26 de junio de 2020

La premonición del Arte ayudará a comprender el sentido de la historia.



Parece no querer ser pintada, apenas puede contener la desgana de posar ante un pintor que trata ahora de conseguir plasmar la fuerza angustiosa de su mirada. No hay cuerpo, ni brazos, ni fondo... Plasencia no sabría muy bien cómo hacer entonces algo grandioso y a la vez moderno. Heredero de la tradición académica española, el pintor siente ahora, sin embargo, que la esencia de las cosas en el Arte es ya una cosa distinta. Había compuesto en Roma en el año 1877 una gran obra clásica con la que ganaría el reconocimiento de la Academia. Pero sabría el pintor que en el Arte habría que descubrir ahora su verdadera esencia en la emoción de los trazos más que en la proporción de las formas. Crearía en Asturias la primera colonia artística española de la modernidad en el año 1884. Entonces algunos pintores españoles entienden que hay que pintar en el exterior ante los paisajes naturales para alcanzar a dominar el color real de la luz de la vida. Serán los plenairistas españoles. Pero duraría muy poco aquella colonia. Como la vida del pintor. Un año antes de morir acabaría Casto Plasencia y Maestro (1846-1890) su obra modernista La joven del pañuelo rojo. Era solo ocho años después de haber nacido Picasso. Sin embargo la historia, la vida y el Arte debían proseguir su camino. ¿Hay una mirada de Arte desdeñosa más conseguida que la que Plasencia hizo en el año 1889? No la distinguimos bien siquiera, no sabemos nada de ella tampoco. ¿Era gitana, armenia, asturiana o morisca? Tan sólo sabemos que el pintor la eternizaría entre las sombras geniales de su modernidad apenas emprendida. Qué destino más cruel el de estos genios malogrados. Fueron además de malogrados por la enfermedad malogrados por la historia. Nació el pintor cuando el Arte no se ubicaba bien entre el Academicismo, el Realismo y el Romanticismo. También cuando la fotografía empezaba a hacer temblar la hegemonía del Arte. Pero murió cuando el mundo del Arte se transformaba entre el Impresionismo triunfador y su heredero modernista más avanzado.

La modelo no quiere ser terminada... ¿Será eso tal vez mejor? Es como el Arte, que empezaría a balbucear por entonces dejando sin terminar las cosas que antes se perfilaban grandiosas, fastuosas o vanidosas. El mundo en aquellos días que el pintor trataba de componer los ojos de su joven modelo empezaba a cambiar lentamente. No es solo que el Arte habría empezado a cambiar sino que la historia del mundo estaba a punto de cambiar para siempre. ¿Sería ese el motivo misterioso del gesto ofuscado y distante de la joven del pañuelo rojo? ¿No es como si supiera ella (o el pintor) que el mundo no es más que un vano alarde de incongruencias insensibles? ¿Que no merece sonreír, ni siquiera permitirse un mero gesto de aprobación o agradecimiento por ser parte de él? ¿Era ese el sentido tan oscurecido del retrato pretensioso? Pero, no, no podría el pintor oscurecer así del todo su obra. El pañuelo rojo debía ser ahora mucho más que solo un motivo representativo de la misma. Era también el sentido llamativo de una pasión inconclusa. Porque debía haber pasión, aunque ésta no serviría ya para otra cosa que para percibirla apenas sin sentido. ¿Dónde está aquí la belleza? ¿En los colores independientes, en la mirada torcida, en la improvisación aparente? Debía estar en la emoción, pero, ¿dónde está la emoción cuando ésta se ha agotado o no se encuentra ahora más que entre las sombras? ¿Será el nihilismo de Nietzsche? ¿Será la perdición de un mundo que aún no tendría una excusa poderosa para detenerse y transformar su historia? No, habría aún de sufrirla. ¿Cuántos años necesitaría el mundo para darse cuenta de esa necesidad? El pintor español apenas un año, el tiempo que le quedaría de vida. Su obra de Arte una eternidad, el tiempo que tendría para ser vista.

La joven modelo retratada no siente ahora nada. Pero está tensa, sin embargo. Le dará igual ser pintada, terminada o vendida. Es como el mundo, que no hace más que posar indiferente ante una historia que lo retrata impasible. ¿Cómo saber qué es la vida si ésta no se deja definir bien en lo que expresa? Hace ciento treinta años el mundo empezaría ya el rumbo tan perdido que hoy detenta y padece. ¿Lo sospecharía ya por entonces el pintor? ¿O fue mejor la modelo, que se dejaría pintar así, desolada en su mirada? El Arte tiene eso, que es premonitorio a su pesar, o sin querer, o sin saberlo. Nada de lo que se pudiese decir entonces serviría. Nada de lo que se pueda decir ahora tampoco. Sólo podemos ver la obra y pensar, ¿por qué está tan seria la modelo del retrato? El Romanticismo ya había pasado, el Realismo también. Entonces, a finales del siglo XIX, el Arte era neutro casi. ¿Decadentismo? Sí, eso. Una decadencia. No hallarse, no encontrarse, ni ubicarse. ¿Suena eso un poco ahora, ciento treinta años después? El Arte no puede contestar ni resolverlo, solo lo expresa con desdén. Solo podemos mirar en la obra de Arte la belleza contrastada del rojo frente al negro, del azul ahora entre los blancos, o del rostro entumecido por el misterio de una mirada perdida. ¿No hay vida ahí? No, solo Arte. El mismo Arte que el pintor español quiso plasmar entre las brumas ensombrecidas de un mundo por venir. Pero él, sin embargo, no lo vería. Al año siguiente moría Casto Plasencia en Madrid. ¿Y la modelo, seguiría así, tan entristecida o nihilista como el pintor la crease? Hoy la veremos exactamente igual que entonces. El Arte ayuda a mantener una sensación de algo que apenas se presiente. Veremos la belleza malograda de un Arte decadente, veremos también la sutileza modernista de un Arte diferente. Pero, ¿veremos la realidad oculta entre la mirada dolida de un mundo entonces por hacerse?

(Óleo La joven del pañuelo rojo, 1889, del pintor español Casto Plasencia y Maestro, Museo del Prado, Madrid.)

19 de junio de 2020

El designio determinante de los dioses subyace bajo las ansias de libertad de los hombres.



El mito griego fue la epopeya vital de la relación poética entre los humanos y los dioses. Fue una excusa creativa, social, literaria y existencial extraordinaria. ¿Cómo justificar por entonces si no el vaivén azaroso de un mundo racionalmente tan incomprensible? Las causas últimas de las cosas fueron asignadas a unos seres divinos que, caprichosos, alteraban sin justificación la vida sin sentido de los hombres. Sin sentido porque nada de lo que sucede lo tiene, a menos que justifiquemos todo lo que sucede sin desmerecer nada, ni lo malo ni lo bueno ni lo peor. Para aquel pueblo mediterráneo, que no hacía otra cosa que preguntarse cosas, la vida era mejor comprendida si había algo superior a ellos que dominara las formas en que el azar condicionaba el destino de los humanos.  El pintor barroco más clásico, misterioso, mítico y sugerente lo fue el francés Nicolas Poussin. Para él, el mundo debía corresponderse a formas donde la belleza se equilibrase con un mensaje misterioso. Como conocedor de la cultura helénica y del mito, Poussin expresaría siempre en sus obras el sentido más incognoscible que el mundo encerrase en sus formas. La belleza era parte del misterio. El Arte habría venido a satisfacer esa incógnita tan arrebatadora. ¿Hay algo mejor que contestar al misterio de la vida con las formas sagradas del Arte más clásico? Durante el año 1639 el pintor francés acabaría en Roma su pintura La caza de Meleagro. ¿Quién era Meleagro? Conocemos a Ulises, a Aquiles, a Hércules, a Edipo..., pero, ¿a Meleagro? ¿Había sido alguien importante que tuviera una vida excelsa o alguna épica y heroica aventura vital que llevase a consagrar su nombre en las perfiladas y eternas piedras de la memoria? Nada de esas cosas insignes que los héroes hacen para resaltar su vida ante el mundo tuvo Meleagro. 

Entonces, ¿por qué fue motivo para que un gran pintor quisiera resaltar su nombre con el Arte? Por la participación en una cacería que fue decisiva para el orden de un pueblo griego en los inicios de su historia mítica. Antes de que Troya o cualquier otra hazaña griega épica se librase y contase entre los poetas había existido Meleagro. Fue el joven hijo de un rey de Calidón, una ciudad griega situada cerca de Corinto. Su padre, Eneo, reinaba en Calidón con la sabiduría y la moderación propia de un griego prudente. Con su esposa Altea tuvo tres hijos y dos hijas. Uno de ellos fue Meleagro, hábil cazador y fiel devoto de los dioses. Había nacido con el don de la fortuna y nada le podría suceder malo o hiriente. Así se lo habían dicho las diosas del destino, las Moiras, a su madre cuando nació. Sin embargo, le advirtieron a Altea que la vida de Meleagro estaba ligada a un tizón de leña ardiendo. Y que si éste se apagara antes de su tiempo moriría sin remisión. Se cuidaría su madre así de que siempre estuviese ardiendo. Pero, algo sucedió entonces en Calidón. Los reyes debían honrar a todos los dioses al menos una vez al año. Un año Eneo honró a todos pero se olvidó de Artemisa. Ahora el mito se relacionaba con el azar y la pasión, con el profundo misterio de las causas que acechan la vida de los humanos. Un error y una ofensa, una eventualidad involuntaria y una consecuencia inevitable...  Artemisa, enojada, enviaría a Calidón un feroz monstruo asesino en forma de jabalí gigantesco. La muerte, el hambre y la destrucción asolaron el reino. Su rey entonces convocaría a todos aquellos que quisieran acudir para cazar al monstruo. Su propio hijo Meleagro se presentó, también otros reyes y una hábil cazadora, Atalanta, tan certera con su arco como devota de Artemisa, se decía incluso que había sido criada por ella. Y nadie pensaría entonces que toda aquella maldad había sido causada por la ofensa de esa diosa.

El pintor Poussin compuso una obra diferente a las que acostumbraba a hacer de leyendas. Ahora pintaría una multitud organizada con un fin común, cuando siempre había pintado antes seres agrupados y desordenados por la confusión o el misterio. Ahora era una acción decidida, cuando antes había sido una meditación o una sorpresa o una agonía o una placidez o una serena combinación de cosas imperfectas. Decididos los seres humanos se concentran y dirigen juntos hacia el lugar boscoso donde la fiera habitaría desalmada. Y es cuando el destino comienza a forzar las cosas para seguir cumpliendo su designio... Porque pronto abatirán la fiera y todo habría acabado. Ahora juntos los hombres serán imbatibles. Están seguros y confiados, organizados y capaces, con la inteligencia y la determinación que su voluntad les otorgue. Artemisa no era tan estúpida, no podía haber causado algo que no tuviera consecuencias en un sentido definitivo de su determinación. Ahora cumplirá su designio con la ayuda de los mismos seres que lo padecen. Atalanta fue la primera que hirió al jabalí y Meleagro terminaría por abatirlo. Pero como todos habían contribuido a su caza los enfrentamientos surgirían pronto por el trofeo. Meleagro, fascinado con Atalanta, se dejaría llevar por su pasión y entregaría el deseado trofeo a ella. Ofendidos ahora, los hermanos de su madre le criticaron el gesto parcial de él. La violencia llevaría a Meleagro a herir de muerte a sus tíos. Cuando su madre llegó a conocer el resultado de la hazaña, ofuscada por la muerte de sus hermanos, dejaría de cuidar aquel tizón vital hasta apagarse. Así, con la artimaña de las pasiones, de las ofensas, de las venganzas o de las azarosas relaciones enfrentadas, acabaría Artemisa completando su decidida venganza inapelable.

Pero el pintor no se conformaría sólo con componer una concentración de seres decididos para acudir a una caza. Tenía que confundirnos, del mismo modo que la determinación de los dioses nos confundirá. En la obra de Arte, ¿dónde está ahora Meleagro, quién es él? En el caso de Atalanta es fácil adivinarlo, sólo hay una mujer que acude a la cacería y es ella sin duda la que vemos fascinante. En su caballo blanco, con su casco y su arco en la mano la vemos decidida, hermosa y fascinante. Sin embargo de Meleagro, confundido entre tantos hombres, solo podemos ahora elucubrar cuál de todos los jinetes es él. Unos pueden decir que cabalga al lado de Atalanta: o el que está a su derecha o el que está a su izquierda, que incluso lleva los atributos de un guerrero noble. Otros que es el primer caballero centrado, en primer plano con su lanza. Y ya que la leyenda trataba de él, y así se titula la obra, ¿qué mejor opción que esta para saber quién es Meleagro? Pero, sin embargo, el pintor no identifica claramente al ser más atribulado por las trazas misteriosas de un destino inevitable. Al fondo de la obra vemos dos estatuas griegas de dos dioses: Artemisa, la diosa responsable, y Pan, el dios más irresponsable. En un caso es la diosa ofendida que determinaría las acciones de los hombres. En otro caso es el dios de las pasiones, que condiciona los deseos feroces y sensuales más inapelables. El destino no es más que la agrupación imprecisa de varias voluntades en liza. Hay decisiones divinas que proponen o condicionan, pero luego hay decisiones humanas que ocasionan las últimas voluntades de los dioses. El pintor sabría muy bien que la naturaleza humana y la naturaleza divina llevaban en sí las causas misteriosas que hacen que las cosas tengan un designio misterioso. Que este se justifique o se comprenda suponía la misma actuación incierta que la de encontrar ahora a su héroe en su obra.  

(Óleo barroco La caza de Meleagro, 1639, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo del Prado, Madrid.)