12 de febrero de 2022

La violencia implícita o el Arte más incruento fue un rasgo muy característico del Neoclasicismo.

 


Desde que el cine contribuyese a sustituir el mundo artístico con sus creaciones primorosas, el siglo XX trataría de exponer las muestras de Arte ahora a través de imágenes en movimiento. Así, los inicios del cinematógrafo estuvo muy relacionado con el movimiento artístico del Expresionismo, pues coincidieron cronológicamente. Pero, pronto descubriría el cine la grandiosidad del Romanticismo, su extraordinario modo de llegar al público que esa tendencia había tenido un siglo atrás. Pero la historia del Arte, su cronología diacrónica en sus tendencias, no correspondería del mismo modo itinerante con el nuevo invento del cinematógrafo. A veces, el Manierismo sería utilizado en las narraciones de las películas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, cuando la fantasía y la realidad se confundían hábilmente. Luego hasta el Realismo, sobre todo en Europa, brillaría en los rodajes de las producciones más innovadoras de los años cincuenta y sesenta. Pero, a diferencia del Arte pictórico, en el cine no se produciría una involución en su desarrollo, una inversión de tendencias cronológicamente hablando. En el cine tiene más sentido que en el Arte que eso fuese así, tal vez porque el tiempo desarrollado fue mucho menor en aquel que en este. En el Arte primero sería la bondad del Renacimiento y luego la maldad del Barroco. Sin embargo, el Renacimiento no conseguiría la bondad tan enardecida de contención emotiva como lo fuera luego su gemelo clásico, siglos después, con el Neoclasicismo. El cine comenzaría a manifestar un alarde sutil extraordinario con la violencia, de no ser ésta un fin en sí misma sino un medio, en ocasiones nada visible, algo completamente insinuado o apenas vislumbrado en sus escenas sangrientas de violencia. Hoy en día vivimos el Barroco más explícito en la violencia cinematográfica. ¿Volverá un sentido artístico de... sólo palidecer, en las películas? No lo creo. La violencia que el Barroco no contuvo en sus creaciones llevaba consigo un mensaje humano y moral muy artístico. La fuerza estrepitosa de las escenas de violencia de hoy en el cine ya no tiene vuelta atrás. ¿O sí? Cuando tienes que expresar las cosas con crudeza visual extrema es que no tienes la capacidad para expresarlo de otra forma. Como muestra del extraordinario ejercicio de belleza en las difíciles composiciones de violencia en el Arte, el Neoclasicismo del pintor Mengs nos llevará a una pregunta estética: ¿se puede entender el mensaje violento de un sacrificio humano sin la participación del desgarro, la herida, la sangre y el estigma?

En la obra neoclásica Flagelación de Cristo, el pintor alemán Mengs consigue exponer un momento terrible de ofensa física sin vislumbrar ningún elemento gráfico que lo exponga claramente. Hay dos causas estéticas en el sentido artístico de la obra neoclásica. Por un lado su exaltación de la belleza, de la belleza clásica, donde ésta no es ultrajada por la deformación, la fealdad, la inarmonía o la crudeza; pero, por otra parte, está la revelación más sagrada y equilibrada de un deseo de bondad humana trascendente. El pintor ocultará los instrumentos de tortura en las manos violentas de los hombres. El cuerpo de Cristo, apenas enrojecido en su espalda invisible, se compone en el centro de la imagen sin estar tocado aún por nada ni por nadie. No hay sangre, no hay crueldad visible, ni emoción que traduzca algún atisbo de sacrificio o de oprobiosa fuerza inevitable. Están ahí, sin embargo, no se muestran, pero lo están. Este es el alarde artístico más maravilloso que consiguió realizar el Neoclasicismo en sus obras de Arte. Vemos al sayón arrodillado atar las varillas de su fusta aterradora, pero no veremos usarla. Vemos también los brazos flexionados de los verdugos para llevar a cabo la dura violencia por ejercer, pero no veremos la violencia desmadejada del descalabro físico más atormentador en su momento más determinante. Ese fue el Neoclasicismo, una tendencia que primaba la belleza de la imagen frente al verismo macabro de su desarrollo. Cuando las cosas se entienden no hay que remarcarlas con fruición, sobre todo si lo que buscamos es comprender un mensaje de dolor y no emocionarnos con su desgarramiento. Porque el mensaje de dolor y violencia está en la obra de Arte, lo está tan palpable como si no se evitase su desgarramiento. ¿Qué conseguimos entonces? Alcanzar a primar la verdad del sentido artístico de lo representado con belleza; lo que, en aquellos años de esplendor clásico de nuevo, obtuviesen algunos pintores cuando quisieron demostrar que la expresión de las cosas no tiene por qué confundirse con la descripción anatómica de sus fragmentos.

(Óleo Flagelación de Cristo, 1769, del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Palacio Real de Madrid.)


7 de febrero de 2022

El Arte como una metáfora del mundo y la mente del ser humano: el terror al vacío o la necesidad de llenar la nada.

 





Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.

En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo. 

Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.

(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.)