En el año 1799 Goya compuso un retrato encargado por el historiador Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829) para su obra Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Se trataba de un dibujo a sanguina, una técnica llamada así por utilizar un lapicero rojo basado en el óxido férrico, lo cual permitiría tonalidades, contrastes o perfilamientos carnales y luminosos muy atractivos. El retratado lo era el pintor sevillano Luis de Vargas (1505-1567), un renacentista romanista situado, históricamente, en uno de los periodos más significativos para el Arte. Definir cuándo empieza exactamente una tendencia pictórica es complejo. El Renacimiento llevaba ya muchos años cuando el pintor sevillano Luis de Vargas vino al mundo. Fueron dos pintores italianos los que determinaron la culminación del Renacimiento: Miguel Ángel y Rafael. Para cuando el joven Luis de Vargas tendría veintiún años el mundo del Arte comenzaría a cambiar, pero, entonces viaja a Roma y descubre así la maravillosa fascinación de ese cambio extraordinario. ¿Qué había sucedido en el Arte por entonces? Una magia, una extraordinaria epifanía artística nunca antes vivida en el mundo occidental. Algo se añadió además, algo se suplementó entonces, algo nuevo producto de la innovación, del sentimiento, de la sublimación de la belleza tan representada desde hacía siglos; también del elogio, de la virtud, de la gloria, del discernimiento, sobre la forma que el Arte podría disponer para poder alcanzar a representar el mundo sin el mundo; sólo, tal vez, con la recreación de éste llevada por la exageración, el desbordamiento, la sorpresa, la ideación, el símbolo, la belleza... En definitiva, como un sortilegio asombroso para poder describir lo que hay más allá del límite físico o racional de las cosas existentes. Fue apasionante aquel momento artístico, y Roma era entonces el centro del mundo que había llevado a cabo el resorte plástico tan innovador para poder conciliar, además, el pasado clásico con el presente artístico más desgarrado e inspirador. De toda su vida a partir de entonces, año 1526, el pintor manierista español sólo residió en Sevilla siete años desde el año 1534 y diecisiete años desde el año 1550, el resto pintaría y viviría en Roma impregnándose del efusivo ambiente de creación tan fascinante de un Renacimiento ya transformado para siempre. Las obras que más han sido reconocidas, incluso conocidas simplemente, fueron las que compuso en su patria natal. En ellas se observan la combinación impactante, propia de su estilo particular, entre un manierismo italiano exultante y un cierto naturalismo sevillano o andaluz que le añade, asimismo, una gran personalidad.
En el Museo de Arte de Filadelfia se encuentra su obra del año 1560 Los preparativos para la Crucifixión. En esta obra manierista podemos vislumbrar o, mejor dicho, ver claramente, la manera en que el Manierismo alcanzó a evolucionar hasta poder llegar a componer una sinfonía plástica tan sorprendente. Pero, lo era así porque esa forma de pintar, de crear, de componer, permitiría una forma de digresión, de ruptura limitada, con la grandiosidad clásica de lo que fue el Renacimiento. Pero para hacerlo, para componer eso particularmente ajeno a la norma no escrita, no hacía falta romperlo todo sino variar apenas entonces un gesto, unas líneas, una mirada o una emoción traducible a lo estético. En esta obra sagrada sobre los momentos inmediatamente anteriores a la crucifixión de Cristo, el pintor se atreve y configura una escena diferente, sorpresiva, distorsionadora con la conocida narración, con la leyenda sagrada, con la historia o con la representación formal de una situación tan solemne, tan grave o tan consecuente. La figura de Cristo, sentada ahora en la cruz a la espera de ser crucificado, es una alegoría extraordinaria de la serenidad ascética, de una tranquilidad trascendente tan ajena y distante con la propia idea del sacrificio tan violento y sangrante más aniquilador. Todo lo demás, salvo la figura contemporánea a la obra del donante, es ajustado a lo natural de una representación escatológica, mortífera o ajusticiadora del dios cristiano. Por supuesto que las formas estilísticas del Manierismo están ahí, en las medidas inéditas de las figuras ahora disonantes, por ejemplo, frente a la perspectiva clásica más ajustada a lo real o más natural propia del Renacimiento. Es sencillamente genial la composición tan atrevida estéticamente, tanto como su propia tendencia artística, para poder llegar a transmitir entonces algo más que belleza física, plástica, compositiva, colorista o combinatoria de formas, luces, tonos o sombras detallistas. En el Manierismo hay como un alejamiento o desdén de lo representado, pero esto es sólo aparente, ya que lo que desea el pintor manierista es ir más allá, trascender, sin otro recurso que la transgresión estética o plástica más elaborada.
Lo que distingue al cristianismo de cualquiera otra gran religión conocida es que su profeta, su dios, su representante sagrado, muere sacrificado de manera brutal, vil, cruel y sanguinaria. Esto la hace especial, y a su figura representativa, Cristo, la configura además como un ser asesinado vilmente sobre la consecución de un designio sacrificatorio por el bien salvífico de los seres humanos. Y esto a su vez determinará toda la teología, la tradición, las formas de culto y la propia antropología de esta religión. Si Jesús, un ser extraordinario atribuido de una gran bondad, de una serena virtud y de una sabiduría ejemplar, incluso más allá de lo humano, no hubiese muerto tan sacrificado vilmente, ¿hubiese sido artífice también de una religión donde la sangre fuese sustituida por la filosofía compasiva o la crueldad por la salvación discursiva y no por la muerte sacrificada...? Hoy incluso se mantiene la tradición con la estética barroca de la cruel muerte y sacrificio con la sagrada y elogiosa escenificación de la Semana Santa. Pero, siglos atrás la devoción cristiana al sacrificio llevaba a algunos seres humanos a imitar las fuertes maneras tan dolorosas y sangrientas de agresión al cuerpo humano. El propio pintor Luis de Vargas mantuvo la costumbre de la humillación dolorosa de la flagelación antes de llevar a cabo sus arrebatados cuadros sagrados. Es cierto que la representación teológica del sacrificio de Jesús tiene una contrapartida de salvación, de vida, de resurrección, de esperanza, pero, no es menos cierto que ese esfuerzo de vanagloriar el dolor, el desgarro, la pasión o la humillación más sangrienta, llevaría a los humanos creyentes a desarrollar una forma de elogio al sacrificio, a la herida o a la fascinación por el padecimiento físico más espantoso. Recuerdo hace años el interés que causó la película de Mel Gibson La Pasión. Quise verla y no pude soportar, por más que me obligase, las terribles escenas de agresión física tan verosímiles y despiadadas, sin limitación estética alguna, donde un ser humano, aunque sea parte de un Dios, sufre en silencio con las peores flagelaciones hirientes que puedan imaginarse. Nunca volví a poder ver esas escenas tan terribles; tan gratuitas, por otra parte.
¿Lleva la violencia a la violencia, aunque aquélla sea justificada por la determinación salvífica de un objetivo grandioso? En su obra Eminencia gris, el escritor Aldous Huxley nos cuenta: En su retiro de Avignon, el anciano guerrero (Louis de Crillon, apodado El Valiente) estaba oyendo un día el sermón. El tema era la pasión de Cristo; el predicador estaba lleno de fuego y de elocuencia. De pronto, en medio de una patética descripción de la crucifixión, el anciano se levantó de un salto, desenvainó la espada que había usado tan heroicamente contra los hugonotes y, blandiéndola por encima de la cabeza, con el decidido y noble ademán del que corre en defensa de la inocencia perseguida, gritó su llamada de guerra... Más adelante sigue diciendo el escritor británico: La idea del sufrimiento vicario está asociada con la historia de la pasión, y en los espíritus cristianos ha producido efectos no menos ambivalentes. La gratitud por Dios que entró en la humanidad y que sufrió para que los hombres pudieran salvarse trae consigo la tesis de que el sufrimiento es bueno en sí y que, debido a que el autosacrificio voluntario es meritorio y ennoblecedor, debe haber también algo espléndido en el autosacrificio involuntario impuesto desde afuera... Continúa más adelante Huxley: Dios tomó sobre sí los pecados de la humanidad y murió para que los hombres pudieran salvarse. Por lo tanto, podemos hacer la guerra, explotar al pobre o esclavizar, y todo ello sin el menor escrúpulo de conciencia, pues nuestras víctimas están ilustrando el gran principio del sufrimiento vicario (el sufrimiento de otro asumido por otro) y, lejos de perjudicarlas, estamos haciéndoles un verdadero favor al hacerles posible "sufrir y morir" para que otros (que por una feliz coincidencia somos nosotros) puedan vivir, ser felices y estar bien.
(Óleo Los preparativos para la Crucifixión, 1560, del pintor manierista Luis de Vargas, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU.; Dibujo a la sangrina, Retrato de Luis de Vargas, 1799, Goya, Fundación Goya, Aragón.)