16 de febrero de 2018

La inexpresividad de la Belleza o el Arte sublime de El Bronzino.




La Belleza es inexpresiva casi siempre para poder serla. Para que la representación estética de un rostro, por ejemplo, sea llevada al máximo de su sublimidad armoniosa, es preciso que ningún rasgo de expresión emotiva sea señalado en el lienzo. El Renacimiento, y su mayor tendencia artística sofisticada, el Manierismo, entendieron que así debía ser representado un rostro humano para alcanzar a rozar la belleza más extraordinaria. ¿Cómo se puede componer una belleza sin rasgos expresivos? Porque qué la hace única, especial o definida si no dispone de algo reseñable o contrastable que la distinga. ¿No es distinción la Belleza? La vulgaridad, lo opuesto a la Belleza, ¿no es precisamente lo no-exclusivo o lo indistinguible? Y si todos los rostros representados devienen en un matiz plano y monocorde de gestos emotivos, ¿dónde está entonces el sentido elogioso de inexpresividad de la Belleza si ésta, para representarla, necesita siempre distinguirse de lo vano? Aquí abordaremos ahora el sentido estético más sublime del Arte de la Belleza. Porque además no es el Arte manierista un ejemplo fiel de belleza humana naturalmente manifiesta; es, a cambio, una disposición sin sentido armonioso de la proporción paradigmática más idealizada de Belleza. 

En el año 1540 el pintor florentino Angelo Bronzino (1503-1572) compuso su obra de Arte La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel. Este creador siempre buscaba representar la Belleza perfecta. Ante un cadáver pintado -como por ejemplo su Descendimiento de Cristo- El Bronzino no pinta a un muerto sino a una estatua brillante y floreciente; ante una escena de dolor desgarrado no compone ningún motivo atroz para distinguir los rasgos dolientes; ante cualquier otra forma de representación humana versaría el pintor hacia la composición proporcional, límpida e indolora de la expresión más inexpresiva. Hay que atreverse a pintar el impávido rostro de la Madonna para llegar a demostrar, bellamente, que la mayor representación de la Belleza debe ser inexpresiva. Sin otra cosa que maestría armoniosa en un semblante ahora detenido y sin expresión alguna. No hay aquí una mirada definida en los ojos de la Madonna, ésta se pierde sobre los márgenes manieristas de la obra. Los personajes son aquí extrapolables, es decir, pueden extraerse de la obra sin menoscabar el resultado final, porque todos ellos son independientes, no tienen comunicación ni interactúan entre sí. Salvo uno: el pequeño niño Juan el Bautista. Es el único retratado que apenas interactúa con su mirada y es tocado -percibido o comunicado- por la mano de la Madonna. Esto es una necesidad iconográfica sagrada: un personaje tan inferior -situado en la parte baja del lienzo- no puede marginarse más sin peligrar la armonía del conjunto. 

Hasta con ese detalle secundario -la posición marginada del niño Juan Bautista- el pintor equilibrado, sereno y armonioso del Manierismo consigue la proporción necesaria para no desvirtuar el sentido de su obra. Pero, nada más. Porque no es posible incluir a cuatro personajes en el mismo plano sin desajustar en algo el conjunto. El pintor debía componer la representación sagrada así, incorporando a la escena de los altos personajes -la Virgen y Jesús- los secundarios de esa leyenda sagrada -Juan el bautista y su madre-.  En el caso de Juan, hemos descrito su posición y su sentido. En el de su madre Isabel, el pintor compone los rasgos de un rostro envejecido. Es la belleza de los dos principales personajes la que El Bronzino representa sin discusión estética alguna: no expresan otra cosa que impida reflejar la Belleza perfecta. Sin embargo, el pintor debe seguir buscando la armonía del conjunto. En un caso el pequeño niño-dios mira la cruz que sostiene, no a su madre, aun a pesar de situar su mirada confusa ante su madre. Y su madre, decidida, no mira ahora hacia cosa alguna definida, sino hacia la nada más indeterminada de una vaga metáfora misteriosa. Sin gesto, sin definición, sin sentido, sin diálogo estético, sin ningún matiz, ni convergencia. Nada. No hay nada que mirar, ni que sentir, ni que expresar en el lienzo manierista.  Salvo Belleza...

(Detalle del lienzo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino; Óleo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino, National Gallery, Londres.)

No hay comentarios: