4 de enero de 2022

El desconcierto representativo de un mundo indefinido tanto por las formas como por lo meramente trascendente.


La representación estética de una obra de Arte, a diferencia de otras, dispone solo de imágenes individuales que, armonizadas, descubren un mundo acotado por el espacio definido de un marco físico. El Barroco fue el primer estilo artístico que utilizó el sentido iconográfico del paisaje para hacer, con él, una representación subjetiva y alegórica más mundana que trascendente. Para ello el sentido teórico que supuso la nueva dimensión estética de la Academia francesa, fue la excusa primorosa que permitió conciliar alegoría mundana intrascendente con una representación estética universal. Las formas heterodoxas del Barroco inicial, con sus alardes naturalistas, con sus despropósitos formales, con sus curvas aleatorias, con su irrealidad trascendente, fueron transformadas al amparo de la influencia académica de París en una reverente estética clásica donde, eso sí, las alegorías y las efusiones imaginarias podían, sin embargo, manifestarse sin restricciones representativas de ninguna clase. Fue un advenimiento casi de revolución cultural, política incluso, en los años mediados del siglo XVII. Sutil y artística, pero revolución al fin y al cabo. Esta obra del pintor francés Henri Mauperché (1602-1686) expresa muy bien el sentido transformador que el Arte tuvo en aquellos años del Barroco. Pero, para poder transformar una estética representativa sin menoscabar aún (esto llegaría un siglo después con la Ilustración) el sentido teológico del mundo, los pintores de entonces idearon componer sus obras con el fantasioso alarde de lo que acabaron llamando caprichos. En estas representaciones podían combinar espacios diferentes o escenarios distintos, como edificaciones clásicas, anacrónicas o fantasiosas, con personajes históricos o no, intrascendentes o no, versificados o no, realistas o no. Estas particularidades estéticas permitían representar un paisaje como el sentido aglutinador, es decir, no fragmentario, de aquello que el artista deseara expresar sin errar en ninguna interpretación maliciosa. 

En la obra de Mauperché el paisaje, el alarde natural del mundo, que es aparentemente el sentido principal estético representado, está aquí ahora en un segundo plano visual, frente al plano inmediato al espectador, que es aquí el humanista sentido estético representado por los seres vivos y pétreos, que la civilización clásica viene a exponer con sus muestras definidas de orden, equilibrio, belleza y placidez. Hay que situarse históricamente para comprender el extraordinario alarde estético de esta obra barroca. Porque el mensaje, camuflado en el impresionante paisaje luminoso e intrascendente de un atardecer natural prodigioso, es ahora sublimado por la lubricidad de unas figuras representadas con distanciamiento, marginalidad e indiferencia. La cultural a una parte, la mundana a otra, y al fondo el resplandor iridiscente de un sol que, ahora, no veremos más que brillar poderoso sobre el mundo misterioso, contradictorio, enfrentado y disperso del hombre. ¿Dónde está el sentido trascendente, universal, que cohesiona todo dándole finalidad o consistencia? El pintor no sabe dónde representarlo, solo parece que expone cosas aparentemente inconexas que describen un mundo fragmentado. Hasta las columnas del edificio clásico muestran las grietas de su padecer pétreo. Por un lado la vida, la fuerza de la vida de los seres vivos, representada por las parejas amorosas de los humanos y los animales. Por otro lado la historia, la cultura latente y mortecina, representada por las esculturas afines a la vida y por las formas ajenas a toda fragmentación o desmembramiento ilusorio de la nada. La consistencia inmanente frente a la inconsistencia trascendente. Sólo la luz intensa de un atardecer poderoso expone aquí la necesaria representación más trascendente. El pintor intuye esta necesidad para compensar, serenamente, la fragilidad de la vida humana y mundana de lo presente y de lo pasado. Porque lo pasado reflejará en la obra lo único que ofrece orden, sin embargo, lo único que se mantiene, aun deteriorado, para representar la escasa definición de un mundo fragmentado. 

En la metáfora representativa que la obra expone sin pudor, el pintor reflejará la transformación histórica que la sociedad europea iba desarrollando, poco a poco, en la mitad del siglo barroco por excelencia. Son los artistas, creadores y pintores, los que se anticiparán siempre, con sus metáforas estéticas, al desarrollo itinerante de la evolución social del mundo. ¿Puede esconder esta obra alguna alegoría que nos permita comprender el sentido del mundo? Puede. Como toda interpretación estética, la diversidad de expresión y sentido que una representación pictórica posee es aquí especialmente interesante. El mundo no tiene sentido en sí mismo, éste fue creado artificialmente por la filosofía teológica que triunfó en los inicios de la civilización occidental. Del mismo modo, el Arte no tiene un sentido en sí mismo, es creado artificialmente según los criterios estéticos de cada momento. En el momento histórico en el que el pintor francés compone su obra, pleno siglo XVII, el clasicismo francés del barroco impone su criterio estético. Y este es el observado desde planteamientos de orden, simetría, armonía y valores clásicos representativos. Con ellos el pintor propone un paisaje, un mundo, un universo, donde expresar una contradicción indefinida. Una donde la realidad de aquella filosofía teológica no se desmienta pero tampoco se exprese con claridad. Otra donde la civilización clásica, el orden, el equilibrio, la esencia del pasado, sea expuesta con todo detalle, con toda perfección, con toda grandeza, pero, ahora, sin embargo, enfrentada aquí, de un extremo al otro de la obra, con la algarabía vital de la vida de los seres que habitan el mundo. ¿Hay contradicción ahí, realmente? Porque en los  relieves clásicos de los frisos de la edificación clásica observaremos también la efusión sensual de los fragores dionisíacos de un mundo pasado... La vida que se repite, insustancialmente, frente a los alardes naturales de un paisaje trascendente. Para ese momento histórico, el pintor no supo mejor que representar así la estética más primorosa de un mundo desconcertado por entonces tanto por sus descubrimientos como por sus misterios más desconocidos.

(Óleo barroco Paisaje clásico con figuras, mediados del siglo XVII, del pintor francés Henri Mauperché, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

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