Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de un parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían desde todos los lugares del imperio para consolarle. En sus misivas, le transmitirían su pesar y se unirían a él en su dolor y en su desgracia de padre. Pero, entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribiría ahora desde la cuna de la civilización europea, desde la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable habría sucumbido ya en ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribía con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le decía a Cicerón, en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme...
Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero, sin embargo, desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista-, llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos posteriores de esa gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos y neoplatónicos, fueron abandonando las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos, ahora, como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria más que otra cosa... Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio romano, pero que, especialmente, se acusaría en la primera mitad del más importante Principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no había llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo, metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.
El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar la perfecta estilística académica con el manejo modernista de la luz y los nuevos mensajes sociales, tan emocionales como humanistas. En su obra de Arte Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza artísticas, como, por ejemplo, la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas en la obra: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como también los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino, aquí tan desgarrador. Además veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, ahora tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores de la pintura son algo apagados o mortecinos, iluminados por la luz amarillenta de una vela poderosa o por la gris luz desalentadora de la profunda ventana de la estancia. Porque justo detrás de la ventana silenciosa está ahora solo el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido... Todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición de un marinero bajo las aguas que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. Pero el creador situará además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión... El gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama, todo ello ahora compuesto como un pequeño altar improvisado entre las sombras.
Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo entonces como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar a su casa por una enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto tan violento. Así, de ese modo, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para poder demostrar, además, las terribles contradicciones y aberraciones de las fatídicas guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llegaría a plasmar la visión poderosa de algunas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche entre las negras trincheras. En esa visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada de luz pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión..., ahora, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la tenebrosa obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es ahora obtenida así por una fuerte llamarada creada por el hombre, por la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero, el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo un pequeño orbe humano desgarrado ahora por la muerte... ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace dos mil años?: No hay dioses..., y el cielo está vacío. Pero, ¿estará vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograrían sobrevivir, una vez, a sus angustias: con la sola y poderosa fuerza de su ingenio más humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás...? En lugares lívidos, severos y desnudos, pero jamás volverás a animarme como entonces...
(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)
2 comentarios:
Magnífica explicación de las obras; me ha gustado en especial, un amanecer desesperado de Frank Bramley, al cuál no conocía y gracias a tu estupenda explicación, he descubierto hoy.
Un abrazo.
Me impresionó la obra en cuanto la vi. La belleza de sus formas, pero la sensación de que contaba algo muy profundo. Que ahí había algo importante. Es un gran pintor, desconocido, como tantos...
Un saludo.
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