29 de junio de 2024

La luz, la composición, el color, la emoción incipiente...: un Renacimiento español extraordinario.


 



Encerradas entre las brumas de la historia, de los museos, de las tendencias, de las promociones o de la injusta publicidad, existen ciertas obras de Arte que no han podido enaltecer, por haber sido exclusivas, a su propio autor. Tal vez eso haga la publicidad o el reconocimiento: no una genialidad aislada, sino una continuidad reconocida. No se alcanza la genialidad reconocida por una sola obra excelsa sino por varias. Existieron diferentes renacimientos artísticos entre el siglo XIII y el siglo XVI, pero el del siglo XV fue, verdaderamente, el más preciso de denominar así, en mayúsculas: Renacimiento. Fueron tres focos geográficos en Europa los que lo hicieron posible: Italia, Flandes y España. Y fue además un acontecimiento cultural, fundamentalmente pictórico, que descubrió, básicamente, cuatro cosas o elementos estéticos: la luz, la composición (perspectiva también), el color y una incipiente emoción desgarrada. Como toda combinación de cosas precisas, aquella que alcance el equilibrio donde se refleje mejor la especial cualidad de la intensidad de las cosas combinadas, esa será, decididamente, la mejor combinación de todas. Y para poder vislumbrarlo en el Arte de aquel siglo XV, la iconografía de la Piedad puede ayudarnos algo a comprenderlo. La técnica, el estilema o el rasgo estilístico, es una característica personal que ayudará a los historiadores a ubicar, a registrar o a definir una autoría, pero un estilo personal no es, necesariamente, un estilo o una tendencia artística generacional. Gótico Internacional, Hispano flamenco o Primitivo Flamenco son denominaciones para catalogar en los registros o libros de iconografía. Pero, cuando miramos una obra de Arte lo que veremos serán los rasgos generales de una periodicidad temporal mucho más amplia. Para muestra de lo que expreso selecciono tres obras renacentistas de tres pintores del siglo XV, uno flamenco, Rogier van der Weyden, otro italiano, Perugino, y otro español, Fernando Gallego.

Los tres pintores compusieron su Piedad entre 1441 y 1495. Los tres incluyeron en ellas la luz, la composición renacentista, el color y una emoción incipiente. Pero, desde mi punto de vista, solo Fernando Gallego consiguió la combinación más destacada, equilibrada o conseguida de las tres obras maestras. Veamos cada uno de esos elementos combinatorios. La luz: en el caso de Weyden la luz es focalizada, genialmente, en un fondo primoroso, el resto es dominado por la composición tenebrosa; en el caso de Perugino la luz es suave, como su emoción, apropiada para la sutil tenebrosidad de su original composición sublime; pero la luz en Gallego es primorosa, domina toda la composición y transforma por completo cualquier tenebrosidad en esperanza. La composición: en Weyden el primer plano manifiesta genialmente la temática escatológica con varios personajes, su diagonal (que luego Gallego utilizará) es magistral, trazada por el cadáver de Cristo entre los brazos de su madre; en Perugino la composición trasciende el tema de la Piedad para alcanzar otra cosa, la sublimidad del Renacimiento, la originalidad de éste para componer lo que sea; en Gallego la composición es completada por un paisaje renacentista, que incluye una ciudad como muestra de civilización y cultura, por una cruz geométrica descentrada que matizará el escenario grandioso, por una sola pareja de figuras exclusivas, tan solo Cristo y su madre, que realzará así la sensación expresada de lo que es una Piedad verdaderamente (solo las figuras marginales y empequeñecidas de unos donantes anónimos romperán la soledad de los personajes principales de una Piedad tan clásica). El color: en Weyden el color es matizado por dos tonos predominantes, el rojo de san Juan y el azul de la Virgen, el resto es tenebrosidad oscurecida; en Perugino los colores son magistrales, consigue con ellos el pintor italiano la consumación del Renacimiento más extraordinario; en el pintor Fernando Gallego los colores, menos contrastados que en el italiano, alcanzan con su sutilidad a combinar todo el paisaje en una bella esperanza emotiva. La emotividad: en Weyden la emotividad es dolorosamente rasgada por el, aún, tenebroso mensaje desgarrador y escatológico; en Perugino la emotividad la transmiten los colores, los gestos y la originalidad, solamente; en el pintor español Gallego la emotividad es extraordinariamente expresada en su obra, la veremos en la mirada, la viva y la muerta, en el abrazo cándido, sensible y considerado (su mano cubre incluso la herida de Cristo en un alarde transformador de muerte en vida) de una madre confiada hacia un hijo entregado ahora, relajadamente, a un destino trascendente.

Fernando Gallego fue, tal vez, el pintor, de los tres, menos afortunado en bienes o nivel socioeconómico en su propia vida. El Perugino vivió y pintó de la mejor manera que un creador exitoso pudiera desear para hacer lo que quisiera con su Arte y con su vida. Rogier van der Weyden, como pintor de Bruselas, también dispuso de ventajas sociales para poder desarrollar todo su talento artístico. Pero Fernando Gallego nació en Castilla en el año 1440 y tuvo que superar dificultades personales y sociales en aquellos difíciles años, 1460 y 1470, recorrer además muchos lugares para poder pintar, en iglesias y para iglesias, en un ambiente rígido y muy poco innovador. Por ello el mérito de su obra La Piedad es extraordinario. Consiguió unir el llamado gótico final o estilo hispano-flamenco con el sentido más definidor de lo que el Renacimiento acabaría por ser, años después, con figuras como Leonardo da Vinci, Joachim Patinir o incluso Rafael.  Ese fue el mérito especial de Fernando Gallego, un creador sublime español que solo con su obra La Piedad alcanzaría las cuatro cosas que, juntas y en la misma medida y definición, nos permiten ahora entender mejor el Renacimiento como aquella consecución combinada de esos cuatro elementos iconográficos: una composición genial matizada de luz, de color y de una sutil emoción inspirada y sublime. Formas todas ellas que llevarían al Arte a conseguir la mayor grandeza que pudiera alcanzar entre las tribulaciones temporales de una evolución histórica tan destacada. Pero atisbada también, a veces, de unos sublimes versos sueltos artísticos tan desconocidos como definitorios. 

(Óleo sobre tabla de pino, La Piedad, 1470, Fernando Gallego, Museo del Prado, Madrid; Óleo sobre tabla de roble, La Piedad, 1441, Rogier van der Weyden, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Oleo sobre tabla, Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, Perugino, Galería Nacional de Irlanda, Dublín.)

23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)