18 de enero de 2025

El Romanticismo justificó, sin querer, una transformación interesada del Arte, una visión ya ideada de antes y utilizada después.


El poeta romántico alemán Friedrich Hebbel (1813-1863) escribiría una vez del Arte, ahora con respecto a la ciencia avasalladora: Los sistemas (refiriéndose así a lo matemático y científico) no se ensueñan; las obras de Arte no se calculan, o, lo que es lo mismo, no se piensan. Aprovechando esta cita decimonónica, el historiador alemán Spengler avanzaría en 1929, ofreciendo una visión poética de la historia, esto otro: El artista, el historiador verdadero, contempla cómo la cosas devienen; revive el devenir en el rostro de la cosa contemplada. El sistemático, ya sea físico, lógico, darwinista o historiógrafo pragmático, conoce lo que ha sido. El alma de un artista es, como el alma de una cultura, algo que aspira a realizarse, algo completo y perfecto, o, dicho en el lenguaje de una vieja filosofía, un microcosmo.  Hebbel fue un hombre cuya vida y su poesía fueron debida en gran parte a las mujeres de su vida, ya que él, siendo de orígenes desafortunados, pudo prosperar y dedicarse al Arte gracias a la ayuda recibida tanto de una autora célebre de cuentos infantiles como de su propia esposa Elise, que le salvaría además de sus difíciles y duros momentos tan depresivos. En el año 1840 compuso su obra dramática y trágica Judith. Ocho años antes, el pintor romántico francés Horace Vernet compuso su cuadro Judith y Holofernes. Al parecer, Hebbel se inspiraría en una reseña descriptiva escrita por otro poeta romántico alemán, Heine, de este cuadro romántico del pintor Vernet. Nos dice Heine del cuadro:  Criatura encantadora, virgen ayer todavía, pura delante de Dios, mancillada a los ojos del mundo, hostia profanada... El rostro es de una dulce ferocidad, de una ternura sombría; una cólera sentimental se transparenta en él. En sus ojos centellean una divinidad cruel y la alegría de la venganza; pues también ella tiene su injuria que vengar, la profanación de su cuerpo.  Heine acabaría, posiblemente sin querer, con la gran literatura lírica alemana, ya que trataría de superarla utilizando para ello un lenguaje más sencillo, más asequible, menos misterioso, más realista o más conciso que antes. Metáfora ésta ahora afortunada para poder entender lo que el Romanticismo llevaría a cabo después en el mundo postromántico, sin mucha perspicacia ya, y sin quererlo, con la sagrada y esplendorosa significación sublime de los símbolos tan íntimos del devenir... 

Pero, Hebbel llevaría a cabo antes otra cosa diferente. Transformaría primeramente el relato bíblico cristiano del libro de Judith; lo cambiaría de una leyenda utilitaria sagrada a una sagrada literatura romántica genial. Para ello, descubriría su intuición inspirada que Judith no fue solo a la tienda del general asirio Holofernes, enemigo de su pueblo judío asediado, para realizar una venganza patriótica, sino que lo haría realmente por amor... Un amor inconfesable, trastornador, encubierto, desconocido. El libro bíblico de Judith no retrataba a una mujer sino a una diosa heroica...  Ni siquiera los judíos tuvieron a Judith en cuenta para nada en sus relatos sagrados. Sólo la biblia cristiana utilizaría a Judith para hacer de la heroína judía una fuerza religiosa poderosa ante el paganismo, ante la maldad, ante la ofensa sagrada. Compone entonces un personaje virtuoso, una joven viuda que decide enfrentarse al mal muy decidida, salvar así a su pueblo creyente, a su religión, y que, para ello, se acercará al fin al hombre tan infame para, sin perder su honra (no se entregaría nunca a él) emborrachando antes al general asirio, degollarlo luego decidida. Sin embargo, el poeta Hebbel, un creador romántico genuino, crearía una mujer enamorada... sin ella saberlo del todo. Puro romanticismo. Ya no es ella una viuda solamente, es ahora una viuda virgen, una mujer que no llegaría a amar ni a ser amada nunca antes. El que fue su marido en su noche de bodas no pudo o no supo amarla. Ella entonces recorrerá una vida de fantasma, como ese arquetipo utilizado por el Romanticismo puro de una mujer que camina sin ser vista, sin ser amada, sin amor alguno que poder satisfacer... Luego surgirá Holofernes, el hombre apasionado, el enemigo incidental, el poderoso que la ve y se prenda de una belleza perdida. Ella entonces, aprovechando ese deseo que imagina, justificará su decisión íntima e inconfesable con el recurso virtuoso de erigirse ahora en salvadora de su patria. Irá a la tienda de Holofernes y este la amará completamente ya, a diferencia del relato bíblico. Luego, al dormirse él, ella tendrá, necesariamente, que acabar con su vida para, así, ocultar la afrenta desconocida de su vil deseo tanto como para justificar su decisión patriótica o sagrada.

Y esa sensación, perturbadoramente enamorada, está en el cuadro romántico de Vernet. Lo está ahora bajo la sentida expresión confusa de una Judith que mira, sensible y agradecida, la figura tendida y confiada de su amante sobrevenido que, pronto, morirá. En el relato trágico del drama teatral de Hebbel, Judith es ahora una mujer atormentada que sufrirá ocultamente su deseo, uno de los recursos que el Romanticismo utilizará para hacer vencer al amor frente a cualquier otra cosa perturbadora. Heine, a cambio, y tal vez sin querer, no sólo terminaría con la grandiosa lírica alemana tradicional sino también con el sentido romántico por excelencia, un sentido que naufragaría, con los años, en la interesada visión de un mundo, de un microcosmos, muy diferente. De la Judith romántica de Hebbel como de la de Vernet deduciremos ahora además, providencialmente, tanto una cosmovisión anterior como una posterior, y que llevarían por entonces, en cada caso histórico, la sensación más auténtica de un sentimiento íntimo tan humano a su desatino social más utilitario. En la anterior con la sagrada visión eclesiástica de la Judith bíblica, en la posterior con la sesgada y cáustica panacea del enfrentamiento entre los sexos propiciado por una maliciosa malformación o por una sesgada malinterpretación de la propia sociedad. Entre ambos casos quedaría el drama de Hebbel y la pintura de Vernet, dos creadores románticos que, como Spengler propiciaría luego, no dedicarían su Arte a lo sistemático, a lo calculador, a lo matemático del gesto humano más profundo, sino a lo devenir del rostro más íntimo, del más desgarrador y del más humano por auténtico, por genuino, por su falta de cálculo y medida, por su única y merecedora forma, tan romántica, de vivir una pasión como de contenerla.

(Óleo Judith y Holofernes, 1832, del pintor romántico Horace Vernet, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.)


1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)