13 de abril de 2014

Hubo un momento en que los hombres estuvieron solos en el mundo, ¿sin dioses, sin cielo, sin rumbo?



Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían, desde todos los lugares del imperio, para así consolarle. En sus misivas le transmitían su pesar y se unían a él en su dolor y desgracia de padre. Pero entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribe desde la cuna de la civilización europea, la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable había sucumbido ya entre ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribe ahora con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le dice a Cicerón en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme.

Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista- llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos de esta gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos o neoplatónicos, fueron abandonando ya las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos ahora como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria. Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio, pero que se acusaría especialmente en la primera mitad del más importante principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando por entonces los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no habría llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.

El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar estilística académica con un manejo modernista de la luz y algunos mensajes sociales en sus obras.  En su pintura Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza, como, por ejemplo, en la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino tan desgarrador. Además, veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores son algo apagados o mortecinos, iluminados apenas tanto por la luz amarillenta de una vela poderosa como por la gris luz desalentadora de una profunda ventana solitaria. Pero, justo detrás de la ventana silenciosa está ahora el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido; y todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición bajo las aguas del mar de un marinero que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. El creador sitúa además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión: el gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama amarillenta. Todo ello compuesto ahora como un pequeño altar improvisado entre las sombras. 

Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar luego a su casa por enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto violento. Así, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para demostrar las terribles contradicciones y aberraciones de las guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llega a plasmar la visión poderosa de unas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como fuera la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche. En esta visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es obtenida por una fuerte llamarada creada ahora por el hombre, con la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo el insignificante orbe humano desgarrado ahora por la muerte.  ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace ya dos mil años?: No hay dioses, y el cielo está vacío.  Pero, ¿está vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograran así sobrevivir, una vez también, a sus terribles angustias existenciales: con la sola y poderosa fuerza interior de su ingenio tan humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario literario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás? En lugares lívidos, severos y desnudos... donde nunca jamás volverás a animarme como entonces.

(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Magnífica explicación de las obras; me ha gustado en especial, un amanecer desesperado de Frank Bramley, al cuál no conocía y gracias a tu estupenda explicación, he descubierto hoy.

Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Me impresionó la obra en cuanto la vi. La belleza de sus formas, pero la sensación de que contaba algo muy profundo. Que ahí había algo importante. Es un gran pintor, desconocido, como tantos...

Un saludo.