7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)

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