunidos cabellos de Sansón. Así veremos abatido a la víctima de un amor.., un ser que no puede hacer ya nada para evitar su destino.  Sólo dejar que las cosas terminen ya de una vez y dejen por fin de ser indecentes, insensibles, o seguras de cumplir el sentido de un destino ineludible, absolutamente inevitable, malogrado o tristemente imposible.   

(Óleo del gran Rembrandt, Sansón cegado por los filisteos, 1636, Kunstinstitut, Francfort, Alemania; Autorretrato con boina de terciopelo, 1634, Rembrandt, Berlín; Autorretrato con boina, 1655, Rembrandt, Viena; Autorretrato con gorra roja, 1660, Rembrandt, Stuttgart; Autorretrato sonriente, 1665, Rembrandt, Colonia.)

17 de marzo de 2014

El Arte como un talismán ante la pérdida: la de la belleza, la de la inspiración... o la de la vida.



¿Qué cosa nos causará más temor en este mundo? Es seguro que algo que poseemos o creemos poseer y que, de pronto, comprenderemos que vamos a perder o que ya lo hemos perdido. Es esta una vaga sensación parecida a la primera pérdida metafórica, a aquella traumáticamente primera pérdida de los seres humanos al nacer, cuando de seguro recordábamos por primera vez el sentido ahora de pérdida, de una sensación entonces de pérdida de ese lugar acogedor -el útero materno- que nos guarecería desde mucho antes. Y es probable que el Arte desde sus inicios fuese una forma de exorcizar ese sentimiento inicial de pérdida... Porque es ahora ese impenitente artificio plástico que es el Arte, inventado para mantener el hilo que nos une a la visión de lo desaparecido o por desaparecer, lo que nos seguirá mostrando ahora así su recuerdo, su sentido, su razón, o incluso su miseria... El gran pintor Rembrandt se obsesionaría tanto con ese sentimiento de pérdida que se autorretrataría en multitud de obras, todas maestras, hasta justo muy poco antes de él desaparecer. En su último Autorretrato del año 1669, pocos meses antes de morir, plasmaría el pintor holandés toda su verdadera imagen ahora malograda, ajada ya por los años y la cruel enfermedad. Aquí el pintor reflejaría su decrepitud como un alarde de lo que el mismo Arte salvará... a pesar de los rasgos poco agraciados ocasionados ya por su avanzada edad.

Pero es este retrato una de las más extraordinarias obras de Arte del pintor holandés. Nos llegaría a transmitir un gran mensaje con él, una máxima que el creador comprendería entonces cuando lo hiciera: que la belleza está encerrada -guarecida- en la propia creación artística y que ésta, a su vez, la volverá inmune frente a la pérfida, impertérrita y desasosegada pérdida.  Cuando el impresionista creador francés Édouard Manet quisiera reflejar la muerte como una desaparición poco heroica, ni consagrada en los altares de la historia ni en los épicos relatos de leyenda, idearía la creación de una obra que reflejase el suicidio vulgar de un hombre vulgar en un lugar vulgar de un mundo vulgar.  Y de ese modo compuso el pintor su poco conocida obra El Suicida del año 1880. Hasta entonces, hasta ese momento histórico, sólo se habría realzado en el Arte la gran pérdida de los grandes hombres de la gran Historia, como la muerte autoinflingida, por ejemplo, del famoso romano Catón o como la de otros grandes personajes de la historia. Pero aquí el pintor va más allá y nos dice, claramente, que cualquier pérdida debe ser siempre reconocida. Cualquiera. Y el pintor francés nos lo muestra así, de esa forma tan simple, sin más adornos en el lienzo que los elementos dramáticos y fríos -pero artísticos- de la impresión que nos transmite ahora la obra de que toda pérdida, toda, puede ser, verdaderamente, redimida por el Arte.

La leyenda mitológica nos cuenta el trágico final de la bella Procris... Fue hija de un rey de Atenas, Erecteo, y acabaría uniéndose a Céfalo, un bello príncipe de la antigua Fócide griega. Pero Céfalo fue una vez atormentado por los dioses, por una diosa en su caso, la atormentadora diosa griega Eos, la diosa de la aurora. Quiso la diosa entonces poseerlo, y, aunque él se negara por la fidelidad debida a Procris, convencería a Céfalo de la fragilidad de ese fiel sentimiento de ella.  Así fue como el bello Céfalo, convertido por la diosa en otro hombre de apariencia diferente, sedujo a la débil Procris fácilmente, convenciéndose ahora él de la poca lealtad que ella mantendría. Entristecido Céfalo, acabaría así en los brazos de la taimada diosa. Sin embargo, Procris, desolada al saberlo, terminaría errando por los mares hasta llegar a la isla de Creta. Y allí el rey Minos, a cambio de hacerla su amante, le regalaría entonces un fiel perro, Lélape, un hábil animal para la caza reflejo además de la fidelidad más permanente. De regreso a Atenas, Procris le ofrece a su fiel perro la ocasión de disfrutar un paseo de caza por las hermosas laderas de su reino. Pero entonces, surgida tras los árboles y perdida, una jabalina lanzada muy certera la heriría a ella mortalmente. Céfalo, sin quererlo, la había matado así, accidentalmente, herida ahora ella de muerte por el arma perdida de una caza diferente...

Un pintor renacentista inmortalizaría a la bella Procris en su obra La Muerte de Procris, realizada en el año 1495. Tendida en la bella escena aparece Procris herida mortalmente para siempre. Con toda su belleza y con toda su vida terminadas para siempre. Sin embargo, el creador Piero di Cosimo (1485-1510) la eternizaría a ella tan sólo acompañada por su perro Lélape y un extraño personaje, un artístico y mítico sátiro desconocido, que ahora la atiende con cariño. Pero, sin la imagen ni la representación de su amado y perdido Céfalo de antes. De este modo desolado, el creador italiano establecería así parte del mensaje trascendente de la obra. Que el recuerdo de Procris, verdaderamente el recuerdo de su perdida belleza, quedará, sin embargo, patente con el auxilio sensible de tan solo ahora un vulgar y fiero fauno, de un sátiro además, una salvaje criatura mitológica que, tiernamente, acudirá a ella aquí como metáfora salvífica de la propia leyenda: la de la grandeza del Arte ante la fragilidad exasperante de la vida y de sus miserias. Y así, por tanto, expresaría el pintor renacentista que toda pérdida merecerá alguna vez ser requerida por el Arte, que todo ser humano conservará con ella -con la expresión artística del Arte- el recuerdo permanente y generoso del sentido más heroico de la vida.

(Óleo de Piero di Cosimo, La muerte de Procris, 1495, National Gallery, Londres; Autorretrato de Rembrandt, 1669, National Gallery, Londres; Obra El suicida, 1880, Édouard Manet, Zurich, Suiza,)

26 de noviembre de 2013

Las diversas simetrías en el Arte, sus desigualdades, sus semejanzas y sus matices.



El dieciocho de marzo del año 1990 dos hombres vestidos de policía consiguieron robar, en un museo de Boston, trece valiosas pinturas de grandes artistas de la historia. El Isabella Stewart Gardner Museum sería creado por esta aficionada coleccionista del siglo XIX norteamericano. Dedicaría Isabella Stewart gran parte de su fortuna a adquirir en Europa obras de Rembrandt, Vermeer, Degas... En su propia mansión acabaría creando uno de los más significativos museos del continente. Ese robo fue el más importante robo de obras maestras de Arte llevado a cabo en los Estados Unidos en toda su historia. A día de hoy siguen todas las obras desaparecidas. Una de esas obras maestras robadas, Tormenta en el mar de Galilea, es una elaborada y original creación del gran pintor barroco Rembrandt. Su composición centrada e inclinada, formando así una de las diagonales más espléndidas del Arte, consigue hacernos elevar la vista ahora desde las figuras que luchan contra las olas, dirigirla luego por el mástil divisor de los triángulos artisticos de la obra hasta alcanzar, finalmente, la bandera oscurecida de la punta del mástil. ¡Qué grandeza de composición artística! ¡Qué belleza sugerida por el Arte! Qué maravilloso artificio -el mástil divisor- para separar dos semblantes iconográficos distintos: la mitad izquierda amenazada donde las aguas bravas y el feroz viento se manifiestan peligrosamente; y la otra mitad donde la figura serena de Jesús corona la calma del lado más sosegado de la obra. Siglos después de Rembrandt otro pintor crearía una obra con un parecido alarde artístico. El creador sueco -impresionista- Anders Zorn (1860-1920) realizaría en el año 1904 su obra El violinista. Aquí la composición muestra también dos triángulos rectángulos, pero ahora la hipotenusa es la vara de arco del escorzado violín retratado por el Arte. Porque el violín ahora, como la barca atormentada de Rembrandt antes, se verá también en un escorzo maravilloso y sugerente. Hay varias semejanzas creativas, compositivas y artísticas entre estas dos obras de Arte. ¿Son estéticas las únicas semejanzas que existirán entre las dos? No, hay otra semejanza, algo para nada artístico. La obra impresionista de Zorn sería también robada. Fue sustraída de la Galería Thielska de Estocolmo un veinte de junio del año 2000.

Cuando el pintor postimpresionista Cézanne quiso encontrar su destino artístico, del cual dependería luego todo el Arte moderno, se obsesionaría con las figuras de bañistas...  Nacido en la mediterránea Aix-en-Provence, esta cálida costa azul francesa acabaría siendo el lugar idóneo que ofrecería el decorado perfecto para crear el pintor su fantasía estética transgresora. Había pintado años antes obras con esa misma temática bañista, y volvería a crear otras años más tarde, pero estableciendo ahora, sin embargo, una genial diferencia con el Impresionismo triunfante, esa tendencia con la que él había aprendido a pintar, un movimiento artístico para Cezanne demasiado convencional y superado ya en la historia. ¿Cómo conseguir ahora ese impacto artístico que buscase Cézannetan diferente al Impresionismo? ¿Cómo conseguir esa nueva solidez creativa que deseara plasmar ahora en sus obras? Para esto compuso un lienzo nunca antes visto en la historia del Arte. Pintó figuras deslavazadas y amorfas, sin rostros apenas, desproporcionadas y feas, situadas sin orden y sin un perfil siquiera que les diera un contraste de figuras retratadas claramente. Están entremezcladas con una naturaleza del mismo modo transmutada. Muchos siglos antes, durante el Renacimiento, un pintor rompería la serena y equilibrada forma de componer Arte que se había hecho hasta entonces. Sebastiano del Piombo sería el paradigma, con su creación La muerte de Adonis, de una cierta semejanza artística a la modernista obra de Cézanne siglos después. En esta creación unas figuras clásicas se aglutinan en una parte del lienzo dejando el equilibrio renacentista totalmente alterado. Para comienzos del siglo XVI fue todo un alarde innovador, como lo fuera siglos después la obra de su colega postimpresionista. 

Cézanne no dejaría nunca de buscar la mejor forma de exponer sus principios creativos geométricos. Principios artísticos que buscaría el pintor postimpresionista en su esencia compositiva modernista. Principios que, luego, aprovecharían otros creadores para avanzar en sus tendencias, como el Cubismo de Picasso, por ejemplo. Pero Cézanne lo llegaría a conseguir antes con su revolucionaria obra Las grandes bañistas del año 1906. La misma forma de crear figuración de antes, sus mismas desproporcionadas formas anatómicas, pero, ahora, a cambio, todo ese maravilloso equilibrio y composición llevarían esta creación a una innovación geométrica extraordinaria. La triangulación de la imagen en esta obra está genialmente conseguida. Los troncos de los árboles diseñan un gran triángulo isósceles con el apagado suelo marrón de las figuras. Luego los grupos de figuras humanas de cada lado configuran otros dos pequeños triángulos... Y todo eso logra un perfecto conjunto armonioso, más conseguido que en sus anteriores obras innovadoras. La forma en que los volúmenes geométricos son utilizados por los pintores, hacen o no de éstos unos extraordinarios maestros de la composición: originales, sutiles o perfectos creadores. Un contemporáneo pintor y compatriota de Cézanne, Adolphe Bouguereau, alcanzaría renombre en vida gracias a sus obras de clásico y extraordinario valor entonces. A diferencia de Cézanne -pero todo lo contrario hoy-, que entre los compradores de pintura clásica de finales del siglo XIX no estarían las obras modernas de un iluminado postimpresionista. En una de sus obras clásicas perfectas, El primer duelo, narraba Bouguereau la muerte del bíblico Abel.  Muestra en su obra el cadáver de éste en el regazo de Adán que consuela ahora a la abatida Eva. Magnífica obra academicista propia del gran pintor clásico que fue Bouguereau. A semejanza de la composición geométrica del Postimpresionismo, el pintor clásico también establecería su propio triángulo artístico, uno formado por los cuerpos desolados de sus conocidos personajes. Sin embargo, esa sería la única semejanza entre estos dos creadores. A pesar de su contemporaneidad (Bouguereau nace en el año 1825 y muere en 1905,  y Cézanne nace en 1839 y fallece en el año 1906), ambos pintores son paradigmas muy diferentes de entender, componer y expresar Arte. Uno de ellos con la grandiosidad de su Clasicismo y su corrección estética; el otro con la originalidad y la grandeza de su vanguardia innovadora. Pero con algo en común los dos, algo que los dos desarrollarían con esa manera especial de componer conjuntos artísticos: con la geometría volumétrica que llevaría a ser, en toda la historia del Arte, una de las más importantes razones compositivas para crear una genial obra maestra.

(Óleo de Paul Cézanne, Las grandes bañistas, 1906, Museo de Artes de Filadelfia, EEUU; Obra de William Adolphe Bouguereau, El primer duelo, 1888, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Óleo de Sebastiano del Piombo, La muerte de Adonis, 1512, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de Paul Cézanne, Las bañistas, 1906, Fundación Barnes, Pensylvania, EEUU; Óleo Tormenta en el mar de Galilea, 1633, Rembrandt, robada en 1990 y desaparecida desde entonces; Cuadro del pintor impresionista sueco Anders Zorn, El violinista, 1904, robada en el año 2000.)

1 de noviembre de 2013

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.



Los festejos, celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el inteligente pueblo griego. Todas las culturas de la Antigüedad, desde el primitivo Paleolítico incluso, entendieron pronto que el fin de la vida encerraba un misterio posible, finalmente, de poder llegar a comprenderse... Pero fue la mitología helénica la que más conseguiría acercar esa eventualidad inevitable y maléfica, irreversible o descorazonadora, a la vida más cotidiana o a los sentimientos más emotivos y sencillos de los hombres. ¿Qué mejor historia que contar para edulcorar lo devastador de la muerte y sus oscuros caminos que la leyenda griega de Perséfone y Deméter? Todas las religiones del mundo desde los antiguos egipcios en adelante trataron de exorcizar esa finitud de la vida. Elaboraron rituales, leyendas y procedimientos para entender la muerte así como diferentes maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras culturas de la historia en hacerlo, de lo que idearon los egipcios de la muerte muchas otras culturas compusieron sus propias maneras de entenderla. Pero sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría culturalmente en la historia. Roma acabaría asimilando la cultura griega y llevando a su sentido religioso toda aquella mitología helénica de la muerte. Hasta que el cristianismo apareciese después para vencer a todas las religiones precedentes. Y lo hizo por entonces ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las suyas propias.

Pero nunca el cristianismo festejaría las formas paganas que enaltecían la muerte o la celebraban sin complejos ni miedos. No lo haría jamás. La festividad católica de Todos los Santos y Fieles difuntos, por ejemplo, fue una celebración católica que evolucionaría con los siglos para honrar a los mártires cristianos de los primeros años del cristianismo, aquellos santos mártires caídos por su Dios. Porque llegaron a ser tantos los caídos que no habían días suficientes al año para recordar a cada uno de ellos. Se decidió entonces que todos los mártires juntos, los conocidos por sus gestas y los que no, celebrarían un día al año para recordar su entrega y segura resurrección posterior. En los primeros momentos del cristianismo, entre los siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordarlos a todos. Fue el papa Gregorio III quien en el siglo VIII consagraría una capilla en el Vaticano para homenajear a todos los santos, y coincidió que lo hizo el primero de noviembre. Así se fijaría luego esa fecha aleatoria para homenajear a los santos cristianos. Su sucesor años más tarde, el papa Gregorio IV, llevaría a celebrar esa festividad del uno de noviembre a toda la Cristiandad. Pero no fue esa festividad cristiana ni una exaltación de la muerte ni un ritual que la acercara a sus misterios -algo que sí hizo la mitología griega-, tampoco que satisfaciera los necesitados anhelos de los hombres por conocer qué era la muerte y por qué existía... Esas eran cuestiones que se enaltecieron antes en el paganismo y que luego la nueva religión triunfante no estaría dispuesta a confundir los misterios paganos con los suyos. Cuando el cristianísimo emperador Justiniano I de Bizancio decide en el siglo VI anular por completo el culto pagano de Isis y Serapis, acabaría para siempre con cualquier leyenda que tuviera en sus misterios acoger, con serenidad y sentido, el oscuro camino de la muerte.

Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar las leyendas y las formas que la cultura grecorromana -la que prevaleció en Occidente y habría llevado a lo más tranquilizador y elaborado la idea de la muerte- tuvo para comprender la muerte y sus misterios. Cuando los griegos de Alejandro Magno alcanzaron a dominar todo el mundo conocido durante el siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses utilísimos. Pero lo hicieron entonces muy amablemente, es decir, combinando los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil muy efectivo. Isis era la diosa madre egipcia de la fecundidad y del renacimiento, de la resurrección por tanto. Osiris era su dios-hermano, la versión egipcia masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era la divinidad egipcia de los ritos funerarios, el dios egipcio de la muerte. Pero tenía Apis figura de animal y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que los egipcios helenizados crearon entonces a Serapis (de Osiris y Apis), un dios helenizado ahora de Egipto, un dios pagano que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida. Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo muy necesario y, por tanto, compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -los cultos y festejos griegos de Eleusis- y sus mitologías escatológicas -referidas a la muerte- de la diosa Deméter (Ceres en Roma) y de Perséfone (Proserpina en el mundo latino), fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá.

Al conquistar Egipto Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura egipcia que ellos considerarían valiosa. Así fue como los romanos convirtieron a una diosa madre egipcia, la fecunda y natural Isis, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa romana consagrada y matrimoniada con Hades -el dios de los infiernos y el lugar de los muertos- y, por tanto, con sus oscuros destinos escatológicos.

Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.

(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)


Sería el emperador romano Calígula y después su tío el emperador Claudio quienes llevaron a Roma el culto egipcio de Isis, representando además de una diosa de la vida ahora una diosa de la muerte. El pintor británico Alma-Tadema pintaría en el siglo de las épicas consagraciones artísticas más clásicas, el siglo XIX, su obra artística Un emperador romano. La obra de Alma-Tadema es excepcional y grandiosa, su composición asombra y maravilla a la vez. En dos escenas diferentes representaría el momento de la muerte de Calígula por un pretoriano romano. Por un lado vemos el cadáver imperial asesinado por su propia guardia, por otro la exaltación o nombramiento del siguiente nuevo soberano: el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra clásica de ese siglo decimonónico es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos ahora una escena de los Cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -una hermosa prostituta griega- representada como una bella Afrodita entregada a los mares para llevar a cabo su virginal purificación.

Pero es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt, el gran pintor holandés del Barroco, el elegido ahora para inmortalizar el rapto de Proserpina (o Perséfone), rapto llevado a cabo por Plutón (o Hades), el dios de los infiernos. La divinidad más oscura de la mitología -Hades- secuestra a la joven y bella diosa Proserpina para llevarla al único lugar desde donde no es posible regresar. Esta obra maestra del genio holandés consigue que admiremos aún más esa mitología griega de la muerte, ya que utilizaría el pintor para impresionarnos los claroscuros más sutiles para compendiar bellamente una leyenda tan misteriosa. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permite vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Esta separación está representada aquí entre un cielo azul profundo, ¡vivo!, y el fondo opuesto de un oscuro universo mortal, vil y tenebroso. Pero aquí son ahora los cuerpos inclinados los que el creador holandés utiliza para delimitar esa frontera temible hacia un paso misterioso. La túnica de Proserpina forma en el lienzo de Rembrandt una línea liminar delimitada.  Esta línea es una separación sutil entre la vida y la muerte que es representada aquí por un elemento material -el manto de Proserpina y las manos de los compañeros de la diosa- asido ahora desesperadamente para rescatar a Proserpina de aquel terrible abismo subyacente. Un movimiento este tan opuesto y espontáneo, tan decidido, con el que tratarían sus amigos, inútilmente ya, de que el dios del inframundo no consiguiera así su terrible propósito.

(Óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina, 1631, Berlín, Alemania; Fotografía de la escultura helenística del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imagen de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)

28 de octubre de 2013

La genialidad artística sólo inspirada frente a la audacia, la imitación o la simpleza.



Cuando el genial Turner estuvo en Roma durante el año 1828 pintaría su obra romántica Jessica, un lienzo basado en el personaje femenino de la hija de un judío usurero del drama de Shakespeare El Mercader de Venecia. Años después, cuando el pintor romántico era muy mayor, contaría la anécdota de la causa de haberlo pintado. En aquellos años discutía con algún colega pintor sobre su predilección por el color amarillo, un tono muy habitual en sus creaciones artísticas. Le dijo entonces el crítico pintor a Turner: Un fondo amarillo está bien en los paisajes pero no en un retrato. Turner le contestaría: Los retratos no son mi estilo pero me comprometo a pintar el retrato de una mujer con un fondo amarillo si Lord Egremont le ofrece un lugar en su galería. El artista romántico se habría inspirado en Rembrandt y su genial obra Muchacha apoyada en la ventana del año 1645. El extraordinario pintor holandés había compuesto su obra con los elementos propios de su claroscuro militante, pero reflejaría Rembrandt una cosa más intangible en esta obra que en otras de sus creaciones. Consiguió recrear la emoción de la timidez más inocente. Porque aun resguardada tras su protegido lugar, no puede evitar ella ahora una cierta sensación de sobrecogimiento en su gesto inocente, una cierta aprensión indeterminada frente a lo que ahora mira fuera de sí misma. Y el pintor holandés alcanzaría la genialidad más artística al obtener -eternizándolo en su obra- ese maravilloso gesto emotivo reflejado en su frágil rostro inocente.

Turner lo sabía, admiraría y utilizaría después para inspirarse. Pero no para copiarlo ni para representarlo de una forma parecida, sino para hacer, con esa misma inspiración, otra cosa distinta. Esta es una de las particularidades específicas de la genialidad artística. Esto es lo que consigue hacer el pintor romántico en su creativo retrato de la deseosa Jessica. Consigue hacernos ver ese gesto preocupado de antes -el emotivo de Rembrandt- pero ahora por otra cosa diferente: por la espera ansiosa y lastimosa de un amante deseado. Todo está rodeado en la obra de un color amarillo, tan resplandeciente como en sus grandes escenarios románticos donde el amarillo abundará sugerente y metafísico. Pero ahora un difícil color para poder encajar en un retrato. El personaje de Jessica, al igual que la joven emotiva de Rembrandt, se sitúa en una ventana mirando hacia el exterior. Según relataba el drama de Shakespeare, su padre se ausentaría una noche de casa dejando a Jessica sola. Pero antes le dice a su hija: Ve adentro hija mía, no olvides lo que te he mandado. Cierra puertas y ventanas, que nunca está más segura la joya que cuando bien se guarda. Entonces ella, pensativa, se dirá mientras lo mira marcharse, justo en el mismo momento elegido por el pintor para su obra: Mala habrá de ser mi fortuna para que, muy pronto, no nos encontremos yo sin padre y tu sin hija. Y Turner la pinta con el semblante de su mendaz acto encubierto -lo abandonará todo por su amante-, aunque a la vez con el gesto sombrío de un rostro deslucido para poder expresar ahora aquel cruel y terrible autoengaño.

Otros creadores de la historia no consiguieron llegar a componer esa genialidad tan sutil de Turner o Rembrandt. Por ejemplo Hans von Aachen, un pintor alemán manierista (1552-1616) que alcanzaría a brillar algo con su composición -entre manierista y barroca- Baco, Venus y el Amor. Como buen seguidor de una tendencia manierista tan clásica, compuso sus obras del mismo modo clásico de siempre sin salirse nada del estilo de sus maestros, con el seguimiento estilístico de la misma forma de crear de sus antecesores. Trataría el pintor alemán de ser una vez original con su obra Los cinco sentidos, el tacto. Pero no obtuvo lo que el Arte sólo ofrece a sus genios más inspirados. El pintor Jan van Bylert (1598-1671), representante del Barroco holandés, fue capaz en una ocasión de lograr algunos efectos de luces, de sombras y de miradas, pero sobre todo sería un magnífico seguidor de la escuela caravaggista de su tiempo. No acabaría por encontrar su propio lugar, aunque lo que hizo lo hiciera muy bien, correctamente imitado de lo que aprendiera de su maravillosa tendencia barroca.

(Óleo de Rembrandt, Muchacha en la ventana, 1645; Obra Jessica, 1830, de William Turner, Tate Gallery, Londres; Lienzo Baco, Venus y el Amor, 1600, de Hans von Aachen, Museo de Finas Artes, Viena; Obra El tacto, de su serie Los Cinco Sentidos, ignoro fecha, del pintor alemán Hans von Aachen; Óleo La cortesana, ignoro fecha, del pintor holandés Jan van Bylert.)