16 de septiembre de 2019

Un Rococó hispano desconocido por la ingratitud de los acontecimientos.



Hubo un periodo histórico en España que favorecería, por su bonanza política, social y cultural, el sentido estético más elogioso del Rococó. Y hubo un pintor español desconocido que brilló efímeramente, al igual que ese mismo periodo, en aquel estilo desenfadado, colorido, armónico y festivo del siglo XVIII. José Camarón Bonanat (1731-1803) alcanzó la brumosa gloria efímera de los pintores de talento que, sin embargo, no forzaron sus virtudes estéticas para ir más allá de una corrección artística en el desagradecido mundo del Arte. Cuando el rey Carlos III consiguiera la mayor placidez histórica en su reino, la serena, pacífica e ingenua década de los ochenta (1780-1788) habría traído a España, por ejemplo, la paz con el poder otomano, con Gran Bretaña y con Orán, la creación del Banco Nacional de San Carlos y la declaración del ennoblecimiento del trabajo frente a antiguas tradiciones hidalgas. Y en ese mundo tranquilo, próspero y refinado el estilo rococó de Camarón Bonanat fue desapercibido por las incongruencias estilísticas de Europa. En Arte el oportunismo temporal es providencial y, a finales del siglo XVIII, el Rococó no fue una inversión cultural que prosperase frente a lo moderno que representó el Romanticismo. ¿Cómo desarrollar entonces un modo de pintar que ya no tendría demasiado sentido? Pero, sin embargo, el Rococó hispano de José Camarón fue algo extraordinario. Prueba de ello son estas dos obras. Compuestas en  el año 1785, las dos glosan el carácter festivo de un escenario natural, galante y sofisticado. ¿Era muestra de un momento social que podía prosperar en una sociedad por entonces tan atrasada? Lo era. Fue eso, la muestra, el modelo, la ocasión, algo que duraría tan poco como el tiempo que medió al fallecimiento del rey Carlos (1788), a los conflictos con la Francia republicana (1793) y a las alianzas bélicas nefastas con el Directorio francés (1796).

Pero durante el año 1785 todavía se creía que el mundo era un lugar maravilloso, donde prosperar, bailar o gozar al amparo de una sociedad que, aunque tímidamente, confiaba en su destino. El pintor valenciano se inspiró y compuso dos obras con un acabado y un colorido extraordinarios. Parejas en un parque y Una romería forman un conjunto artístico rococó no visto antes en España. Fue el pintor francés Watteau quien, mucho antes, había expresado con su Arte novedoso (inicios del siglo XVIII) maravillosas creaciones galantes en bellos paisajes naturales. Pero entonces era su momento y Watteau pasó a la historia del Arte encumbrado por la belleza y sutileza de su Rococó magistral. Camarón lo haría mucho más tarde y solo alcanzó a refinar una tendencia que en España no consiguió mucha preeminencia. Tal vez por el triunfo de un Neoclasicismo más acorde con la grandeza y la sobriedad hispanas. Sin embargo Camarón, a pesar de su desubicada y laxa intención estética, consiguió realizar creaciones merecedoras de ser consideradas obras maestras de un tipo de Rococó hispano muy fugaz. Una romería es una bella imagen con una composición original y un colorido muy elaborado. El baile de la pareja principal consigue equilibrar el conjunto con una sutilidad y armonía extraordinarias. Es como una aparición teatral al más refinado estilo dieciochesco. Apenas son mirados por los demás personajes, ejemplo premonitorio de lo que el Rococó hispano, y especialmente el suyo, haría de la pintura de Camarón una momentánea brisa deslucida. 

En su obra Parejas en un parque el pintor español compone una escena contemporánea y mitológica. Aquí la cultura, la leyenda, el mito y la elegancia de la época articulan una escenografía parecida a  la anterior obra. Bajo una estatua clásica de Venus y Cupido unos personajes manifiestan sus alegres, galantes o melancólicas vivencias. No hay diferencias sociales en la obra, se muestran damas o señoras de alta clase con majos o majas (clase más baja) donde aparecen juntos en un mismo escenario vital. Al igual que la pintura veneciana de aquel siglo, las referencias eróticas las sublima el pintor con la escultura desnuda de la diosa romana. Lo original de esta obra asombra con alardes decorativos o con la composición de una dama sentada que gira su torso elegantemente, y sus piernas cruzadas y su pie derecho destacarán además en la escena galante. Las tonalidades, la fuerza de sus colores, hacen brillar elogiosos los dos lienzos bajo las sutilezas cromáticas de azules, ocres, verdes o rosas... ¿Hay un Rococó mejor conseguido en España? No lo creo, pero, como toda creación malograda por la crueldad del tiempo, de la agonía social o de la falta de seguidores y escuela, pasaría a la historia sin reconocimiento alguno, sin ninguna grandeza y sin arraigar una forma o moda consolidada en España. El pintor acabaría su vida apenas empezar el siglo que deslumbraría su obra. Para ese momento, incluso antes, la fuerza romántica y revolucionaria de Goya arrasaría cualquier otra intención artística. Las obras de Camarón, guarecidas en colecciones privadas durante dos siglos, pasarían el fulgor de la admiración artística sin un mínimo reconocimiento. Pero ahora, sin embargo, sí podemos hacerlo gracias al Museo del Prado, a la tecnología y a su difusión extraordinaria. Sea este un pequeño homenaje a aquel alarde malogrado y a su extraordinaria belleza estética... tan diluida.

(Óleos Una romería y Parejas en un parque, ambas obras del año 1785, del pintor rococó José Camarón Bonanat, Museo del Prado, Madrid.)

6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y abierta o es otra cosa diferente.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado. Pero, para que la iconografía de una obra de Arte nos cause una gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá...? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación abierta de un incierto momento apenas anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero un momento sin avance contenido en una representación terminada solo es una escena estéticamente limitada por la falta de una emoción subyacente especialmente sobrecogida. Porque no está intuida en la imagen ninguna sensación subsiguiente, una que suponga una escena necesaria luego, que se transforme después en otra cosa diferente a lo que ahora vemos apenas satisfechos. Que pueda convertirse en algo necesario y suficiente para comprender un sentido oculto, insinuado apenas antes en la abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesita proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mira subyugado con la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar. Y eso sin desarrollar aún es lo que nos hace valorar la imagen, sin embargo, estéticamente antes no argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero, para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena artística representaba un momento de avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa, sin un sentido ulterior tan necesario al observador. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia estética, porque no toda pintura es Arte, aunque todo Arte pueda llegar a ser, finalmente, una gran pintura. Para comprender esta valoración subjetiva del Arte se puede comparar la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiró en la admiración clásica que un sátiro tuviese de la bella  visión de una ninfa acuática en su aseo personal. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada por haberse cumplido ya el efecto: contemplar la belleza de una ninfa que aparece satisfecha, tanto la propia visión artística, como la de la propia ninfa como la de la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando, en una escena sin final, el cuerpo arrebatado de una ninfa imbuida de un emotivo tránsito muy efusivo y poderoso. No es algo terminado ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma sino que traspasa el umbral artístico en un momento ahora sublimado por el Arte. Del mismo modo, podemos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crea en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma, muestra al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con belleza pudiera representarse. Pero, sin embargo, esa tormenta aún no lo saben, ni la ven, los mismos protagonistas de la obra. Ningún personaje representado es consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra la ve, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan sublime, bella y eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán asociadas a la realidad artística de una obra tan abierta. No sucede lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. Su obra El Puente de Alcántara es una bella imagen paralizada de una estética sin recorrido, sin avance, una realización estética que, ahora, no nos producirá esa sensación transitiva tan sublime, como sí nos sucederá con la obra de Troyon

Es por eso que el Arte, para serlo verdaderamente, o genera una emoción transitiva o genera una belleza cerrada. En el primer caso el sentido sublime alcanzará la mayor expresión y fuerza que pueda tener una imagen en la interpretación sensible de un observador sobrecogido. En el otro solo la belleza fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una admiración estética cerrada, como es la que siente, por ejemplo, el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo, nada apasiona menos que la rápida comprensión de un momento agotado en su secuencia. Necesitamos agenciar resquicios por donde poder hilvanar un hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera para vivir extasiado un minuto más, sin miserias temporales que agoten la límpida memoria definida. Y en esa creación personal que consigamos idear habrá mucho del propio Arte sublime de algunas obras estéticas. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente inquieta, aunque no exista más que una mera realidad inacabada e inútil, pero, sin embargo, muy poderosa, latente y emotiva dentro de nosotros. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de poder plasmar dos momentos en uno. Qué menos que ahora nuestra alma desasosegada pueda también combinar esa misma sensación en esos instantes de pavoroso desasosiego, en esos momentos tenebrosos, o cerrados, que cualquier ser humano pueda llegar a disponer en su existencia intermitente, nada sorprendente, apenas inquieta, agotada en sí misma, o, a veces, demasiado transparente. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)