30 de mayo de 2020

La eterna pugna entre dos de las emociones más inevitables del ser humano y su mundo.



¿Cómo evitar la lucha entre la parte irracional, pasional o más visceral de los seres humanos y su parte racional, sosegada e inteligente? Disponemos de las dos cosas en la misma medida casi. Para caer en la irracional no se precisa mucho a pesar de lo inteligentes, racionales o sensatos que seamos. ¿Qué cosa entonces lo procura? Nuestra materialidad física, lo que tenemos de modo tangible y hemos heredado genética y biológicamente. ¿Podemos entendernos sin un mínimo de racionalidad? Es imposible. Si no existe racionalidad, si no existe capacidad de entendimiento, de distinción de las cosas, de separar aquellas cosas que son beneficiosas de las que no, es muy complicado. Pero, claro, ¿beneficiosas, para quién? Ahí está la cuestión. El beneficio, ¿qué es realmente? Su definición va ligada siempre a un objetivo. Si todos cuidamos de nuestro propio beneficio, ¿conseguiremos una sociedad mejor? En principio, sí. El problema es saber qué es el propio beneficio. Por ejemplo, cuando un ser humano se deja llevar por una pasión visceral ante una situación de angustia o ansiedad extrema no conseguirá nunca alcanzar a descubrir ningún beneficio, ni suyo ni de los demás. ¿Qué nos lleva a la irracionalidad desde una supuesta racionalidad? Pues el enfrentamiento ante lo que sea auspiciado desde la emoción del falso beneficio. Los sabios filósofos griegos procuraron enseñar los auténticos beneficios. Distinguirlos entonces es una forma de sabiduría providencial. Cuando un ser humano se aprovecha de otro para obtener un beneficio (que por definición es la consecuencia de alejarse o sustraerse de un maleficio, y que un maleficio es también lo que queda si resto la parte de beneficio que corresponde al otro), ¿de dónde obtiene ese beneficio si no es en parte del otro? Hay que comprender que el beneficio es como la energía, no se destruye ni se crea, se utiliza, se dispone, se almacena o se pierde. Por eso cierto beneficio que obtengo es parte de lo que le quito a otro, aunque este otro no lo disponga tampoco. El beneficio es algo virtual además de real. Yo puedo robar un cuadro de gran valor a otro, estoy desalojando un beneficio de otro y me lo estoy incorporando a mí. Pero también puedo robarlo a un museo, entonces estoy desalojando ese beneficio de todos no de uno solo. Pero, también puedo invertir para construir viviendas o residencias, obtener un beneficio y repercutir además así un beneficio a la comunidad. 

Si la irracionalidad es transmitida por lo material que disponemos de nuestra herencia biológica primitiva, algo que es exclusivamente físico, ¿de dónde proviene entonces la racionalidad? También, al parecer, de componentes físicos, de elementos que, agrupados en un cerebro físico o material, consiguen elaborar luego pensamientos y conceptos. ¿Eso sólo? Pero si el pensamiento es algo transmisible en palabras inventadas por el acervo cultural de siglos de historia, ¿qué consiguen aquellos verdaderamente transmitir, meros impulsos o un resultado aún mayor? Y, sobre todo, ¿de dónde proviene el sentido del beneficio final, no ya solo los pensamientos que se puedan suponer? Hay una inmaterialidad resultante de siglos de evolución en el mundo del ser humano, aunque ésta solo sea del pensamiento transmisible, del hecho intelectual y no físico de querer enlazar una idea con otra y poder comprender así toda aquella aritmética del beneficio...  Por supuesto la evolución del pensamiento ha sido la causa de poder disponer de actitudes intelectuales donde ubicar el sentido racional del mundo. ¿Qué lo ha llevado finalmente a ser lo que hoy disponemos como civilización inteligente? Las victorias de la civilización europea a lo largo de la historia han sido las que más han influido. Con sus errores o con sus aciertos. Pero así ha sido, nos guste o no. Luego están las civilizaciones asiáticas, China y Japón fundamentalmente. Pero ya está. El resto se adecúa a la norma heredada de sus colonizadores. Otra cosa es la cultura, que son las costumbres locales, pero no la norma general. Sin la norma general es imposible el comercio, el intercambio económico y la prosperidad material. Porque la prosperidad intelectual o espiritual es otra cosa. La racionalidad no es exactamente intelectualidad ni espiritualidad. Con la racionalidad conseguimos paz, economía y sosiego, pero no felicidad. En esto se equivocaron algunos ilustrados del siglo XVIII, cuando pensaron que el beneficio solo eran cosas físicas a conseguir. Pero es que lo contrario, la espiritualidad inteligente, había sido ya malinterpretada y mal usada por todas las religiones interesadas del orbe desde el principio de los tiempos. Cuando los filósofos idealistas de Europa quisieron sustituir la actitud religiosa por un pensamiento inteligente ya fue demasiado tarde. Ganaría la materialidad, entre otras cosas porque el beneficio nunca fue comprendido muy bien y se utilizaría además como un arma de enfrentamiento. 

Cuando el pintor español Rafael Tegeo Díaz (1798-1856) quisiera hacerse un nombre en el difícil olimpo de las Artes, compuso en el año 1835 su obra Batalla de lápitas y centauros. Pero no sirvió de nada. Nadie entendió aquella escena de lucha antigua tan clásica en un ambiente por entonces tan romántico. Ese fue su conflicto, enfrentar el Neoclasicismo, que el pintor tanto homenajeaba, con el Romanticismo apasionado, que el mundo tanto propiciaba. ¿Es que el Clasicismo representaba la racionalidad y el Romanticismo la pasión desbordada? Probablemente no lo hizo con esa intención, pero pienso que fue afortunado realizar una obra así entonces para hacer pensar sobre la estupidez de enfrentar una tendencia con otra. ¿Había un beneficio en enfrentar el Neoclasicismo con el Romanticismo? Para el pintor no, todo lo contrario. Tegeo fue un ecléctico que supo manejar siempre ambas tendencias artísticas. Pero el motivo de la leyenda mitológica nos sirve ahora para volver al tema. Si la desmedida actitud pasional provenía de nuestra herencia material, visceral o animal de nuestro primitivo pasado, ¿de dónde proviene entonces lo contrario, la racionalidad? Cuando algún pensamiento surgido de esa materialidad primitiva llevase a preguntarse por el beneficio o el maleficio de las cosas, comenzaría a querer transmitir a otros el sentido especulativo de esa reflexión. Entonces, luego de contrastarla otros seres, de revisarla o utilizarla después para alcanzar un avance, comprendería cualquier mente inteligente que una idea inferida por aquel pensamiento llevaba la esencia de un hecho menos material que de donde ese pensamiento provenía. Con la idea del sentido de lo que no es solo materia sino pensamiento elaborado por siglos de reflexión inmaterial, llegaremos al convencimiento de que el avance desde la irracionalidad a la racionalidad es la única morada ante el sufrimiento. Y éste, el sufrimiento, no es sino la sustracción del beneficio de otro ser por el mío propio. Para seguir disponiendo de mi beneficio dejaré que mis pasiones desatadas consigan vencer al otro. Aunque si el otro quiere ahora lo justo, no el maleficio originado por su opuesto, luchará también por defenderlo. Así sucedió en la mitología con aquel enfrentamiento entre los lápitas y los centauros. 

Los centauros representaban la parte irracional, egoísta, maliciosa y pérfida de los humanos, la parte primitiva material que no evolucionó inmaterialmente. Porque la que lo hizo fue la parte racional (pero no solo ya racional sino luego con más cosas inteligentes) que sólo se obtiene desde la reflexión heredada o adquirida por el pensamiento transmisible. El Arte es un medio de transmisión en sentido figurado. Puede hacernos pensar en lo que vemos, pero no siempre llega a hacernos enfrentar con el dilema que su imagen representa. En este caso es el sentido de beneficio-maleficio. ¿Quien obtiene un beneficio provoca un maleficio siempre? Esta es la cuestión. Para los lápitas, pueblo inteligente que avanzaría sosegado por la senda de la civilización, el mundo sólo podía justificarse desde la racionalidad de obtener un beneficio sin mediar un maleficio como resultado. Para los centauros, a cambio, el beneficio era en sentido único y el maleficio resultante un desecho que para nada cuestionaba su satisfacción o beneficio. ¿Habían los centauros tenido antes algún gesto de beneficio mutuo con el mundo que formaban con los lápitas? Sí, por eso fueron invitados a la boda de un lápita. Éstos no tuvieron el prejuicio de juzgarlos antes. Los invitaron y dejaron que estuvieran con ellos sin problema. Fue luego cuando ebrios por su condición tan dejada ante la pasión desbordada de su irracionalidad visceral trataron de forzar a las mujeres de los lápitas y se enfrentaron en una violencia feroz. La condición material primitiva alejada de aquella transmisión del pensamiento reflexivo había conseguido vencer a los centauros ante la condición de un dilema terrible. ¿Qué dilema era ese? Pues cómo conseguir un beneficio sin ocasionar un maleficio al otro. Cuando vieron los centauros las hermosas mujeres de los lápitas se dejaron llevar solo por su beneficio. El beneficio o el maleficio va ligado a la condición material primitiva e irracional de los humanos. Esa condición que hay que vencer, pero que es imposible hacerlo si se desprecia aquel pensamiento transmisible que la evolución reflexiva llevara urdida en el bagaje de una civilización. A veces lo social se confunde con lo civilizado. Lo civilizado es la obtención fundamental de organización de cualquier historia humana. Lo social es una característica humana, una cualidad más de los seres humanos, no la única. El beneficio debe ser para todos, no solo para unos. Por eso la civilización garantiza mejor que nada ese beneficio. Las cualidades diversas pueden derivar en parcialidades, en grupos sociales, en intereses, en sectas. En el mito de ese enfrentamiento vemos un hecho curioso además: los centauros podían haber tenido alguna disensión entre ellos, alguno de ellos podría haber resistido a esa afrenta tan infame. Pero, no. Todos actuaron juntos desbordando así una condición violenta. Por eso la racionalidad equilibrada debe ser protegida por todos y para todos, debe haber consenso en esto, ya que de lo contrario es siempre el enfrentamiento la realidad. Conseguir aplacar la parte visceral del ser humano y fomentar la racional es una cosa que solo es posible realizar con éxito si seguimos la senda equilibrada de aquellos sabios pensamientos que ya fueron transmisibles y que de su sensación inmaterial pudieran, en su evolución inteligente y exclusiva, servir así a todos los hombres y mujeres del mundo. 

(Óleo neoclásico Batalla de lápitas y centauros, 1835, del pintor español Rafael Tegeo Díaz, Museo del Prado, Madrid.)

24 de mayo de 2020

Cuando la belleza está en la manera en que los planos se relacionan, en que la visión se rompe con belleza.



En el Renacimiento ningún pintor se hubiera atrevido a romper la visión sagrada de una imagen clásica de belleza. Porque cuando la imagen está fraccionada por una perspectiva forzada no es tan amable a los ojos de los que la vean, sorprendidos. Y así es como serán vistas desde un lugar muy cercano al observador, donde la composición tiende a confundir dimensiones, escenas y formas. Porque los pintores siempre se situaron precisos en el espacio virtual estético para poder componer sus obras de belleza.  Así se vería bien la belleza de las formas, y su conjunto armonioso podía sortear los ángulos difíciles o las aristas que pudieran entorpecer la visión de una escena grandiosa. Pero, cuando el Renacimiento trató de dominar la perspectiva de las cosas su evolución llegaría a buscar todos los recursos estéticos para sorprender transformando una visión difícil en una armoniosa. ¿Sucederá lo mismo también con las ideas humanas? ¿Sucederá lo mismo con la expresión emocional o intelectual de los seres humanos que, confundidos o ignorantes, no consigan transmitir claramente sus deseos, opiniones o conceptos en un alarde ya por entenderse? Porque en el Arte, finalmente, los pintores lo consiguieron hacer. Pero, y en la vida, ¿se conseguirá? ¿Tal vez con el amor, es decir, con esa manera armoniosa de querer entenderse o relacionarse? ¿Es el amor en la vida el símil de la belleza en el Arte? 

Habría que definir amor y belleza... Porque ni en la vida ni en el Arte sabemos muy bien qué significan ambos conceptos. En el Arte la belleza no es tan simple de definir. No se trata solo de la admiración de formas armoniosas según costumbres atávicas en los gustos naturales de lo físico. La belleza es también en el Arte la adecuación de las formas y medidas de las cosas conforme a un espacio artístico delimitado. Aquí interviene la proporción geométrica, el equilibrio especular de las formas y la armonía de los espacios divididos o fragmentados. También es la sorpresa de las formas ante la posibilidad de que algo pueda verse ahora así, tan irreal en el universo físico de las cosas de este mundo. Entonces el juicio natural de los ojos se subordina al equilibrio informal de un sutil contraste armonioso. Cuando Tintoretto quiso destacar la belleza ofuscada de Helena en una de sus obras, la compuso tendida horizontalmente en el aire en un gesto ahora naturalmente imposible. ¿Imposible? Lo que no se aviene a la concepción de lo más frecuente no significa que no sea posible. Los gestos y las posturas disponen de intersticios donde las formas adquieren a veces instantes de visión increíble. Increíble no significa imposible. Si no creemos algo es porque no lo vemos siempre o frecuentemente, lo que no significa que no exista o que no pueda existir. Los pintores atrevidos y geniales (no es fácil crear belleza así) tratan a veces de componer escenas con formas infrecuentes en unos momentos distintos. Pero, para ser geniales, deben hacerlo además con belleza...  Con belleza artística no física. ¿Y, en la vida, sucederá con el amor lo mismo que con la belleza en el Arte? ¿Existen momentos de armonía relacional o amorosa que no correspondan a lo tradicional, a lo habitual, a lo que no tenga que ver con lo más frecuente en los amantes? ¿Será entonces que el amor debe tener otra cualidad oculta aparte de la expresada formalmente?

En la obra El rapto de Helena de Tintoretto las formas están ahora fraccionadas por su difícil perspectiva frente a la belleza tradicional de las formas. Forzada la perspectiva, el pintor solo puede ahora armonizarla con un equilibrio desestructurado de las formas. Ahora estamos viendo la escena principal justo al mismo lado de ella, algo que distorsiona e impide ver la totalidad de la escena.  El pintor impide verlo todo conforme para plasmar la escena más violenta justo en el espacio más cercano al observador. Podía haber pintado a Helena y a su sufrimiento sola, pero entonces no habría contraste original de forzada belleza artística. Sólo sería la belleza de ella la reconocida... Cuando la belleza está recreada entre cosas no armoniosas hay que  compensar el efecto desastroso... Entonces solo persiste la belleza mientras se consiga algo que ahora sorprenda, que distraiga de aquellas formas no armoniosas. En este caso la imagen inesperada de una Helena horizontal. Ella además se encuentra al pairo de una lucha imperiosa. No conseguiremos distinguir las formas que la rodean, solo vemos la intención sobrevenida de unas formas violentas. En la obra de Tintoretto la belleza está sostenida por formas imprecisas: geométricas, espaciales, asimétricas. En Helena su belleza está ahora sustentada tan solo por la inercia. No hay un sostén que valga para ella. La composición de la obra no persigue un equilibrio veraz, sólo el que buscará plasmar un instante ideal entre momentos alejados de belleza. Se consigue, no obstante, con el contraste ahora entre la acción y la parálisis.  Existe en esos raros instantes de una escena dinámica con ocasión de armonizar la quietud y el movimiento. Algo imposible de hacer creíble con un escena de acción violenta. Ese contraste extraño ejerce en la belleza de la obra una sorpresa extraordinaria. Es como el contrapunto de un silencio entre un discurso poderoso. Es como el contraste también de un gesto de amor inesperado entre formas culturales tradicionales o socialmente respetuosas. 

¿Qué hay de verdad en una belleza fraccionada o en una emoción sorprendente?  El amor y la belleza se encuentran a veces desubicados entre raras muestras diferentes. Lo que obligará, si queremos expresarlos claramente, a que ese amor y esa belleza sean ahora auténticos... Los pintores geniales lo consiguen con una belleza extraña en sus composiciones sorprendentes, como en este caso de Tintoretto. ¿Y en los seres humanos, cómo se conseguirán en sus relaciones amorosas? Aquí la sabiduría es, tal vez, tan necesaria como imprecisa, porque hay que disponer de una emoción muy sincera y ésta debe ser bien expresada en sus formas. En el Arte lo llegaremos finalmente a comprender. Y, en la vida, ¿cómo y con qué cosas lo veremos? La expresión emotiva para comunicar sentimientos es una rara aptitud que, como en los artistas, supone la posibilidad de llegar a transmitir o no la verdad en el escenario insensible de las cosas. Entonces habrá que relacionar las cosas con la sensibilidad mínima para no dejar que lo insensible acabe evitando la emoción o el sentimiento. Como con el Arte, que buscará trasmitir lo fundamental a pesar de estar alojado a veces en el espacio desestructurado de lo visible. No todos los artistas lo consiguen con belleza. Para los demás, para los que las formas van acompañada siempre de expresiones armoniosas, nunca una alteración será una opción para poder llegar a plasmar belleza. Como en el amor...

(Óleo El rapto de Helena, 1579, del pintor manierista Tintoretto, Museo del Prado, Madrid.)