11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)