19 de diciembre de 2020

La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.


El Arte es una forma sutil de abstracción. ¿Pero, qué es la abstracción exactamente en el Arte? Es una manera de expresar las formas representadas para que éstas formen parte de una idea estética más amplia. Sin formas definidas naturales el Arte pierde consistencia mimética y real, lo que sucede con el estilo moderno denominado Abstracción. Pero, sin abstracción el Arte pierde el sentido universal de ser una expresión artística que simbolice, argumente y fortalezca la relación estética entre una representación física y su mensaje metafórico. Porque el Arte para ser artísticamente veraz debe sublimar su sentido iconográfico en modelos estéticos diferentes (escenas inconexas o desligadas) dentro de una única y misma representación artística. Es la manera en que el Arte compendia en un solo plano una narración heterogénea o aparentemente inconexa que una alegoría cualquiera, por ejemplo, pueda representar. Cuando el pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau nos regala las maravillosas instantáneas de historia que pinta con belleza, emoción y ternura, alcanzará a reflejar una forma de expresión grandiosa que, sin embargo, no conseguirá plasmar la profunda, misteriosa, trascendente o prodigiosa manera clásica alegórica de expresar el Arte. Para cuando los pintores barrocos quisieron rozar el firmamento de la creación artística más sublime, entendieron que el Arte debía cumplir con dos requisitos ineludibles: la composición más perfecta y la narrativa metafórica o simbólica más inapelable. Sin ambas cosas el Arte se pierde por otros modelos de expresión, respetables, elogiosos, admirables, pero sin la necesaria forma representativa alegórica que hará al Arte de la Pintura la forma de creatividad más conseguida que existe o haya existido. Porque la escultura o la arquitectura, por ejemplo, consiguen expresar cosas, muchas cosas a veces, pero, sin embargo, no conseguirán nunca llegar a compendiar en tan poco espacio físico, como lo hace la Pintura, la mayor grandiosidad expresiva y comunicativa que se pueda llegar a componer con belleza.

El Arte Barroco sería el que comenzaría verdaderamente a combinar los dos requisitos artísticos que harían del Arte pictórico una de las más maravillosas expresiones culturales del mundo. Y esos requisitos son la forma clásica, entendida ésta como la grecorromana, y el mensaje metafórico más sublime. Antes del Barroco, en el Renacimiento, se acentuaría más la forma que el contenido. Pero fue en el Barroco cuando el mensaje sublime sería alzado a niveles nunca antes conseguido con tanta brillantez, belleza y narrativa plástica. Los siglos y las escuelas artísticas pasarían primando una cosa más que otra. Hasta que llegara el último estilo que, auténticamente, se mantendría fiel a ese sagrado binomio estético. El Romanticismo fue el último estadio artístico que consiguiera reflejar el mundo con esos dos aspectos grandiosos del Arte. Con él el Arte alcanzaría los últimos momentos de belleza y mensaje que fueran todavía admirados por un mundo deseoso entonces de ver algo que le sobrecogiera, sorprendiera o emocionara ante una expresión tan abstracta a veces. Después del Romanticismo se siguió con el Realismo, luego el Impresionismo, etc..., pero el mundo no volvería ya a sentir lo mismo, imposible de conciliar la forma plástica con el sentido metafórico sublime de lo expresado. Cuando el pintor Delacroix fuera solicitado por el rey francés Luis Felipe para pintar un grandioso cuadro de historia, el romántico artista no dudaría en que su Arte debía ensalzar la forma clásica con los rasgos alegóricos más ilusorios que pudiera componer. La pintura de Delacroix sería presentada en el exigente Salón de París del año 1841, recibiendo muestras tanto de admiración como de críticas insensibles. Aducían algunos críticos que la obra tenía una extraña composición que la llenaba de confusión, de aburridos colores terrosos y de falta de perfiles definidos. Tan sólo el poeta Baudelaire la defendería escribiendo: posee una brava abstracción...

Dos siglos antes el barroco Charles Le Brun (1619-1690) había compuesto su obra Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia. Con esta pintura el pintor francés dejaría claro el sentido estético que el Arte universal debía tener para serlo. ¿Cómo podía un conquistador entrar triunfalmente y ser alabado a la vez por los mismos habitantes de la ciudad que acababa de tomar? El mensaje histórico fue que Babilonia y sus ciudadanos quedaron encantados de haber sido conquistados por el rey macedonio. Y así el humo reflejado en la obra no es el de los incendios ocasionados por el ejército griego, sino el producido por las llamas de los fuegos elogiosos en homenaje al conquistador. Apenas lo miran, sin embargo, cuando el gran Alejandro desfila orgulloso por las calles adornadas de Babilonia. El pintor barroco había sido contratado por el rey de Francia Luis XIV, y así el pintor entonces compuso al conquistador griego como al grandioso rey francés, divinizado por sus alardes también poderosos. El encuadre es conforme al sentido nada realista o poco realista de la pintura barroca; el contenido artístico es, del mismo modo, conforme a la metáfora simbólica y abstracta de su sentido único: expresar lo irreal desde presupuestos admirablemente formales. Eugene Delacroix, el mejor pintor que llevase el sentido metafórico a una obra romántica, decidió en su obra, a diferencia de Charles Le Brun, plasmar la clemencia que los habitantes de Constantinopla pidiesen entonces, abrumados, a sus crueles conquistadores venecianos. Estos no eran ni un pueblo ni una raza diferente a los conquistados bizantinos, como sí lo fueron los griegos de sus conquistados babilonios. Eran todos cristianos y europeos, los conquistados y los conquistadores, unos de oriente y otros de occidente. Sin embargo, los cruzados no tuvieron ni la piedad ni la clemencia que los griegos de Alejandro Magno mostraron con los babilonios. La obra de Delacroix muestra la terrible violencia y crueldad que unos oportunistas venecianos tuvieron entonces.  El pintor romántico expresaría con una sensibilidad estética extraordinaria la simbólica compasión que tuviese ahora con su mirada alegórica el caballo, esa misma que, sin embargo, su propio caballero no hubiese sido capaz de tener antes.

(Óleo romántico del pintor Eugène Delacroix, Entrada de los cruzados en Constantinopla, 1840, Museo del Louvre; Lienzo barroco Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, 1665, del pintor francés Charles Le Brun, Museo del Louvre; Cuadro abstracto del pintor ruso Vasili Kandinsky, Composición VII, 1913, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo realista del pintor español Augusto Ferrer-Dalmau, Por España y por el rey, Bernardo de Gálvez en la batalla de Pensacola, 2015, Colección Privada.)

6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga cuando ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)