18 de abril de 2022

Una nota negra en un paisaje soleado, hermoso en líneas y proporciones, como un obelisco egipcio...


Eso escribió Vincent Van Gogh de este lienzo suyo un año antes de morir: Es como una nota negra, como una mancha oscura en un paisaje bañado por el sol, pero es una de las notas oscuras más interesantes, la más difícil de llevarse bien que se pueda imaginar... Qué metáfora de la vida más simple y más profunda. En su torbellino por aunar emoción, vida y Arte el pintor desesperado encontraría en los cipreses la inspiración que antes había encontrado en los girasoles. Sin embargo, a diferencia de los girasoles, que pinta siempre aislados y solitarios, los oscuros cipreses los pinta en su entorno natural, rodeado de un paisaje prolífico, abundante y entusiasta. Ahora su espíritu, en una situación personal de sosegada resignación vital, se acercaba mejor así a una calma serena expresada por los colores arremolinados tan expresivos de esos árboles. Entre el amarillo y el verde, ahora gana el verde en las tonalidades buscadas por el pintor holandés. Un verde oscurecido como un referente existencial poderoso, como una razón de vivir, o como una fortaleza arraigada a la vida, dirigida ahora, segura y firme, hacia un infinito cielo distinto. No hay seres humanos en la visión que el pintor tuvo de ese paisaje inspirado. Sólo la fuerza de lo inanimado, de lo que permanece más, de lo que no padece, de lo que persiste poderoso. Hay una búsqueda y una afirmación, hay un sentimiento vago y una realidad luminosa en esta composición estética. Con su estado de ánimo el pintor huye hacia el color arremolinado, torcido, curvado, impreciso, cosas que justifiquen la vida y sus misterios ocultos. No hay sentido lineal recto en casi nada, ninguna cosa lo tiene para conseguir una consecución firme entre un antes y un después, entre una posición y otra distinta. Ahora la realidad es sinuosa, es una formación de líneas que deben ser hermosas y cuyas proporciones puedan asociarse a una belleza más simple. No hay nada completado, todo está por hacer, por finalizar, por llegar a ser en el instante sagrado de la composición estética. Así, el Sol es sólo una pequeña franja de circunferencia amarilla. Pero el Sol está ahí, porque su reflejo es fundamental en el sentido estético del paisaje inspirado del artista. 

Es un maravilloso sortilegio sobre la incapacidad de ver otra cosa que no sea belleza entre las siluetas sinuosas de dos cipreses solitarios. Pero que es la única verdad que desea expresar el pintor con su paisaje. En el contraste de los cipreses frente al paisaje ganará el espíritu atormentado del artista. Es la dificultad que el pintor busca para justificar el sentido incomprensible de la existencia. Ese contraste es la vida misma, es la fuerza por persistir que los cipreses disponen en un lugar que nada tiene que ver con su propio sentido. Hay una luz poderosa que llena las formas y las proporciones de una naturaleza revuelta, inquieta, feraz y luminosa. Nada puede evitar su grandeza ante la realidad sórdida de una vida desperdigada ahora con formas diferentes. Y entonces surgen los cipreses para añadir una nota oscurecida que consigue fortalecer el sentido justificador de un paisaje distinto. Tiene que ser así, una rareza entre las formas que completen ahora el mundo proporcionado y natural en que vivimos. La metáfora de los cipreses en Van Gogh es su particularidad especial para poder existir entre farragosos escenarios diferentes. Este contraste, esta dificultad, acabará absorbida por la forma en la que los mismos colores consiguen justificarlo todo. Porque no hay un Sol así, no hay un cielo así, no hay montañas así. Todo está contrastado con la realidad y su propio sentido visual en el mundo. No se puede ahora sino mirar de otro modo ese contraste y esa dificultad. Eso buscaría el pintor desolado ante las hermosas proporciones aparentes de un mundo sin completar del todo. Porque nada lo está en la obra realmente, ya que faltan partes o faltan reflejos que definan así un universo satisfecho. Como en la vida...

También como la sensación trashumante del pintor en sus años finales, trastornado por la dificultad de encontrar un sentido a lo que vive, a lo que hace. Es como su búsqueda del paisaje perfecto conseguido por la luz, por las formas, por los colores o por la esperanza de hallar en todo el sentido real de lo existente. No hay nada sino contraste, y el pintor lo descubre encantado entre las notas oscurecidas de dos cipreses diferentes. Con ellos compuso su sentido real de lo que para él era belleza. No era proporción, no eran líneas perfiladas que acojan ahora un paisaje perfecto. Era el contraste, la nota oscurecida que consigue devolver el sentido perdido a las cosas, a lo que no se entiende bien, a lo que no hace más que desear buscar un escenario especial que pudiera justificar el Arte con su atormentada vida. Lo encontraría entonces entre los cipreses elevados hacia un cielo distinto. Es como si la luz no fuese originada por el Sol sino por el mundo, es como si el contraste no fuese originado por las notas oscurecidas de unos cipreses distintos sino por la propia vida. Así se inspiraría el pintor en aquel verano de 1889, cuando le faltaba aún un año para desaparecer. Quiso expresar todo más con los colores que con las formas. Los buscaría compulsivo entre tonalidades diferentes de un universo distinto, realizado con partes de las siluetas fragmentadas de las formas que representarán, ajenas, la vida sin la vida. Con ellas compuso un paisaje extraño. ¿Sería el único desatino? Los cipreses no son el único enfrentamiento aquí entre un universo previsible y un espíritu atormentado. Hay algo más que expresa un sentimiento que por entonces el pintor buscaría y seguiría buscando: un sentido sublime a todo lo existente. Fue como una esperanza, como una sinfonía, como un canto, como una sosegada melodía distinta. 

(Óleo Los Cipreses, 1889, de Vincent Van Gogh, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

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