Cuenta la mitología griega que Quirón fue un centauro -mitad hombre, mitad caballo- que, a diferencia de sus hermanos más salvajes, poseía una sabiduría que le permitía curar, aconsejar, enseñar y consolar a los demás. Para ser el monstruo que su madre rechazase había conseguido, sin embargo, una excelencia impropia de sus orígenes brutales e incultos. Quirón llegaría a ser médico, músico, filósofo y acabaría llegando a dominar el arte de la guerra y la caza. De ese modo crecería su fama y terminaría siendo maestro y preceptor de muchos héroes de la mitología. Aquiles fue uno de ellos, pero también Orfeo, Jasón, Ulises o Teseo disfrutaron de sus sabias enseñanzas. Pero el centauro Quirón, como hijo del todopoderoso dios primigenio Cronos, era un ser inmortal. Así que sus enseñanzas debían ser además una inevitable y bella forma de justificar toda esa sabiduría acumulada de siglos, todo un conocimiento que, sin parar, crecería y crecería con los años. Debía Quirón, por tanto, necesitar transmitir con toda esa sabiduría la insoportable conciencia de la vida permanente. Pero resultó que, una vez, cuando uno de sus famosos alumnos, el poderoso Heracles, sin querer -accidentalmente-, le hiriese con la punta de una flecha envenenada comprendió Quirón entonces el verdadero valor del sufrimiento. Ese veneno contenía la sangre emponzoñada de la Hidra y, por ello, sin antídoto y fatal. La Hidra era una terrible serpiente vil y asesina de muchas cabezas a la que Heracles mataría en uno de sus encomendados y difíciles trabajos para liberarse.
La herida de Quirón fue nefasta y letal, pero, como no podía morirse -era inmortal-, padecería así el más duro e infinito de los tormentos. Ni siquiera su sabiduría le pudo ayudar, ni pudo curarse ni pudo calmarse, ni pudo esperar nada de la vida ni del mundo. Su dolor era permanente, imposible de padecer a un mortal, ya que éste, al morir, habría sucumbido también a su propio dolor, habría acabado el sufrimiento al acabar su vida para siempre. No pudo más el centauro Quirón que tratar de sublimar su propia sabiduría para resolverlo. Comprendió que la única forma de superar ese sufrimiento era dejando de ser inmortal. La poderosa venganza del dios Zeus cuando Prometeo robó y entregó el fuego a los hombres fue despiadada y brutal. A parte de castigar a la humanidad con los males de Pandora, ordenaría al dios Hefesto que encadenara a Prometeo en uno de los más altos riscos de la cordillera del Cáucaso. Allí enviaría Zeus todos los días un águila para que devorase, poco a poco, las entrañas del atrevido titán. El destino de Prometeo estaba designado y su muerte era cuestión de tiempo. Entonces Zeus echaría una maldición al titán amigo de los hombres: Su tortura duraría hasta que alguien consintiera sufrir en su lugar, padecer como él pero de una forma libre y voluntaria. Heracles avisaría a Quirón de esta decisión de Zeus. El sabio centauro lo vio claro entonces, se cambiaría decidido por Prometeo cediéndole su propia y sensible inmortalidad. De ese modo Quirón pudo escapar a su eterno sufrimiento. Dio un último suspiro y descansó. A cambio los dioses premiaron al centauro desdichado situándolo, luminoso, entre una de las constelaciones más brillantes del universo, la que lleva su nombre. También así, curiosamente, gracias a su decidida generosidad, conseguiría el centauro Quirón permanecer de nuevo, para siempre, del todo inmortal, brillante y poderoso.
(Óleo del pintor irlandés James Barry, 1741-1806, La educación de Aquiles por Quirón, 1772; Fotografía de las estrellas Omega Centauri, de la constelación Centauro, Observatorio Sur Europeo, 2008; Cuadro del pintor barroco holandés, Dirck van Baburen, 1595-1624, Vulcano encadenando a Prometeo, 1623; Óleo del pintor alemán Christian Griepenkerl, 1839-1912, Prometeo, siglo XIX.)
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