6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y abierta o es otra cosa diferente.



Para admirar una pintura solo basta un observador sensible y motivado. Pero, para que la iconografía de una obra de Arte nos cause una gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas representado en ella, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá después?  Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada, o es la sobrevenida sensación abierta de un incierto momento apenas anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen artística bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero, un momento sin avance contenido en una representación terminada solo es una escena estéticamente limitada, por la falta de una emoción subyacente especialmente sobrecogida. Porque no está intuida en la imagen ninguna sensación subsiguiente, una que suponga una escena necesaria luego, que se transforme así en otra cosa diferente a lo que ahora vemos apenas satisfechos. Que pueda convertirse en algo necesario (ahora imaginado) para comprender un sentido oculto, insinuado así apenas en la abierta imagen de algo antes meramente transmisible.

El Arte pictórico o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesita proyección, avanzar en la imaginación de un observador que, ahora, mira subyugado con la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar. Y esto sin desarrollar aún es lo que nos hace valorar la imagen, sin embargo, estéticamente antes no argumentada del todo. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable de dos amantes, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime, que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena artística representaba un momento de avance, y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa, sin un sentido ulterior tan necesario al observador para completarlo. Es así el suspense del Arte; algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas de la historia. Es lo que marcará una diferencia estética, porque no toda pintura es Arte, aunque todo Arte pueda llegar a ser, finalmente, una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte se puede comparar la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiró en la admiración clásica que un sátiro tuviese de la bella  visión de una ninfa acuática en su íntimo aseo personal. La inspiración mitológica de ambos pintores fue la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada por haberse cumplido ya el efecto: contemplar la belleza de una ninfa que aparece ya satisfecha. Tanto la propia visión artística como la de la propia ninfa y la de la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está ahora abrazando, en una escena sin final, el cuerpo arrebatado de una ninfa imbuida de un emotivo tránsito muy efusivo y poderoso. No es algo terminado este tránsito estético.  No es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico en un momento ahora sublimado por el Arte.  Del mismo modo, podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crea en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar dos momentos estéticos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma, muestra el pintor al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con belleza pudiera representarse. Pero, sin embargo, esa tormenta aún no la ven los protagonistas de la obra de Arte. Ningún personaje representado es consciente aún de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra la verá, el mismo que ahora admira, sin distancia ni excesivas hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía, sin embargo, tan sublime, bella y eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán asociadas a la realidad artística de una obra tan abierta. No sucede lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. Su obra El Puente de Alcántara es una bella imagen paralizada de una estética sin recorrido, sin avance. Una realización estética que, ahora, no nos producirá esa sensación transitiva tan sublime de antes, como nos sucederá con el paisaje tan artístico de Troyon

Es por eso que el Arte, para serlo verdaderamente, o genera una emoción transitiva o genera una belleza cerrada. En el primer caso el sentido sublime alcanza la mayor expresión y fuerza que pueda disponer una imagen en la interpretación sensible de un observador sobrecogido. En el otro solo la belleza fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una admiración estética cerrada, como es la que siente, por ejemplo, el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo: nada apasiona menos que la rápida comprensión de un momento agotado en su secuencia vital. Necesitamos agenciar resquicios por donde poder hilvanar un hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera para vivir extasiado un minuto más, sin miserias ahora temporales que agoten la límpida memoria definida y anhelante. Y en esa creación personal que consigamos idear habrá mucho del propio Arte sublime de algunas obras estéticas. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente inquieta, aunque no exista más que una mera realidad inacabada e inútil, pero, sin embargo, muy poderosa ahora, latente y emotiva así dentro de nosotros. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de poder plasmar dos momentos en uno. Qué menos que nuestra alma desasosegada pueda también combinar así esa misma sensación en esos instantes vitales de pavoroso desasosiego, en esos momentos tenebrosos, o cerrados, que cualquier ser humano pueda llegar a disponer en su existencia nada sorprendente, apenas inquieta, agotada en sí misma, o, a veces, demasiado transparente...

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

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