10 de agosto de 2021

Ver el trasfondo de las cosas, algo necesario para conocer la verdad del mundo o la visión del Arte.

Uno de los filósofos más importantes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX lo fue el francés Henri Bergson (1859-1941). Concibió una teoría filosófica que no iniciaría él, propiamente, sino que habría sido intuida, vislumbrada o sospechada por otros pensadores a lo largo de la historia. En síntesis su teoría trata de la separación, del contraste o la diferencia entre la razón con la que observamos y comprendemos el mundo, por un lado, y lo que el propio mundo, verdaderamente, nos revela. La utilización de la razón es esquemática, es analítica, y tomará la realidad en pequeños trozos asequibles, en pequeños pedazos autónomos que, separadamente del mundo, trata el ser de aprehender con su sola inteligencia. Pero el mundo no está fragmentado, es un universo global, un continuo todo completo que rechaza, para ser entendido verazmente, toda escisión o parcialidad utilitaria. Esta filosofía le llevaría al pensador francés a entender que la inteligencia racional se comportaría como una foto fija, como una parte inmóvil y seccionada de la realidad dinámica total del mundo. Y entonces se podría pensar que sumando todos esos pequeños trozos de la realidad podríamos comprender, racionalmente, toda la realidad. Pero, sin embargo, esa realidad artificiosa es ficticia, no existe nada así en el universo. La realidad no es un collage de momentos separados e inspirados por una razón analítica. La verdad del mundo es una dinámica continua imposible de ser escindida para su comprensión real. La razón puede ser útil en la teoría de las cosas imprecisas, pero absolutamente ineficaz en el conocimiento práctico real del mundo. Bergson sugería que la visión auténtica del mundo debía ser un continuo vital no una parcialidad teórica y que, por tanto, la intuición debía ser más acertada que la razón para ponernos en contacto con la realidad del mundo. Y esto mismo es lo que pienso sobre la forma en la que habría que mirar una obra de Arte, algo que nos debería llevar a la verdad más profunda y completa de un cuadro.

Uno de los elementos que el Arte nos regala a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda el mundo con planteamientos materialistas o idealistas. Es decir, que da lo mismo que creamos en algo distinto a la naturaleza como origen de la vida y el mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir sólo por el hecho de que el mundo, alguna vez, desaparezca entre tinieblas. Y eso da trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por sus caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, son aquellas que sólo determinan rasgos artísticos exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa, o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, había tenido una infancia muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, esa zona báltica pertenecía a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor, primero con el fallecimiento de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esta eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo. 

El mismo año que Friedrich se casa con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecía, por primera vez, la perspectiva de un hombre mirando desde arriba el mundo a sus pies. La neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada ahora por la misma altura desde la que el individuo se sitúa. También los picos aterradores que, al fondo, le observan, presuntuosos, en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero ahora no hay aquí temor, ni limitación, para manifestar la sensación tan poderosa que un ser humano pueda disponer al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir esa posición que permita visionar el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero aquel que no nos fracciona la visión, que, a cambio, la afronta desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve más allá de nosotros mismos, de la realidad limitada que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de la vida. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegó a la conclusión de que su vida amorosa había sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del Ródano. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parece un gran lago en la noche iluminada, tan brillante además por uno de los cielos más estrellados que un oscurecer romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.

A diferencia del pintor romántico, el pintor postimpresionista nunca se casaría, ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal al final de su madura vida, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos un hombre solo frente al mundo, un ser humano que contempla poderoso y satisfecho la vida y sus representaciones misteriosas que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano no es acompañado en la pintura por ningún otro ser vivo que pudiera alterar, confundir o mediatizar alguna cosa que no sea su exclusiva perspectiva vital. Sin embargo Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos diferentes, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado. En su lienzo impresionista  van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, vemos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor. Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo iluminado de estrellas y la superficie, igual de iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante río como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida. 

Pero también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Gogh no compuso un ser humano solitario frente al universo fascinante. El pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia de Caspar David Friedrich, que pintó un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando por la orilla en la noche estrellada sobre el Ródano. Toda una inspiración intuitiva mucho mejor que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría un hombre solo frente al mundo. Contemporáneo del pintor holandés lo fue el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón!  Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.

(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París;  Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)

5 de junio de 2021

La gloria, el triunfo y la eternidad más reconocida frente a la historia, la creatividad primera o el sentido más injusto del mundo.



El siglo XVIII, un siglo racionalista y de triunfo intelectual, de pensamiento profundo, conciliador y trascendente, había sido, curiosamente, impregnado por una de las corrientes artísticas más frívolas, mundanas, refinadas o hedonistas de toda la historia, el Rococó.  Fue este un Arte al servicio del lujo, la frivolidad y la fiesta de la aristocracia y de la alta burguesía; al contrario de lo que sería el Arte barroco, que se dirigió más a la monarquía absoluta pero ilustrada. El estilo del Rococó estuvo caracterizado más por las fiestas y las novelas ligeras europeas, libres de preocupaciones, que por las gestas heroicas o los grandes relatos, mitológicos o religiosos, del periodo barroco anterior. El artista británico William Hogarth (1697-1764), grabador, ilustrador y pintor, definiría una teoría de la Belleza para esta tendencia del Arte. En su obra Análisis de la Belleza (1753) escribiría que la curva en S, presente casi siempre en el estilo Rococó, era el reconocimiento de la belleza y de la gracia presente en el Arte y en la Naturaleza. Pero a partir de la década de 1760 algunos pensadores, como el incisivo Voltaire, criticaron el Rococó despiadadamente, llevando su crítica hasta calificar ese estilo denostado con la más tajante superficialidad y decadencia en el Arte. En la década del año 1780 el Rococó en Francia dejaría de estar de moda para siempre, sobre todo gracias al triunfo del gran pintor francés Jacques-Louis David. Pero, poco antes de eso un pintor del sur de Francia, Jean-Francois Pierre Peyron (1744-1814), retrataría a Séneca en su lecho histórico de muerte de una forma nunca antes vista en la historia. 

En el año 1773 ganaría el muy prestigioso Premio de Roma con su pintura La muerte de Séneca (obra desaparecida hoy), donde competía por entonces con el gran pintor David. Un año después, sería elegido Peyron para decorar un hotel parisiense con un estilo declaradamente clásico, tan propio de aquella fervorosa pasión del maestro Poussin por la tradición grecorromana en el Arte, dejando Peyron el Rococó a un lado y llevando así la composición neoclásica a la mayor gloria del Arte. Ese premio le llevaría a pintar en Roma, a aprender de los grandes pintores italianos y a compendiar, además, todos los principios más clásicos del pintor del Barroco clasicista francés Nicolas Poussin. Pero cuando Peyron regresa a París y pinta ahora su nueva obra La muerte de Sócrates en el año 1787, descubriría, asombrado, que aquel pintor que él había desbancado solo catorce años antes, había conseguido ya alcanzar la más grande conquista que el Arte reservará solo a sus instrumentos más exitosos. David había ascendido y obtenido los laureles más admirativos de la Francia de entonces, eclipsando y marginando no sólo la obra sino la carrera artística para siempre de Peyron, relegando el nombre de este pintor y de su innovador clasicismo a un papel muy inferior en la historia del Arte, una de las historias más injustas y desconsideradas de todas las historias del mundo. Fueron las exhibiciones del Salón de París de los años 1785 y 1787 las que certificarían para siempre la defenestración de Peyron y el encumbramiento de David. Al fallecimiento del pintor Peyron, once años antes de la muerte de David, el mayor y más insigne pintor de Francia entonces pagaría, incluso, un homenaje al olvidado Peyron en su funeral, dejando claro así, en su alusión elegíaca, esta clarificadora frase: Y, sin embargo, fue él el que una vez abrió mis ojos...

Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 a.C. - 160 a.C.) fue un general y político romano perteneciente a una de las familias más aristocráticas, ricas e influyentes de Roma. Dos veces Cónsul, lucharía contra Macedonia, el gran reino griego originado por Alejandro Magno, en su segundo consulado, cuando Roma acabaría sojuzgando el último poder de lo que fuera la antigua y grandiosa Grecia. En Roma mantuvo una alianza estratégica y beneficiosa con los Cornelio Escipiones, famosos generales de Roma. En el año 191 a.C. fue procónsul en Hispania, dominando una sublevación de los belicosos turdetanos, aunque, un año después, fuera derrotado por los lusitanos perdiendo hasta seis mil hombres en una batalla. Aun así, se recuperaría venciendo al fiero enemigo hispano y dejando la Hispania Ulterior (el sur y oeste de España) pacificada por algún tiempo. Una de las inscripciones halladas en España de esa época romana describe un decreto de Lucio Emilio Paulo, uno en el que concedería la libertad a unos habitantes de Asta Regia, actual Jerez de la Frontera, que hasta entonces habían sido esclavos. En el año 169 a.C. libraba Roma la tercera guerra macedónica contra el rey Perseo, pero no se acababa de conseguir aún el triunfo definitivo por entonces. Hacía falta un general decidido y algunos nobles romanos le pidieron a Lucio Emilio Paulo que se presentase. Él se negó porque tenía ya sesenta años y no deseaba volver a guerrear tan lejos de su patria. Finalmente, aclamado, acabaría aceptando el cargo para luchar contra el rey macedónico Perseo. Un año después, en la primavera del año 168 a.C., Lucio Emilio Paulo derrotaría el ejército griego del rey Perseo. Este rey se rendiría y sería llevado ante el general romano Lucio, siendo tratado con una amabilidad y cortesía proverbiales. Luego saquearía Emilio Paulo el reino de Epiro, sospechoso de cooperar con Macedonia, enviando a Roma los tesoros tanto de este reino como los propios de Macedonia. Sin embargo, no regresaría a Roma aún, se quedaría en Macedonia como procónsul romano, tiempo que aprovecharía para visitar toda Grecia, reparar algunas injusticias y hacer varias donaciones incluso.

Regresaría definitivamente a Roma en el año 167 a.C., donde sería recibido con honores y aclamado por el pueblo romano. Lucio Emilio se casaría en dos ocasiones. De su primera esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En la antigua Roma las adopciones eran una forma jurídica familiar muy habitual en las clases nobles. Los hijos, aún pequeños, eran entregados a otra familia noble de la que pasaban a ser hijos legítimos para siempre, olvidándose así el vínculo familiar anterior. Fue el caso de los dos hijos varones de Lucio Emilio, el mayor fue adoptado por un hijo de Quinto Fabio Máximo, y el segundo hijo sería adoptado por un hijo del famoso general romano Escipión el Africano, y que llevaría el famoso nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Numancia y el general romano que arrasaría Cartago para siempre. Se divorciaría de su primera mujer Paulo, casándose luego con otra romana con la que tuvo dos hijos y una hija. Estos dos hijos varones murieron, sin embargo, en el año 167 a.C., uno con nueve años cinco días antes del magnífico triunfo que recibió su padre en Roma por sus éxitos en Macedonia, y el otro hijo de catorce años moriría tres días después de ese triunfo. Esta eventualidad suponía en Roma la extinción legal de la familia de Lucio Emilio Paulo. Moriría él mismo en el año 160 a.C. después de una larga enfermedad. Su fortuna era por entonces ya tan reducida (la de aquel gran conquistador de Macedonia) que apenas daría para pagar lo que quedaría de la dote de su segunda mujer.   En el año 1802 el pintor Peyron, derrotado artísticamente por el pintor David, pintaría entonces un cuadro en homenaje al cónsul romano Lucio Emilio Paulo. Fue todo un reconocimiento, mimético y empático, al que, como él, no sería cortejado por el tan azaroso, desconsiderado e injusto de los destinos históricos más misteriosos del mundo. 

(Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jean-Francois Pierre Peyron, Galería Nacional de Dinamarca; Óleo Emilio Paulus y el último rey de Macedonia, 1802, Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de Budapest; Óleo clásico El paria Belisario recibiendo hospitalidad de un campesino, 1779, del pintor Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia.)