14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

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