
Las escaleras han sido un símbolo iconográfico utilizado en el Arte. Es el paso simbólico hacia otra dimensión, hacia otra vida o hacia un universo diferente. Ese otro universo al que el personaje representado hace cambiar ahora al ser que observa -los que miramos el cuadro-, haciéndolo detener y mirar asombrado la nueva promesa manifestada a sus ojos. Pero, no siempre es una revelación trascendente, transformadora o salvífica lo que esa acción alumbradora consiga albergar en la iconografía representada. A veces, como en la pintura del prerrafaelita Arthur Hughes (1832-1915), la revelación no es ninguna cosa trascendente sino algo más terrenal o menos deslumbrador espiritualmente. La visión de esta obra, por ejemplo, tiene además ahora una sensación dual, es decir, una doble percepción por el hecho de que el personaje retratado como el observador (nosotros mismos) están percibiendo una misma y desconcertante visión. Nos identificamos entonces con el personaje retratado que mira, sorprendido, lo que tiene delante de él. Somos ella misma mirando ahora, con descrédito acongojado, el sorprendente abalorio de cosas accesorias, innecesarias o fútiles, que la propia vida encierra entre las simas de lo avasallador o de lo condicionante.
En la obra de Hughes vemos un universo subterráneo descrito por un nivel inferior al que la escalera conduce impávida. Pero, hay otro nivel más bajo aún, se vislumbra ahora ennegrecido sobre la esquina inferior derecha del lienzo. Este es el paso ahora hacia el averno oscuro de la transformación más despersonalizada... Porque es la mascarada de esos accesorios un engaño que, antes, habría destinado al personaje hacia un destino u otro de su existencia. El mito de la caverna de Platón es un ejemplo filosófico para tratar de comprender esta representación curiosa. ¿Qué somos verdaderamente? ¿Qué es la realidad? Si observamos bien la imagen, la joven del cuadro no lleva ningún accesorio añadido en su cuerpo, salvo su austero vestido gentil. Representa ahora ella lo más puro del ser humano, sin nada añadido o superfluo material que la acompañe. Por esto mismo ella ahora se sorprende, descorazonada, al visionar la ingente diversidad de cosas materiales innecesarias que, desordenadas, se ofrecen al albur de los deseos de aquel que lo perciba. No escatima el pintor prerrafaelita nada representado en la obra: todo es un accesorio banal en la vida de los seres. Hasta las divinizadas alas disecadas de un ave mitificado; algo sagrado que, amarrado al puntal de la escalera, despliega ahora orgulloso sus plumas blancas.
No hay más pureza que la verdad desnuda. Esta es la certeza vital que, sin accesorios maquilladores, alcanzan por sí solos a ver los seres que se atreven a descubrirlo. Todo lo demás es confusión y fatalidad, es desmembrar así la memoria de una vida inauténtica. El personaje retratado puede significar también otra cosa. Ser, por ejemplo, el protagonista de una fábula teatral que busca abalorios para la representación de su personaje. Pero no, no es ese el semblante o el gesto que expresa la joven retratada. Ella representa mejor a una mujer que, sigilosa, baja los peldaños de una escalera aséptica para, así, llegar a descubrir algo que ahora la sorprende. Aparece incluso aturdida, indignada por ver tanta inutilidad añadida a la vida de los seres insatisfechos. Como el filósofo Platón, el pintor prerrafaelita representa los accesorios de la comedia como el reverso más imperfecto de lo Ideal. ¿Qué cosa podría ella cambiar, con las cosas que ve, en su personalidad para alcanzar más pureza aún? No hay nada ahí que consiga hacerlo verdaderamente. Al contrario, la belleza de ella no podrá ser mayor que con la que el pintor la retrata. Y por esto mismo la escalera no sube ahora sino que baja. No hay un ascenso ahí. No es necesario para ella subir... La simbología de la escalera ahora no elevará espíritu alguno en esta tesitura iconográfica tan personal. Salvo, quizá, en otra cosa: en lo que pueda proyectar el pintor fuera de su escenario iconográfico: en nosotros mismos, en los que ahora miramos el cuadro. Y esa será la justificación de la obra con esta visión de la fatalidad de bajar para hallar alguna cosa: que nada que se añada material a nuestras vidas podrá albergar nunca ninguna verdad... más allá de una decepción brutal y descorazonadora.
(Óleo Los Accesorios, 1879, del pintor prerrafaelita británico Arthur Hughes, Colección Privada.)
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