14 de noviembre de 2016

La dicotomía de la desaparición de la vida como metáfora erótica o como maldición solemne.



Es la única certeza. La única. Y, sin embargo, no dispone de ningún reflejo confirmatorio de qué representa, verdaderamente. Utilizada a veces para reprimir, para seducir, para amenazar, para reaccionar, para moralizar, para justificar... La muerte es la fase final en la existencia conocida. La que se comprende por el deterioro físico y biológico de los seres. La que durante gran parte de la historia -la renacentista por ejemplo- los humanos no podían evitar asociar no solo al deterioro sino a la azarosa cruel suerte universal más desconocida. El pintor alemán Hans Baldung (1484-1545) fue un extraordinario representante -junto a Alberto Durero- del Renacimiento germano. Su visión estética y ética de la muerte la fijaría en muchos óleos. Pero, sólo en dos de sus obras -La muerte y la doncella y Las edades y la muerte- dejaría reflejada una huella profunda de lo que, para él, tendría la muerte como imagen representada. La obra Las edades y la muerte es parte, junto con La armonía, del anverso y el envés de dos conceptos contrapuestos: la vida y la muerte, y que se complementarán estéticamente para llegar a comprender más esos conceptos. Decía un pensador materialista francés que la vida es todas aquellas fuerzas que luchan contra la muerte, pero, ¿se puede vencer a un enemigo desconocido? ¿Es esa relación entre ambos conceptos real?, ¿es posible articular ambas cosas en un único sentido general y universal? Imposible saberlo. Pero aquí ahora solo veremos su obra Las edades y la muerte; el otro concepto, el de la vida -La armonía, otra obra suya-, no interesa por ahora, ni como contraste siquiera.  En otras obras, los pintores habían plasmado las edades del ser humano con la representación de la juventud o de la niñez, de la madurez o de la vejez o de la senectud. Pero aquí, además, Baldung incorporaría la muerte en su obra. ¿Por qué? Habían pasado unos veinticinco años desde que pintase una obra donde la muerte aparecía manifiesta, La muerte y la doncella, y los años le habrían ofrecido, quizá, una visión más moderna -en el sentido actual- para llegar a entender que la muerte es un proceso normal y no solo accidental, dramático o cruel de la vida.

La obra La muerte y la doncella del año 1520 es mucho más estética, y representativa además del sentido que la desaparición de la vida tiene en el acontecer de cualquier existencia. Porque en Las edades y la muerte del año 1544 el pintor alemán pintaría a una joven doncella muy orgullosa, convencida de su valor como ser humano y como individuo. Vanagloriada de su belleza, se permite incluso mirar -o no mirar- con desdén a la anciana que es sostenida por una esquelética representación de la muerte. El proceso del tiempo ineludible forma ahora un círculo quebrado. A los pies de la anciana un bebé -¿dormido, muerto?- no dejará de posar su mano sobre una lanza que, como el tiempo inquebrantable, reflejará la quebrada línea que la muerte mantiene muy derecha, sin embargo. Claramente religioso, el óleo del año 1544 compone al fondo de la escena la conocida dualidad del mal -infierno con demonios atrapando seres en la torre derruida- y del bien -cristo crucificado elevándose hacia un sol muy poderoso-, para justificar el sentido justiciero de la muerte insoslayable. El pintor se permite mostrar el símbolo de la sabiduría con una lechuza mirando al espectador para ayudar a distinguir ambas dualidades.

Nada de lo representado en la obra del año 1544 aparece simbolizado en el óleo del año 1520, La muerte y la doncella. Porque en esta obra del año 1520 el creador renacentista, a cambio, nos confunde ahora gratamente. Antes comprendíamos que el paso del tiempo y la elección del bien nos salvarían del horror, es decir, que lo normal es morir después de haber vivido, y hacerlo además bien para poder trascenderla gloriosamente. Pero ahora, sin embargo, no hay vejez en esta obra para poder entender que la muerte es una consecuencia final de la vida, pero tampoco vemos a ninguna joven altiva, ni orgullosa, ni enferma. La muerte está aquí actuando no como en la otra obra, esperando ociosa, sino decidida ahora contra la vida y contra la belleza. ¿Contra la bondad también? Porque aparecen las lágrimas de un ser acongojado. Por otro lado, la erótica de la visión de la muerte en esta obra es una característica señalada: es ella un amante abrazando y besando a una joven lozana y desnuda. Pero, sin embargo, no hay amor correspondido. Ella está claramente afligida, demolida, hundida, perdida. En la obra de antes, a cambio, sí había cosas representadas para determinar los conceptos fundamentales esgrimidos antes: se acaba la vida siempre al pasar el tiempo, y la perdición o salvación son parte de lo que nuestras elecciones hayan hecho.

Pero en la obra del año 1520 Hans Baldung no expuso nada de salvación ni de paso de tiempo. Sólo mostró la belleza dejándose dócilmente avasallar por las decididas y firmes manos cadavéricas de una muerte voluptuosa. Una muerte que sostiene consideradamente la cabeza a la doncella, que la inclina para dejar que la muerte le muerda sus labios con la fruición de un amante deseoso. Hasta parece que se descubre ella con su brazo izquierdo el suave lienzo que sostiene la joven frágilmente. Como en el amor, ¿será inevitable la emoción sentida aunque dañe la vida y los propósitos inútiles de ésta? ¿O será la reconciliación de un amante que sabe que no puede evitar eludir lo que una fuerza -ajena a sí misma- pueda llevarle a la deriva? No hay tiempo aquí, no hay nacimiento ni desaparición, verdaderamente. Sólo existe la maldición -o la bendición- de una profecía siempre cumplida. Algo que, a pesar de los sufrimientos o las lágrimas que produzca, no debería ser una relación desestimada, atropellada o rechazada la de la muerte con la vida. Una controvertida forma de dolor eterno, tampoco. Tal vez por ser, como el amor, algo repentino y efímero, algo que sucede en un instante para, como en las emociones sentimentales, sentirlas lo suficiente como para comprender que no duran, que continúa luego en otra cosa, incognoscible o desconocida, y, por tanto, inconsistente para vivirla -para no sufrirla- antes de que ese preciso momento, ese mismo y definitivo momento, inevitablemente, suceda a vivir.

(Detalle del óleo La muerte y la doncella, 1520, Hans Baldung; Óleo La muerte y la doncella, 1520, del pintor renacentista alemán Hans Baldung, Basilea, Suiza; Obra de Hans Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado; Detalles de la misma obra de Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

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