23 de mayo de 2016

Este mundo es sólo imagen y nosotros formamos parte de ella.



Con el concepto de sufismo se ha denominado tradicionalmente a la espiritualidad islámica, que utiliza los conocimientos ascéticos y místicos para poder acercarse a una concepción metafísica del mundo, algo muy parecido por otra parte a la concepción platónica occidental. Pero esos conocimientos místicos son utilizados desde supuestos exclusivamente debidos al desvelamiento o la inspiración metafísica, no a la filosofía o cualquier forma de intuición racional parecida, sino solo a la espiritualidad más elevada, la purificación del alma o la cosmología teológica más trascendental. La antigua Persia anterior al Islam fue poseedora de una mística reveladora de amor cósmico o comunión terrenal-espiritual. Cuando tiempo después Irán descubrió los textos espirituales islámicos, muchos de sus personajes místicos encontraron una senda poética, religiosa y metafísica para satisfacer la profunda necesidad de acercarse a la divinidad más amorosa, a la belleza divina más sublime o a la verdad auténtica más elevada.

El pueblo persa, tan orientalmente unido a la magia terrenal de lo bello como a la belleza de lo divino, fue entonces dado a describir la sutil frontera liminar entre dos mundos opuestos: el mundo físico visible, representado en cada morada y en cada alarde de naturaleza prodigiosa, y el mundo invisible y espiritual, solo sublimado o desvelado por la inspiración o la abstracción poderosa del alejamiento de uno mismo. El maestro persa sufí Qazalí (m. 1123) fue uno de los místicos que pensaron que el amor verdadero solo podía ser vislumbrado como amor a la belleza de la divinidad. Sin embargo, también pensaba Qazalí que el amor sensual o terrenal podía convertirse en un medio útil para la purificación y, por tanto, ser una guía hacia la perfección absoluta. Actuaría el amor terrenal como un espejo donde los rayos del amor divino pudieran manifestarse. Porque el amor hacia las criaturas terrenales es el umbral hacia el amor universal. Pero con la condición expresa de que la finalidad de ese amor terrenal fuese la unión del alma con su creador, y no cualquier otra cosa egoísta o libidinosa. 

Ahmad Qazalí pensaba que lo irreal -que para él es lo sensual- era un puente hacia lo real -que para él es lo divino universal-. Lo sensual admira la belleza y llevará a considerar el amor a las criaturas como un umbral hacia el amor a la divinidad. Así fue como otros sufíes posteriores a Qazalí escribieron unos versos dedicados a la belleza sensual y su representación física. Como los del sufí Kermani:   Contemplo las imágenes con ojos físicos porque en ella hay huellas de Belleza. Este mundo es solo imagen y nosotros somos parte de ella. A la Belleza solo se la puede contemplar a través de la imagen.  Una antigua leyenda persa contaba que, cuando los cielos descargaron sus dulces y purificadoras aguas espirituales sobre las turbulentas aguas del mar, unas ostras destinadas ascendieron a su superficie y abrieron sus conchas para percibir una gota maravillosa de esas divinas aguas purificadoras. Luego, una vez germinadas, las ostras volverían a descender a las profundidades donde poder cultivar allí, resguardadas, la hermosa, bella y valiosa perla de los mares.

La leyenda persa de la perla y el mar fue en la que se basó el pintor academicista Paul Baudry para componer su obra La perla y la ola (fábula persa). Entonces el realismo triunfaba frente a un idealismo que se consideraba decadente o falto de coherencia. En su obra de Arte Baudry expuso parte de aquella bella mística sufí. Lo hizo entonces -mediados del siglo XIX- de forma muy elaborada pero, sin embargo, artísticamente ahora de una manera muy desubicada. Porque las bellas olas no están compuestas ahora conforme a lo real, no es una expresión de realidad natural lo que vemos articulado a un cuerpo bello de mujer tendido en la playa. Es más bien la representación simbólica de una belleza que ahora, perseguida por las olas, puede llegar a alcanzar a producir, luego, otra belleza distinta...  La perla divina y su ostra abierta la vemos a la derecha del cuadro, junto a restos de otros moluscos que no consiguen albergar ninguna perla ni belleza. La admirable silueta femenina delimita, sin embargo, las líneas perfiladas de una belleza ideal. Aquella perfección de la perla es sugerida aquí por la combinación de una realidad natural y de otra divina: por un lado las olas que representan lo sagrado y, por otro, la mujer que representa lo terrenal. Ambas son belleza y consiguen albergar otra belleza aún mucho más profunda. Pero la modelo femenina de espaldas, a diferencia de otras bellezas en el Arte, gira ahora aquí su cabeza difícilmente hacia nosotros, en un gesto muy forzado y vinculante. Un gesto tan peculiar para poder conectar así la visión de la Belleza sublime con la visión terrenal, confusa o inquietante, del que ahora la mira con un sentido más sensual o expectante.

Durante la etapa final del Renacimiento italiano, antes del advenimiento manierista del siglo XVI, el desconocido pintor Girolamo de Treviso (1498-1544) pintaría en el año 1523 su Venus dormida. Ya no se pintaba entonces exactamente como en la época de Miguel Ángel o Leonardo, pero tampoco el Manierismo se entendía muy bien qué cosa era, o si era algo muy diferente a lo que se había hecho antes. El joven pintor italiano pintó su Venus influenciado además por la tendencia emergente de la escuela de Venecia. Su mejor genio, el pintor más divinizado de Venecia, había sido Giorgione, fallecido en el año 1510. Pero Girolamo de Treviso quiso avanzar añadiendo un cierto realismo enigmático. Dejaría por tanto aquel idealismo renacentista de las formas hermosas por un alarde creativo algo diferente. Ahora esta Venus parece una mujer más cercana a la realidad terrenal que a la divina idealización renacentista. ¡Qué atrevimiento para entonces! Porque los pies de la diosa son unos pies normales y vulgares, incluso deslucidos para una belleza; las manos son más toscas, hasta señala con uno de sus dedos el suelo terrenal que la sostiene vilmente. Al fondo de la imagen hay una ciudad vulgar tras unas rocas desoladas, todo muy alejado de lo idealizado que pudiera ser un paraíso ultraterrestre. El pintor no consiguió convencer en la Italia de las encrucijadas artísticas renacentistas. Tuvo que marcharse a la corte de Inglaterra, donde el rey Enrique VIII lo utilizaría para su prestigio y propaganda histórica. Moriría el pintor italiano de una bala de cañón en Francia alejado de sutilezas o bellezas artísticas, cuando por entonces el rey inglés guerreaba, decidido, por sus atribulados, ensangrentados y deseados dominios europeos.

(Cuadro del pintor renacentista Girolamo de Treviso, Venus dormida, 1523, Galleria Borghese, Roma; Óleo La perla y la ola, (fábula persa), 1862, del pintor Paul Baudry, Museo del Prado, Madrid.)

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