26 de noviembre de 2019

La inmensidad y la fugacidad determinan el sentido o el sinsentido del mundo.



Cuando el pintor holandés Pieter Claesz, aficionado a las vanitas, decidiera en el año 1628 realizar una obra que expusiese la fugacidad o futilidad de las cosas, incluiría en su iconografía la figura sublime de la escultura helenística El niño de la espina o Spinario. Esta talla griega fue creada en bronce en el siglo I a.C., pero se hicieron luego muchas copias, en siglos posteriores, como la que vemos en esta obra barroca, realizada en mármol para decorar algún palacio romano de la época renacentista.  El pintor la incluye en su obra para representar la inutilidad de las cosas artificiosas producidas por el hombre. ¿Dónde radica el sentido de querer ordenar el mundo con elementos fabricados o creados, con el tamaño además adecuado para no desorbitar o alterar la medida ni la realidad existencial o genuina del hombre?  Tal vez en el miedo a no ser nada, o en la angustia ante la inmensidad incontrolable e inabarcable del universo. Menos de doscientos años después el romántico creador alemán Caspar David Friedrich compuso su óleo Monje en la orilla del mar. Ahora este pintor hace justo lo contrario del holandés: expone la desmedida y desorbitada realidad del universo ante un solo hombre sin poseer nada. En una representación se expresa el sinsentido de la vida que objetiva el final inapelable de todo; en la otra se representa el misterio de lo grande, que no incluye ahora para nada a lo pequeño. Esa es la diferencia: en la obra barroca la vanidad (belleza artificial) del hombre actúa entre las cosas, los objetos y artificios que él observa orgulloso. En la obra romántica la emoción de una visión parecida (belleza natural en este caso) no actúa en ningún caso con el universo merecedor de ese espectáculo. 

De ahí proviene la querencia a la vanidad de las cosas: de no poder asumir personalmente (dominar, controlar, gobernar) la inmensidad poderosa de lo inaprensible. Para ello nos rodearemos de cosas que podamos manejar, disponer o fagocitar a nuestro antojo. En época barroca los vanitas (cuadros representando la fugacidad de la vida) fueron compuestos con profusión frente a otras tendencias artísticas de la historia. Probablemente, fue un tiempo en que los seres humanos comprendieron la fatalidad de aferrarse a una existencia pasajera rodeada de cosas o elementos materiales. Luego, cuando el Romanticismo separase decidido al hombre de su medio, éste buscaría afanoso el sentido existencial en lo más alejado de sí mismo. En su obra romántica Friedrich retrata ante una inmensidad gradiente, desde lo más oscuro a lo más celeste, la figura aislada de un monje solitario. Este personaje representa ahora lo más individual en el mundo, la definición más solitaria de un ser dedicado solo a contemplar y meditar. Y esta soledad está ahora frente a lo inasible, a lo que no puede manejar, clasificar o compartimentar. Sólo puede observar, desde lejos, la imposible definición de la nada más concreta. No hay nada ahí, solo el reflejo, manifestado en suaves colores astrales, que sus ojos transformarán en sentido a su conciencia para ser aprehendido finalmente por su espíritu. En la obra de Pieter Claesz, a cambio, no hay nada de esto, son cosas fabricadas por el ser humano para ser admiradas, utilizadas o repensadas por él, son cosas existentes con las que el ser humano pueda actuar en el mundo. Todas fabricadas, salvo una. La que era muy precisa incorporar en cualquier óleo de vanitas: la calavera y el hueso impenitente. Con ellas el ser observador relativiza ahora el sentido lúdico de lo que observa. Es él mismo el que además está ahí representado entre la sombra. Esto recordaría siempre la fugacidad y la inutilidad de las cosas de la vida. Pero, y, en el otro cuadro, qué lo representará.

En la obra del pintor alemán no hay nada que haga recordar la fatalidad existencial más inapelable. El observador aquí, que son dos, el monje y el que mira el cuadro, solo disponen de una visión inespecífica e ilimitada para resolver el sentido existencial de la vida. No hay nada ahí que materialice nada. No hay materia, por tanto no hay nada que ver. ¿Qué es eso, entonces, ondas electromagnéticas universales, vapores de agua condensados? No, exactamente. Esta es la complejidad de una representación que no es más que una inmensidad limitada por unos colores expresados por el hombre. Sin embargo, eran colores también los que representaban las cosas materiales en la obra barroca. ¿Entonces, en qué difieren las cosas representadas de ambas obras? En que una es dominada por el hombre que las compone, que las adjunta unas a otras, que las separa o que las une y las coloca así para ser creadas... En el otro caso es solo observada por él, no compuesta por él. No hay más que una visión sobrevenida ante una escena determinada sólo por un momento y un lugar específicos. Ambos, tiempo y espacio, son cosas naturales, universales, y solo ahora retratadas aquí por el hombre. No puede el hombre actuar con ellas, ni entenderlas, ni usarlas, ni siquiera pensar que, por ellas, pueda dejar de existir o de que su existencia tenga un sentido diferente, trascendente incluso. No. Ahora no, ahora no puede hacer más que observar lo que mira. Lo que sí puede hacer, a cambio, es transformar una observación en un sentimiento íntimo... Y sentir una emoción especial al comparar su limitada existencia fugaz con la desmesurada, inasumible e infinita realidad de un universo impresionante.

(Óleo Monje en la orilla del mar, 1810, del pintor romántico Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín.; Cuadro barroco Naturaleza muerta vanitas con el Spinario, 1628, Pieter Claesz, Rijksmuseum, Holanda.)

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