Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.
En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo.
Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.
(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.)
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