9 de noviembre de 2020

El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad o la prestidigitación más sublime de lo incierto.



No se trataría tanto de alcanzar la verdad sino más bien de algo verosímil acerca del mundo. De un relato vital que, de tanto repetirlo, los seres humanos lo tuvieran a mano siempre para poder resistir los duros reveses de la incertidumbre. En los inicios de la humanidad el amor fue un concepto ideado para satisfacer, según algún tipo de ley natural, una necesidad misteriosa en la vida humana: la de que el ser humano ha de amar con todo su ser a aquello que no ignora se lo debe todo. Porque para existir el hombre había de haber sido creado antes, y la fuerza de ese sentimiento de amor llevaría al ser humano a componer el sentido misterioso de un poderoso creador. A la conciencia de una deuda tan grande le correspondía, por tanto, un amor extraordinario. Este amor para el hombre lo constituiría todo, sería como un estado de derecho personal ineludible, de integridad total con su propia naturaleza más íntima. Es por lo que si le faltase ese sentimiento poderoso alguna vez, no tendría que ver esa falta con su propia esencia sino con alguna circunstancia accidental ajena a su naturaleza. Y así fue como buscaría entonces una reparación para tratar de volver a sentir lo mismo de antes.  Esta es la representación metafórica del Génesis bíblico, de aquel relato donde se describe la caída y redención posterior -restitución de aquel sentimiento amoroso- del primer hombre en la figura de Adán. El creador sería el garante de la restitución tan querida por el ser vulnerable. Fue llevada a cabo porque existía una imagen y una semejanza entre lo creado y el creador. La imagen consistía en la misma capacidad de los dos seres -criatura y creador- ante la necesidad universal limitadora de libertad; porque ésta, la libertad, la personal y la sagrada, impediría que la necesidad universal fuese algo inevitable. La semejanza, por otro lado, era la capacidad poderosa frente a la maldad y la miseria humanas -el sufrimiento-; y ambas cosas serían sojuzgadas por la libertad de esa naturaleza tan semejante con el creador. La libertad, ante la necesidad, no podría perderse nunca, formaba parte siempre de la naturaleza del ser. Pero las otras dos capacidades, la libertad ante el mal y la libertad ante la miseria, podían llegar a perderse por la falta accidental de aquel sentimiento sagrado. Porque se puede elegir el bien -o no elegirlo- y complacerse así de estar libre de miseria. Es por lo que, como en la metáfora bíblica, el ser humano con la redención de su amor estaría ya libre del mal y de su satisfacción ante la miseria. 

Cuando en el siglo XVIII el mundo cambiase la forma en la que los seres viesen el sentimiento amoroso, ya no como una debilidad racional sino como una exaltación poderosa, la sociedad empezaría a querer sustituir aquella redención bíblica por otra más cercana, terrenal o menos temerosa. Así fue como el Romanticismo arrasaría con la forma en la que el sentimiento fuese representado y vivido en el mundo, y utilizado, además, para entender ese sentimiento con la misma apariencia emotiva de aquella teología sentimental. Porque ahora, a cambio de una divinidad trascendente, el objeto del sentimiento amoroso humano era el ser humano mismo. Los conceptos de imagen y semejanza fueron sustituibles además, ya que existían también en el ser humano, iguales ahora en su sentido sentimental con los dos sexos. ¿Lucharían entonces ambos sexos del mismo modo contra la maldad y la miseria atávicas? ¿Ejercerían del mismo modo también aquella libertad los dos seres humanos para poder prosperar en el mundo? ¿Caerían desesperados ambos a la búsqueda de una posible redención, al parecer en su caso del todo imposible? El amor era la misma fórmula utilizada tanto para unirse a lo sagrado como a lo terrenal. La diferencia estribaba en la caída... En un caso, la caída metafísica era un accidente ocasional salvado por la libertad personal tan poderosa; pero, en el otro, en la caída física era una parte integrante de su propia naturaleza malograda. Porque ahora la falta de amor humano, a diferencia de aquel sentimiento teológico fallido, estaba íntimamente unida a la naturaleza tan cambiante del ser efímero. No sería ya un accidente casual lo que llevaría al desamor en los seres enamorados terrenales, sería la propia esencia interior tan inconsistente y estulta de los humanos la que dispondría de ese sentimiento pasajero. No hay redención, por tanto, en la caída del amor humano terrenal, como sí la había, a cambio, en la caída sagrada de un sentimiento universal. La imagen terrenal representada en la obra decadente de efusión amorosa ante las figuras convulsionadas de pasión sentimental, no era más que la manera de expresar un deseo romántico que, socialmente en el siglo XIX, aventuraba por entonces una nueva frontera cultural y emotiva. Por eso el pintor francés René-Xavier Prinet compuso así de extraordinario el ímpetu amoroso del deseo humano más pasional en su decadente obra romántica. No pudo expresarlo mejor que con los símbolos estéticos de la desesperación más apasionada entre las sombras artificiales de un silencio apenas comenzado. Porque justo es ahora, al terminar la música propiciatoria, cuando inmediatamente empezaba el amor sentimental más desaforado. No había ahora más que un impulso desabrido ante las imaginadas notas, todavía inexistentes, de una melodía aún por comenzar. 

Cuando el Barroco de Murillo quiso elogiar un desenvolvimiento místico ante las enajenadas falsedades de un mundo miserable, el pintor español compuso entonces la escena de un sentimiento tan sagrado como la rémora impenitente de aquella redención universal. Ahora el ser abraza a su amado creador con la matización reverente de un sentimiento poderoso. No hay finalización ni desarraigo en ese sentimiento, como no hay tampoco pasión ni estremecimiento en su modo de experimentarlo. La semblanza de este sentimiento amoroso era la misma que la libertad creadora propiciara antes de aquella caída frente a la necesidad, la maldad o la miseria. Es el ser humano expresando ahora su sentimiento ante el ser permanente que lo crease.  Existen entonces dos sentimientos, el terrenal, cuya impresión expresiva es momentánea, dada la misma naturaleza de la que además está compuesta la miseria; y el sagrado, cuya expresión representada es eterna por ser imagen exacta de una esencia permanente cuya circunstancia accidental sólo cambiará parte de un devenir más poderoso. El sentimiento en este último caso no tendría fin porque no tenía un principio, ya que era parte consustancial de aquella esencia universal de los seres relacionados. Así fue como el pintor español del barroco sevillano compuso su obra mística tan extraordinaria, con el componente extemporal de un sentimiento ahora sin medida. No hay comparación alguna con el sentimiento humano terrenal del Romanticismo decadente. Uno nos demuestra una necesidad angustiosa y el otro una libertad salvadora. Porque para el deseo impetuoso de pasión romántica terrenal no hay libertad posible, ya que ambos seres humanos están llevados ahora por la necesidad más universal. Para el sentimiento de amor sagrado, a cambio, es la libertad personal lo que permitirá esa unión sagrada tan poderosa para siempre. No hay más que libertad elogiosa en el cuadro barroco porque la emoción trascendente de luchar vencerá la fuerza desastrosa del desarraigo y la maldición más caprichosa. Una emoción que surge ahora de la verdad y que no oculta sus sentimientos nunca, que no huye tampoco de nada, que no siente temor ni ofuscación, ni descomposición sentimental ni deseos insatisfechos, ni inclementes rémoras. Pero, sin embargo, para cuando la música emotiva romántica volviese a sonar de nuevo con fuerza melodiosa en la visión del cuadro decadente, la capacidad de ese amor pasional tan romántico acabaría diluida para siempre entre la verdad temporal más veleidosa de sus propios sentimientos tan dramáticos.

(Óleo La sonata Kreutzer, 1901, del pintor romántico-decadentista francés René-Xavier Prinat, Colección Privada; Lienzo barroco San Francisco abraza a Cristo en la cruz, 1669, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes de Sevilla.)

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