10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

4 de abril de 2018

El único creador del paisaje de sus sentimientos es el ser motivador de los mismos.



Ante la brusquedad de la vida, incluso ante sus demoledoras fuerzas escondidas, pero lacerantes, los humanos buscarán refugio y calma. No es más que el evidenciado modo humano vulnerable de reaccionar ante un entorno abrumante y cuestionador. Para representar una escena legendaria narrada en los evangelios, la tempestad calmada, el pintor flamenco Jan Brueghel el viejo (1568-1625) compuso en el año 1596 un pequeño óleo sobre bronce. Pero, sin embargo, habría creado con él una grandiosa obra de Arte. Lo que hace al Arte una visualización diferente de cualquier representación de la vida es su fabulosa mentira extraordinaria. El naturalismo en el Arte -ver la realidad como es, sin fisuras, de la forma más natural- no conseguirá más que emocionarnos. A cambio, todo estilo artístico que prime belleza, equilibrio, pero también irrealidad, sueño, alegoría y sentido -finalidad- conseguirá, además de emocionarnos, hacernos pensar en la misteriosa influencia de un sutil mensaje destacado. Porque debe haber un mensaje sutil en la representación no naturalista y debe estar significativamente destacado. Debe existir también belleza, pero ésta tiene que ser exagerada, grandiosa, armoniosa. Y luego, por fin, el sueño -una imaginación vinculante-, algo imprescindible para poder así subjetivarla. Con él combinaremos irrealidades con realidades, posibilidad con indiferencia o sutilidad con sentido. Y todo esto es lo que veremos -con el sueño del Arte- en esta obra renacentista Cristo en la tempestad del mar de Galilea.

Un paisaje favorecedor de lejanía y de cercanía, de fuerza e intimidad, se nos representa a la mirada sorprendida. En la obra de Jan Brueghel no hay ahora, para ser una terrible circunstancia dramática -la tempestad de un mar embravecido-, ninguna sensación personal que produzca una atrocidad natural de un escenario cruel o atronador. Pero, sin embargo, el pintor compone un entorno marítimo sobrecogedor incluso sobre oscuros trazos tornasolados. ¿Qué hay ahí que haga expresar una sensación personal tan diferente? Es ahora el mensaje sutil de un personaje sagrado que, dormido serenamente, destacará sobre los demás. Esto no tiene sentido en una representación naturalista. Pero en una representación que no lo es tiene un especial sentido alegórico: nada agresivo y exterior puede existir que trastorne o altere el motivo fundamental de una existencia interior confiada y serena. Pero aquí, entonces, ¿cuál es el motivo alegórico? Nuestra propia decisión personal. Para el ser humano la representación de la vida, de la vulgar vida que vive y no otra cosa, es una alegoría de lo que veremos en este cuadro renacentista. Porque se encuadra el paisaje en un entorno despiadado que, aunque los efectos producidos en los otros -y en nosotros- socaven duramente el ánimo de la existencia, no se corresponderá ahora, sin embargo, con ninguna sensación inquietante para el personaje principal de la representación artística. La tempestad desoladora no estará manifestada o expresada, sin embargo, sino entre los trazos retorcidos de un paisaje aún mayor... 

Artísticamente, la obra es maravillosa porque dispone de un fuerte contraste plástico en su textura, expresado con los colores destacados de las vestimentas de los personajes o con el bello paisaje gris-azul-verdoso de un entorno marítimo desolador. En la abigarrada barca los apóstoles temerosos buscan ahora para salvarse la inexistente fuerza nuclear de lo sagrado. Es inexistente porque la buscan ahora fuera de ellos mismos. Para subrayar este efecto el pintor, como en la parábola, duerme ahora al personaje fundamental de la obra. No está ahí manifestada la fuerza nuclear de lo sagrado aunque lo esté. Sólo estarán ellos, los seres que buscan ahora consuelo entre sus gestos inútiles y desasosegados. El pintor fue un especialista en crear grandes paisajes motivadores. Por eso mismo no deja de ser un paisaje estimulante... aun representando una fiera tormenta pavorosa. Pero solo la representará el pintor levemente porque la belleza interior de la obra es ahora superior a cualquier otro fenómeno estético en la obra, o mejor, es su propio reflejo. Ni siquiera en la oscuridad... Brilla ahora incluso una ciudad al fondo sobre las laderas hermosas y blanquecinas de una cordillera montañosa. Hasta las otras embarcaciones parecen disfrutar con su rumbo entre la tempestad primorosa; como las aves, como los peces o como las suaves olas ahora tiernamente encrespadas sobre la orilla del fondo. Parece una sublime contradicción todo eso: parte invitará a quedarse y parte obligará a huir... Es como el pintado cielo poderoso de la obra: formas nubosas oscurecidas que ocultan ahora, sin embargo, un tenue y ardiente sol que resistirá, sin embargo, la prueba poderosa de una brava existencia incomprensible. Esta misma luz poderosa que hará brillar también la ciudad blanquecina maravillosa del fondo.

Porque estará aquí representada la sensación de la fuerza poderosa del ser ante los desafíos retadores de sí mismo. Como en la obra renacentista, el ser humano es perseguido a veces por dos sensaciones diferentes... Porque existen dos sensaciones en la vida humana como existen dos impresiones en esta iconografía: una lo es de cierto y la otra solo una obtusa, vaga o tenebrosa sensación demoledora. Por un lado estará la impresión pavorosa que el pintor representará con el movimiento; por otro la impresión segura, que el pintor expresará con la quietud. El movimiento está en la vela arremolinada de la barca, en las nubes ensombrecidas de parte de un cielo fugaz y negativo, en los brazos tensos de los apóstoles atemorizados o en las olas alternadas con colores diferentes. La quietud, a cambio, está en la firmeza de las rocas kársticas del paisaje primoroso, en las siluetas de los edificios arraigados del fondo, en la atmósfera acogedora de un paisaje esplendoroso, en la luz atravesada de un sol insobornable o en la serena ensoñación de un sueño poderoso. Es esta la representación de una obra universal que consigue ahora belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido reflexivo. Nos ofrece ahora, entre la emoción de sus colores y sus formas, una reflexión profunda para los seres humanos contingentes: que las sensaciones de temor y de sorpresa solo estarán motivadas por nosotros mismos, que no se pueden hallar fuera de uno mismo ni su causa ni su fuerza. Que el ser humano es el único creador del paisaje de sus sentimientos... Como Jan Brueghel lo fuera con su maravilloso, armonioso y colorido paisaje sobre bronce.

(Óleo sobre bronce Cristo en la tempestad del mar de Galilea, 1596, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)