5 de enero de 2021

Cuando el Arte sostuvo la esperanza con la sublime metáfora artística de la tragedia.


 En el siglo XVIII comenzó una transición sublime del hombre y el mundo hacia la metáfora más artística de la esperanza...  Nunca antes el ser humano había necesitado expresarse con algo similar, o vagamente parecido, a una sensación que pudiera tenerse ante la duda tenebrosa del mundo: la esperanza. Las maldades o calamidades de la vida eran algo consustancial a ésta, se comprendían como cosas relacionadas con la vida y para nada fuera de una demarcación racional o irracional de la misma. El siglo XVIII acabaría siendo el siglo de la racionalidad, y esa misma racionalidad empezaría a permitir sondear la posibilidad de que las terribles cosas de la vida tuvieran ahora una razón distinta a la que habían tenido antes. Fue una época equidistante entre la capacidad racional y la emoción romántica, apenas ésta comenzada. Ese momento histórico fue el que llevaría a los creadores de Arte a plantearse la dureza del mundo como una realidad diferente a lo sublime... ¿Lo sublime? ¿Qué era eso? Si la dureza de la vida no había tenido por qué lamentarse ante la visión aceptada de los hombres, ¿por qué ahora éstos empezaron a reflejar sus dudas y emociones con la semblanza sobrecogedora de un alarde diferente? Ese alarde era algo parecido a lo sublime, pero no a lo sublime entendido de antes. La transformación comenzaría a finales del siglo anterior, cuando los pensadores o científicos incipientes de un nuevo modo de encarar el mundo trasladaron la certidumbre metafísica de lo teológico a la física de lo material. Entonces el alumbramiento emancipatorio de algunos llevarían a la sensación desconsolada de otros. El Arte había compuesto naufragios de marinas en todas las tendencias pictóricas de la historia. Las batallas náuticas de los siglos XVI y XVII adornaban obras con feroces o épicas representaciones artísticas. Se representaban antes más las calamidades causadas por el hombre que las originadas por la naturaleza. Tal vez, fue una forma de justificar la maldad y de acompañar mejor el sentimiento de poder entenderla.

Pero cuando los hombres empezaron a preguntarse cosas que nunca antes se habían atrevido, no pudieron justificar lo desconocido con las mismas sobrenaturales cosas de antes, sino tratar ahora de poder comprenderlas con sus medios. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto en la providencia de lo sagrado. Así que ahora los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza tan desapasionada que la propia vida hiciera con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí y las cosas no podían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido antes. Para ese momento los pintores comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor gesto realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras del clasicismo romántico de entonces. La fuerza de la naturaleza era recreada en obras en las que el mar tenebroso rugía despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se especializaría en la representación de buques, puertos y tormentas. En el año 1775, veinte años después de que el hombre dejara la credulidad como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra El naufragio. Entonces no dudó el pintor en atribuir la mayor oscuridad y crudeza a las pinceladas que habían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento trágico. Aquí los barcos son cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar tempestuoso. ¿Qué hacer los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?

El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más que por ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria pintura para lo que por entonces se llamaban naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada y sólida de la costa y la rotunda fragilidad de unas débiles embarcaciones, expresaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la debilidad de las cosas, ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo entender ahora que la vida no pudiera ser como un relato mágico, mítico o creíble? Porque ya no había salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse como lo que eran, catástrofes violentas, despiadadas y desdeñosas ante cualquier explicación, causa o sentido posible. Ya no había más solución para asimilarlas que con la ciencia incipiente que pudiera explicarlas. Nada, no había ya nada que hacer para sublimarlas... El ser humano, huérfano de certezas, tenía ahora que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades de su racional atrevimiento. Pero el Arte no podía dejar de seguir sublimando las cosas. Y esto fue lo que el desconocido pintor holandés hizo en el año de 1775. Pero,  ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podía expresar sin incluir antes algún sentido no racional? El pintor compuso entonces en el plano inferior izquierdo de la obra a unos hombres ahora que se aferraban a la vida. Habían ellos conseguido salvarse, habían conseguido vencer la fiereza y la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos, con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.

(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)

No hay comentarios: